La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre 2012 Edición

El matrimonio cristiano

Unidad fundamental de la sociedad humana

El matrimonio cristiano: Unidad fundamental de la sociedad humana

El matrimonio y la vida familiar son parte del magnífico plan de Dios para la creación. Desde la fundación del mundo, desde los comienzos mismos de la vida, Dios quiso que el hombre y la mujer se casaran y tuvieran hijos como fruto de su amor.

El Libro del Génesis nos dice sim-plemente que Dios creó al hombre y la mujer a su ima-gen y semejanza y que al hacerlo, los bendijo diciéndoles: “Tengan muchos, muchos hijos, llenen el mundo y gobiérnenlo” (Génesis 1,26-28). Y añade que Dios creó al hombre y la mujer para que fue-ran el uno para el otro: “Por eso el hombre deja a su padre y a su

madre para unirse a su esposa, y los dos llegan a ser como una sola persona” (Génesis 2,24). Es evidente que Dios estable-ció el matrimonio, y por ello los cónyuges cristianos deben seguir el plan de Dios. Ponemos énfasis en esta verdad básica porque éste es el fundamento mismo sobre el cual deben edificarse los matri-monios cristianos.

Miremos a Dios. El principio básico de que Dios es el autor del matrimo­nio debe ser entendido con seriedad. Muchos piensan que la vida conyu­gal no es más que un acontecimiento cultural, sociológico o biológico; suponen que las parejas se casan solo por sus inclinaciones sexuales y pien­san que la vida conyugal y familiar es fruto de la evolución cultural y del proceso de socialización.

Esta visión “naturalista” del matri­monio y de la vida familiar hace que la gente entienda y experimente dichas relaciones como mejor les plazca y afirma que cada era, cada cultura y cada persona puede estructurar una vida conyugal y familiar según sus propias preferencias y valores perso­nales. Este criterio rechaza la noción de que el matrimonio y la vida fami­liar son elementos fundamentales que provienen del Creador, y que tienen un conjunto de principios inalterables y basados en las verdades básicas pro­pias de la naturaleza humana.

Esta idea puramente naturalista del matrimonio se expresa hoy de muchas maneras. Muestra de ello son la pre­ponderancia del sexo prematrimonial, los matrimonios de prueba y la coha­bitación, como también la ligereza con que muchos cometen adulterio, se divorcian y vuelven a casarse. Hay personas que han relativizado tanto el matrimonio y la sexualidad que lle­gan a hablar de “matrimonios” entre homosexuales, y quieren redefinir el concepto de la familia a la luz de un concepto que es intrínsecamente arti­ficial y obviamente erróneo.

Los cristianos que anhelan saber y entender más acerca de la verdadera naturaleza del matrimonio y de la vida familiar, deben buscar explicaciones en la Biblia, en la tradición cristiana y en el magisterio de la Iglesia. La doctrina cristiana afirma que el matri­monio, que está intrínsecamente orientado hacia la procreación, y la vida familiar no son fenómenos pura­mente sociológicos o biológicos, y que el matrimonio cristiano es una alianza física y espiritual creada por Dios y para el cual el mismo Señor ha dado su instrucción. Los cristianos encuen­tran en la revelación de la voluntad divina y en los mandamientos del Creador la definición verdadera del matrimonio, según lo ratificado por el propio Jesucristo: “Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona” (Mateo 19,5).

Debemos tener esto muy claro en nuestra mente, de lo contrario fácil­mente podemos confundirnos y dejar de reconocer que el matrimonio es una alianza dispuesta por Dios exclu­sivamente entre un hombre y una mujer y que su propósito es, primero y antes que nada, la procreación.

Inquietudes y confusiones. Es preciso mantener una distinción clara entre la visión moderna y secular del matrimonio y el entendimiento cris­tiano en este aspecto. Es muy fácil que, en la sociedad actual, esta distin­ción se vaya desdibujando. Cuando las ideas no están muy claras, a veces es difícil discernir lo que es cristiano y lo que no lo es. Reflexionemos, pues, sobre varios aspectos de la vida para ver si podemos distinguir cuáles son auténticamente cristianos y cuáles solo lo parecen.

