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Julio/Agosto 2012 Edición

El cura del pueblo: La vida de San Juan María Vianney, el cura de Ars

Por Patricia Mitchell

El cura del pueblo: La vida de San Juan María Vianney, el cura de Ars: Por Patricia Mitchell

La pequeña iglesia del pueblito de Ars, en Francia, era calurosa en extremo en el verano y se congelaba en el invierno.

Así y todo, la gente venía; a veces los fieles esperaban durante días y luego se aglomeraban para tener la oportunidad de confesarse. El Padre Juan María Bautista Vianney llegaba a la iglesia a la una o dos cada mañana, llevando una vela encendida; después de rezar frente al altar, se sentaba en el confesionario tras la rejilla y comenzaba a escuchar confesiones. Para este sacerdote de pueblo, el día pro­seguía de la misma manera hasta bastante entrada la noche, para comenzar nuevamente temprano a la mañana siguiente. La corriente de peregrinos no terminaba, porque todos querían confesarse con el cura de Ars.

¿Quién era este hombre que cada año atraía a miles de peregrinos de toda Francia hacia una remota aldea situada en las colinas cer­canas a la ciudad de Lyons? Juan María Vianney, hijo de un campe­sino, había tenido escasa educación formal y apenas había aprobado sus exámenes de latín en el seminario, donde algunos decían que no había aprendido suficiente teología ni para escuchar confesiones.

Su aspecto era también bastante humilde, de cuerpo enjuto por el excesivo ayuno, mejillas hundidas, piel curtida y cabello prematura­mente blanquecino. Solamente sus ojos azules revelaban la intensidad del celo que sentía por Dios. Como si fuera un virus contagioso, este celo “prendió” en la población y encendió una renovación religiosa que llevó a innumerables personas a la cruz de Cristo.

Numerosos obstáculos. El amor que Juan María le tenía a Dios y a la oración parecía ser innato, aun­que su madre se lo había alimentado desde temprano. Siendo el cuarto de seis hijos, nació el 8 mayo de 1786, en el pueblito de Dardilly, a unas cinco millas de Lyons. Cuando era niño, Juan María asistía a misa con su familia en secreto porque las iglesias estaban cerradas, una trágica consecuencia de la Revolución Francesa. Con todo, el muchacho aprovechaba cualquier oportunidad que tenía para rezar en la pradera, cuando llevaba a pastar a los anima­les de la familia.

A los 16 años de edad, les dijo a sus padres que quería ser sacerdote, iniciándose así lo que fue una pro­longada y dificultosa travesía, y si no hubiera sido por su intenso deseo de hacer realidad su vocación religiosa, sin duda habría desistido de la idea. Primero, se topó con las objeciones de su padre. Pasaron tres años antes de que le permitiera abandonar la granja familiar para irse a vivir en la ciudad vecina de Ecully, donde estu­diaría bajo la tutela del párroco del lugar, el padre Carlos Balley. Segundo, Juan María tenía muy poca educación y no lograba avanzar en latín. Su ren­dimiento escolar era deficiente y por mucho que estudiara, no podía recor­dar la gramática del latín. Luego, en 1809, fue llamado al servicio militar, pero antes de que su destacamento partiera hacia su destinación, Juan María enfermó y no pudo salir, a raíz de lo cual fue considerado desertor y tuvo que pasar el año siguiente ocul­tándose en una aldea lejana.

Finalmente, en 1811, se declaró una amnistía general para los deserto­res y Juan María ingresó al seminario para continuar sus estudios, pero se angustiaba por no poder aprender el latín, y después de varios meses en el seminario salió reprobado en la primera serie de exámenes. Estando casi al punto de la desesperación, el padre Balley salió en su ayuda. Solicitó que lo autorizaran a edu­car personalmente al seminarista y lo consiguió. Finalmente, el joven Vianney pasó las pruebas requeridas y fue ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815, a la edad de 29 años.

