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Pascua 2018 Edición

Celebremos la Alianza

En la Sagrada Eucaristía profundizamos nuestra unión con Cristo

Celebremos la Alianza: En la Sagrada Eucaristía profundizamos nuestra unión con Cristo

Aveces, en algunas iglesias, cuando el cielo matinal está claro, la gente que está en Misa se ve iluminada por una lluvia multicolor cuando los rayos del sol resplandecen a través de los bellos vitrales.

Es como un arco iris, es decir, una imagen perfecta del amor de alianza que Dios nos tiene. Es un amor que gozosamente celebramos cada vez que recibimos al Señor en la Sagrada Eucaristía.

En los diversos libros de la Escritura, vemos que Dios siempre ha querido tener una relación de alianza con sus hijos. Lo vemos en las historias de Adán y Eva, Noé, Abraham y Sara, Moisés, Rut, David y otros. Todos los profetas hablan de que Dios desea tener un pacto de amor con sus criaturas. De hecho, es un tema esencial en los evangelios, se explica en las epístolas y llega a su punto culminante en el libro del Apocalipsis. Dondequiera que miremos, vemos la prueba de que Dios quiso establecer una alianza eterna con sus fieles y nos pide aceptar y cumplir esta alianza consigo.

Mientras seguimos explorando diferentes formas de ver la Sagrada Eucaristía, en este artículo analizaremos de qué manera la Eucaristía nos revela la alianza de Dios y cómo profundiza nuestra fidelidad a esa alianza.

Un Dios fiel. Como sucede con todo pacto o contrato serio, nuestra alianza con Dios implica responsabilidades por ambas partes. Por el lado de Dios, él nos promete ser nuestro Dios: darse a conocer, depositar sus leyes en nuestro corazón, perdonarnos, darnos su Espíritu Santo y protegernos. Y Dios nos pide que, por nuestra parte, seamos su pueblo: lo amemos por sobre todas las cosas, le seamos fieles, acudamos a su lado en busca de ayuda, rechacemos la tentación y obedezcamos sus mandamientos.

Sabemos que Dios ha cumplido siempre su parte de la alianza y que el ser humano no ha sido tan fiel. El amor que le tenemos ha sido irregular; no siempre hemos obedecido sus mandamientos; hemos “adorado ídolos” (es decir, preferido los razonamientos humanos); nos hemos causado dolor unos a otros y cometido muchas otras formas de infracción del pacto. Pero, en lugar de apartarse airado y rechazarnos de plano, nuestro Padre celestial sigue llamándonos a volver a su lado; sigue buscando la manera de conquistarnos, persuadirnos y ayudarnos a cumplir nuestra parte de la alianza.

Recordemos el caso de Oseas, cuando Dios le dijo que se casara con una prostituta. Obediente, Oseas se casó con Gómer y ésta le fue infiel (Oseas 1, 2-4). El engaño de su esposa le causó gran sufrimiento a Oseas, pero Dios utilizó esta dolorosa situación para enseñarle dos cosas. Primero, que el pueblo de Israel había sido tan infiel con Dios como Gómer lo había sido con él. Segundo, Dios le dijo a Oseas que perdonara a Gómer y la recibiera nuevamente en su casa. Es decir, le dijo que amara a Gómer, la infiel, de la misma forma como Dios ama a su pueblo infiel. Durante siglos, esta historia de Oseas y Gómer ha sido considerada un ejemplo claro, aunque en miniatura, de la historia del amor comprometido que Dios le tiene a su pueblo.

Pero esta historia cambió drásticamente cuando vino el Mesías. Finalmente, en Jesús encontró Dios a alguien que honraba y cumplía su Alianza a cabalidad. Jamás violó Jesús ninguna parte del pacto, jamás pecó y cuando partió el pan y ofreció el vino en la Última Cena, él mismo se convirtió en la Nueva Alianza entre Dios y los hombres. Y al resucitar de entre los muertos, Cristo ratificó la Nueva Alianza con Dios para todos sus fieles, pues así vino a ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1, 29).

Esto es lo que celebramos cada vez que participamos en la santa Misa. Al reunirnos en torno a la mesa del Señor, estamos reafirmando que estamos dispuestos a cumplir el pacto que Dios hizo con nosotros. De hecho, estamos prometiendo ser fieles a Dios, precisamente al celebrar su fidelidad para con nosotros. Y cuando lo hacemos, Dios inscribe su alianza en nuestro corazón y nos promete que nunca nos abandonará.

Baste con esto. . . Aun cuando parezca un tanto misterioso, la Nueva Alianza es un acontecimiento histórico que efectivamente tuvo lugar en la cruz y también un sacramento de gracia que trasciende el tiempo y el lugar. Es cierto que el sacrificio de Jesús es irrepetible, porque sucedió de una vez para siempre (Hebreos 10, 14). Pero Jesús nos mandó recordar y revivir este sacrificio cada vez que celebramos la Sagrada Eucaristía (1 Corintios 11, 24). Nosotros también, como la Virgen María lo hizo una vez (Lucas 1, 34), quisiéramos preguntarle al Señor, “¿Cómo puede ser esto?” Quizás las palabras de uno de los padres de la Iglesia nos ayuden a entenderlo.