Hay tendencias filosóficas moder­nas que exaltan la dignidad de la persona humana, así como sus dere­chos y libertades. Los cristianos podemos coincidir con esta verdad básica, porque, siendo creados a ima­gen y semejanza de Dios, los seres humanos tenemos nuestra propia dignidad y valores inherentes. Sin embargo, cuando esta verdad básica se distorsiona proponiendo la idea de que cada cual tiene un derecho básico a hacer lo que le plazca, los cristianos no podemos aceptarla. No obstante, la falta de distinción entre libertad y libertinaje ha influido en la moral contemporánea, especial­mente en lo tocante a la sexualidad y el matrimonio.

Hombres y mujeres, jóvenes y maduros, alegan que siendo perso­nas libres, “adultos conscientes”, ellos pueden decidir cuándo y cómo van a practicar sus preferencias sexua­les, alegando supuestas prerrogativas, como la de ser “dueños” de su cuerpo e insistiendo en que pueden hacer lo que quieran. El ejemplo más extremo de esta forma de pensar se refiere al aborto, sobre lo cual hay quienes sostienen que la mujer dispone de su cuerpo y puede tener un aborto cuando lo desee, sin reconocer que tal acción constituye nada menos que el asesinato de un ser humano creado por Dios.

Es fácil que los cristianos sean presa de este engañoso criterio, especialmente en las sociedades democráticas donde se garantiza la libertad personal para escoger y la idea engañosa de que cualquier cosa, incluso de moral, puede adqui­rir validez —aunque vaya en contra de la naturaleza creada por Dios— si así lo postula la mayoría. El enten­dimiento cristiano, empero, sostiene que la libertad no significa abando­nar los límites sanos y prudentes, y que el abuso de la libertad lleva a la esclavitud, la esclavitud del pecado, la cual desemboca en la destrucción de la sana convivencia humana y, en último término, la pérdida de la sal­vación de las almas.

La auténtica libertad no implica la capacidad irrestricta de “hacer lo que quieras”, sino más bien vivir libres de pecado y guardar los mandamientos de Dios: “Es para ser libres para lo que Cristo nos ha libertado. Manténganse pues, firmes y no consientan que les impongan de nuevo el yugo de la esclavitud” (Gálatas 5,1). San Pablo exhortaba también a los romanos diciéndoles: “Así como antes ofre­cieron sus miembros al servicio de la impureza y de una maldad siempre en aumento, así también ahora ofrezcan sus miembros al servicio de la justicia para santificación” (Romanos 6,19).

Nosotros, como cristianos, debe­mos reconocer que en realidad no somos dueños de nuestros cuerpos, sino que le pertenecemos a Cristo en cuerpo y alma y que, siendo miembros de su Cuerpo, debemos respetar­nos a nosotros mismos y tratarnos los unos a los otros con dignidad. No podemos, pues, hacer con nues­tros cuerpos lo que mejor nos plazca. Pecar sexualmente, como en la for­nicación, significa pecar contra uno mismo, porque somos templos del Espíritu Santo, y contra el Cuerpo de Cristo, del cual somos miembros: “No es verdad que el cuerpo sea para la inmoralidad sexual; el cuerpo es para el Señor… ¿No saben ustedes que su cuerpo es templo del Espíritu Santo que Dios les ha dado, y que el Espíritu Santo vive en ustedes? Ustedes no son sus propios dueños, porque Dios los ha comprado por un precio. Por eso deben honrar a Dios en el cuerpo.” (1 Corintios 6,13.19-20).

Efectivamente, los cristianos fui­mos comprados por Jesús con el precio de su propia sangre para ser libera­dos de la esclavitud del pecado. Ya no somos esclavos del pecado ni de Satanás, sino que tenemos la verda­dera libertad de los hijos e hijas del Padre. El hecho de que nosotros, como templos del Espíritu, seamos miembros del Cuerpo de Cristo debe ser uno de los principios orientadores más importantes de la visión que ten­gamos de la sexualidad, el matrimonio y la vida familiar.