Destinación nueva y difícil. Durante dos años y medio, el nuevo sacerdote sirvió como asistente de su protector, el padre Balley, en Ecully, pero cuando éste falleció en 1818 y designaron a un nuevo párroco, a Juan María lo destinaron como párroco al pequeño pueblo de Ars, distante unas 18 millas. “No hay mucho amor a Dios en aquella parro­quia —le dijo el vicario general— tú llevarás algo.”

La aldea, de 200 habitantes, tenía cuatro tabernas y era conocida por las alocadas fiestas y bailes que allí se hacían. Pero el sacerdote, ya de 31 años, se puso a trabajar. Muy tem­prano cada mañana se iba a la ruinosa iglesita y pasaba horas ante el altar derramando lágrimas y rogándole a Dios que convirtiera a la gente de su parroquia. Durante toda su vida, nunca dejó de elevar esta oración por las conversiones. La pasión por las almas lo definía y estaba dispuesto a sufrir lo que fuera si eso servía para que más personas se volvieran a Cristo. A su constante intercesión añadía una extrema penitencia: ayu­naba varios días seguidos y dormía en el suelo duro, sin calefacción alguna.

Durante años vivió comiendo una sola vez al día: un plato de papas hervidas.

Al principio los feligreses eran indiferentes a lo que el padre Vianney predicaba. Sin embargo, era difícil hacer caso omiso de lo que decía por el buen ejemplo que daba: su oración era constante, su vida enteramente dedicada a Dios, y su dedicación al pueblo era genuina. Además, la repulsa que sentía por el pecado le impedía ceder. Cuando exhortaba a sus feligreses a que salieran de las tabernas y vinieran a la iglesia, no trabajaran los domingos y pusieran fin a los excesos de los bailes, enton­ces empezaron a escucharle, tocados por sus palabras. Las peregrinaciones que dirigía hacia santuarios locales y una magnífica procesión que organi­zaba cada año en honor de la fiesta de Corpus Christi eran para los luga­reños recordatorios concretos de que Dios se encontraba entre ellos.

El sacerdote estaba convencido de que todos, incluso los campesinos que trabajaban la tierra, podían acer­carse a Dios. Promovía la devoción al Santísimo Sacramento y enseñaba a los aldeanos a examinarse la con­ciencia y rezar, diciéndoles: “Nuestro buen Dios no busca oraciones ni lar­gas ni hermosas, sino las que salen del fondo del corazón.” Por las noches, empezaban a doblar las campanas y la gente se congregaba para las oraciones vespertinas. El rezo colectivo de los pobladores comenzó a cambiar com­pletamente la atmósfera de la aldea de Ars, y empezaron a verse numerosas conversiones. “La gracia de Dios es tan poderosa —dijo uno de los aldea­nos— que pocos pueden resistirse.”

Dones espirituales. Desde sus primeros años en Ars, tal vez por la intensa vida de oración y sacrificio que llevaba, Dios empezó a desarrollar en él una serie de dones sobrenatu­rales, los cuales, combinados con su capacidad para estimular al pueblo a arrepentirse y buscar la misericor­dia de Dios, pronto lo convirtieron en un confesor muy buscado. Durante una misión realizada en 1823 en una parroquia cercana, fue tan grande la multitud que se reunió en torno a su confesionario que casi lo derribaron.

Conforme fue creciendo la fama de Vianney, muchos peregrinos empeza­ron a llegar al pueblito. Querían ver personalmente a este humilde sacer­dote diocesano y el efecto que su ministerio tenía sobre los habitantes de Ars, que muchos empezaron a lla­mar un “oasis de santidad”. Hacia el final de su vida, la cifra de peregrinos que llegaban a Ars cada año se esti­maba en 80.000.