San Juan Damasceno escribió una vez lo siguiente: “Ustedes preguntan ¿Cómo puede el pan convertirse en el Cuerpo de Cristo y el vino en la Sangre de Cristo? Yo les diré: el Espíritu Santo viene sobre ellos y realiza lo que escapa a toda palabra y pensamiento… Baste con esto para que ustedes entiendan que es por el Espíritu Santo que el Señor, por sí mismo y en sí mismo, se hizo carne” (Una exposición de la fe ortodoxa 4, 13).

Como San Juan Damasceno reconoció, nunca podremos comprender el misterio de la Sagrada Eucaristía, pero no debemos dejar que eso nos impida recibir sus bendiciones. Quizás baste con saber que Jesús nos mandó hacerlo en memoria suya; tal vez baste con creer que comer el Cuerpo y beber la Sangre del Señor puede cambiar completamente nuestra vida.

Protección contra el pecado. Una de las dietas más populares de estos días es la llamada “dieta catabólica”, que consiste en consumir alimentos que ayudan a quemar más calorías de las que se consumen, por ejemplo, zanahoria, apio, espárragos y similares. La dieta catabólica promete que uno realmente pierde peso comiendo.

La analogía no es perfecta, pero tal vez podemos ver ciertas similitudes entre esta dieta y la Eucaristía. Cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, recibimos el poder para luchar contra el pecado. Cuanto más “comemos” de la Eucaristía, más se consumen nuestras tendencias al pecado. En otras palabras, cuando tú comes el Pan de vida, pierdes “peso de pecado”.

Cuando Jesús dijo: “Esta es mi sangre derramada para el perdón de los pecados”, nos estaba prometiendo no solamente su perdón, sino su protección. En Egipto, cuando Dios quiso que la gente se preparara para el ángel de la muerte, les dijo que tomaran la sangre del cordero sacrificado para la Pascua y untaran “todo el marco de la puerta” de sus casas. “Ninguno de ustedes morirá”, les prometió el Señor, “pues veré la sangre y pasaré de largo” (Éxodo 12, 7. 13).

Ahora bien, si Dios usó la sangre del cordero para proteger a los israelitas que comieron de ese mismo cordero, ¿no nos va a proteger a nosotros de los estragos del pecado cuando comemos el Cuerpo y bebemos la Sangre de Cristo, el Cordero de Dios? Por eso, cuando recibimos a Jesús en la santa Comunión, no solamente estamos renovando una alianza en términos jurídicos; estamos entrando en el abrazo tierno y poderoso de Dios; estamos afirmando que le pertenecemos a él y que confiamos en que él nos proteja.

El sacramento de la unidad. Ahora viene una pregunta difícil. Teniendo en cuenta todo lo que significa la Eucaristía para nosotros y todo lo que tenemos a nuestra disposición en la Nueva Alianza, ¿por qué la Iglesia está en el estado en que se encuentra? ¿Por qué hay tanta división? ¿Por qué hay tanto egoísmo, falta de solidaridad y desobediencia que nos mantienen separados?

Las respuestas a estas preguntas son largas y complejas, pero hay una cosa que es clara: la unidad en la Iglesia crece y florece cuando cada fiel profundiza su propio aprecio por la santa Comunión. En efecto, se ha dicho que la Eucaristía es el “Sacramento de la unidad.” ¿Por qué? Porque cada pedazo de pan que se consagra está compuesto de miles de granos de trigo; cada copa de vino que se consagra está compuesta del jugo de cientos de uvas. Sin embargo, cuando comemos el Cuerpo de Cristo y bebemos su Sangre, todos recibimos una misma Eucaristía. Todos participamos de un pacto eterno, y ese pacto tiene el poder de unirnos. Si somos dóciles y humildes, la Comunión tiene el poder de formar de nosotros un solo pueblo, el único Cuerpo de Cristo.

Así como Jesús y su Padre son uno, Dios quiere que todos los fieles seamos uno; no separados por las divisiones, la rebeldía o la indiferencia, sino eslabonados unos con otros en un pacto de amor y fidelidad. La Eucaristía tiene el poder de Dios para llevarnos a ese nivel más profundo de unidad. A cada miembro de la Iglesia nos hace ser como los granos de trigo molido que se unen para formar un solo pan o como las uvas que son prensadas para llenar una copa; nos amasa y nos tritura para que todos juntos seamos aquella Iglesia que es una, santa, católica y apostólica, como lo desea nuestro Padre.

Mientras celebramos la resurrección de Cristo Jesús en este tiempo de Pascua, pidámosle al Espíritu Santo que despierte en nosotros un profundo deseo de unidad y amor. Que Dios nos continúe bendiciendo a nosotros y a toda nuestra Iglesia, mientras compartimos el Pan de vida.

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