Engaños aún más sutiles. Pero hay formas más sutiles aún en que el mundo influye en nuestra manera de pensar sobre la vida conyugal y fami­liar. Por ejemplo, podemos entender el matrimonio solo en términos de nuestra satisfacción personal, en la cual cada uno se preocupa de sus propias necesidades emocionales o sexuales. O quizás pensemos que el matrimonio no es más que un conve­nio legal entre partes iguales, 50-50 por ciento, en el que cada cónyuge comparte más o menos la misma carga del quehacer hogareño, la crianza de los hijos, la responsabilidad financiera y las decisiones de lo que debe o no debe hacerse.

Lo cierto es que el matrimo­nio cristiano es una alianza de amor establecida por Dios y orientada a la santificación de los cónyuges, y por lo tanto exige amor, generosidad, respeto y atención mutuos. Creer que el matri­monio es sólo un contrato entre partes iguales, como cualquier otro, por el que se establecen las obligaciones y los deberes de los contratantes, es una falsedad dañina y peligrosa, porque no deja lugar para el amor desinteresado ni el perdón. Es, en realidad, un golpe directo al corazón mismo de lo que es el matrimonio cristiano. La actitud de “pasando y pasando” trivializa la vida conyugal, haciéndola una relación más bien competitiva, de rivalidad, y no abnegada y generosa. El matrimo­nio cristiano, por naturaleza, significa que cada cónyuge se da por entero, el ciento por ciento, a amar y servir al otro cónyuge con el fin de santificarse mutuamente, para la salvación propia y de toda la familia.

San Pablo exhortaba a los hombres casados diciéndoles: “Maridos, amen a sus esposas, como Cristo amó a su iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5,25). Cristo amó a la Iglesia en forma total, sin reservas ni con­diciones; su amor fue del ciento por ciento, dándose Él mismo por com­pleto todo el tiempo. Cristo nos amó sin condiciones, por eso los esposos cristianos deben demostrarse el mismo amor abnegado e incondicional.

Hoy nadie habla de abnegación, amor incondicional, obediencia o sumisión. En cuanto surge la idea, nos asaltan los temores y los prejui­cios. Sin embargo, esto es lo que Jesús enseña respecto al matrimonio; y este es el mejor camino para una pareja que desee tener un matrimonio feliz y duradero. Los cónyuges que tratan de vivir según los principios de la satis­facción propia que propicia el mundo, no tardan en tropezar con dificultades. Su vida conyugal se caracteriza por las rencillas, los resentimientos y la com­petencia; jamás experimentan la paz verdadera, la felicidad constante del servicio y el perdón y la seguridad de un matrimonio cristiano, y lamenta­blemente sus hijos ven que ese fracaso se traduce, para ellos, en traumas que los marcarán para toda la vida.

Dios sabe lo que hace. Dios sabía lo que hacía cuando creó el matrimo­nio y cuando nos enseña cómo hemos de vivir la vida conyugal y familiar, de modo que debemos escucharle con amor y poner en práctica sus palabras con atención y fidelidad.

Sabemos que Dios es todopode­roso, todo lo sabe, y es absolutamente bondadoso, eterno e infinito, y que la única forma en que las criaturas pue­den responder a Dios es viviendo bajo su autoridad. La lealtad, la obedien­cia y el temeroso respeto a Dios son las características que afianzan nues­tra correcta relación con el Señor. Estas actitudes deben evidenciarse también en el ámbito del matrimonio y la vida familiar.

Los cónyuges cristianos que desean vivir de acuerdo con las enseñanzas de Dios y bajo su autoridad, deben pre­ocuparse de pedir la sabiduría divina, buscándola asiduamente en la oración, la meditación en la Palabra de Dios y el magisterio de la Iglesia para saber vivir y guiar a sus familias, y llegar así a ser auténticos maridos y esposas según la voluntad de nuestro Creador.

Queridos esposas y maridos, oren pues para que el Espíritu Santo les conceda un corazón humilde y sumiso a Dios. Oren también para que el Espíritu Santo les haga entender clara­mente si los conceptos y actitudes que ustedes tienen respecto al matrimonio son cristianos o no, y les dé el deseo de vivir según su divina voluntad.

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