Bajo la inspiración del Espíritu Santo, Vianney podía leer el corazón de los que venían a verlo. Por ejem­plo, una mujer paseaba por la plaza de la ciudad un día cuando se cruzó con él. “Señora —le dijo— sígame”. Por el camino, el padre Juan María le empezó a revelar la vida de pecado que ella llevaba y poco después la mujer se convirtió. Otro hombre, un científico bien conocido que se jactaba diciendo que sólo se dejaba guiar por la razón, fue a ver al sacerdote sólo por curio­sidad. Después de la misa, el padre le hizo señas para que lo siguiera hacia el confesionario, donde de repente el hombre se puso a llorar. “Padre —le dijo— no creo en nada. Ayúdeme.” Después de nueve días de conversar con el padre, el hombre llegó a ser un devoto creyente.

Conforme la gente confesaba sus pecados, Vianney solía llorar por ellos, lo que los movía a un profundo arrepentimiento. “¡Qué lástima!” solía decir. Un sacerdote que había visitado el confesionario dijo una vez: “Aquella simple frase ‘qué lástima’, con toda su hermosura, demostraba el daño que el pecado había causado en el alma.” Incluso, era sabido que el confesor les recordaba a los penitentes los pecados que habían olvidado mencionar.

Los jóvenes le consultaban para que les ayudara a discernir si tenían alguna vocación religiosa. Los enfer­mos llegaban pidiendo oración por sanación, y si había alguna curación física —de las que hubo muchas— Vianney las atribuía a la intercesión de su amada Santa Filomena, una mártir de los primeros cristianos.

Un gran desgaste. La condición de celebridad a la que llegó el padre Juan María Vianney le causó un gran desgaste personal. Era prácticamente prisionero del confesionario, ya que se pasaba allí 18 horas al día. Su gran tentación era irse de Ars para entrar en un monasterio donde pudiera “llorar por mi pobre vida”. Este pen­samiento lo atormentaba, de modo que reiteradamente pidió permiso a su obispo para dejar su puesto e irse a vivir en aislamiento, pero cada vez le fue negada la autorización. Varias veces llegó incluso a abandonar la aldea, pero pronto se daba cuenta de que Dios lo llamaba a permanecer en Ars y regresaba. Una vez fue a casa de su hermano en su ciudad natal de Dardilly, pero los peregrinos lo siguie­ron hasta allí.

De forma especial le preocupaban los pobres y muchas veces se le veía con ropas raídas, porque había dado lo que tenía a los necesitados. En 1823, fundó una escuela gratuita para niñas, que finalmente se transformó en un orfanato. Este hogar, llamado La Providencia, estaba a cargo de tres mujeres jóvenes de la aldea y llegó a ser un refugio para Vianney, donde podía escapar de las multitudes por un fugaz momento. Además de comer allí, dejaba tiempo cada mañana para enseñar catecismo. Eran tanto los visitantes que querían escuchar sus enseñanzas que las clases finalmente tuvieron que trasladarse a la iglesia.

Pero Vianney no estuvo libre de antagonismo, especialmente al prin­cipio de su ministerio. Algunos de los sacerdotes locales se mostraban escépticos, envidiosos o ambas cosas a la vez. Pero su opositor más tenaz fue el diablo. Durante el transcurso de 35 años, Vianney tuvo que soportar la actividad demoniaca que había de noche en su casa parroquial. Los alari­dos, violentos golpes contra la puerta y otros ruidos extraños que hacían estremecerse la casita eran frecuentes. Pronto se dio cuenta de que la activi­dad aumentaba la víspera del día en que vendría a verlo un “gran pecador”. “Es buena señal —solía decir— siem­pre hay buena pesca al día siguiente.”

Durante 41 años, el padre Juan María Vianney fue el sacerdote de la pequeña aldea. Al final de su vida, llegó a aceptar el hecho de que Dios nunca le concedería el tiempo de soledad que había deseado. Falleció el 4 de agosto de 1859 a los 73 años de edad. Ya aclamado como santo por la gente, San Juan María Vianney fue canonizado el 31 de mayo de 1925, y posteriormente nombrado Patrono de los sacerdotes diocesanos. Su vida puede resumirse con uno de sus pro­pios dichos: “Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la pre­sencia de Dios, vivir para Dios. ¡Oh, qué hermosa vida y qué hermosa muerte!” •

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