La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Enero 2012 Edición

El Evangelio y la Iglesia

Cómo preparar un entorno propicio para la evangelización

El Evangelio y la Iglesia: Cómo preparar un entorno propicio para la evangelización

"Doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado . . .”

“Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misio­nero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóve­nes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y res­pondan generosamente a su llamamiento apremiante . . . os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vues­tros coetáneos… Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere." (S.S. Benedicto XVI, Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud 2008.)

De esta forma, el Santo Padre presen­taba a los jóvenes la llamada de Dios a evangelizar en preparación para la Jornada Mundial de la Juventud, pero en realidad sus palabras se aplican a todos nosotros también. Les pedía que evangelizaran por lo menos a una persona para Cristo, aunque no dijo si eso quería decir antes de la Jornada Mundial, año tras año o durante toda la vida. Pero sin duda el Santo Padre coin­cidía con San Pablo en que es preciso que nos hagamos iguales “a todos, para de alguna manera poder salvar a algu­nos” (1 Corintios 9,22).

En el artículo anterior propusimos algunos métodos prácticos para abrir las puertas al Evangelio: hacer una lista de personas, escuchar con sinceridad, pronunciar palabras de aliento y reali­zar actos de solidaridad y generosidad. En este artículo, daremos una mirada al mensaje del Evangelio propiamente tal y explicaremos la eficacia que puede tener un entorno de fe para ayudar a las personas a aceptar este mensaje.

¿Qué es el Evangelio? La palabra evangelion que aparece en el original griego del Nuevo Testamento signi­fica “buena noticia” o “buen mensaje”. Esto quiere decir, en pocas palabras, que Dios envió a su Hijo único a librar­nos del pecado y abrir para los fieles las puertas del cielo, a fin de que un día todos lleguemos a entrar por ellas. El Evangelio no es otra cosa que la his­toria de un Padre amantísimo, cuyo mayor anhelo es traer a todos sus hijos a la gloria de su morada. Es al mismo tiempo la historia del Hijo de Dios, que estuvo dispuesto a padecer incluso la muerte en la cruz para llevarnos de regreso al Padre. Es también la historia del Espíritu Santo, que desea transfor­mar todo corazón humano mediante el derramamiento del amor y la gracia divina.

Pero el mensaje del Evangelio no es solamente una historia de algo que sucedió hace dos mil años. En rea­lidad, tampoco es solo una historia; es una invitación. En el Libro de los Hechos, cada vez que alguien predica el Evangelio, la historia concluye con una llamada a responder. Es una llamada al arrepentimiento y a una conversión más profunda; es una invitación a apartarse del pecado y del pensamiento egocén­trico, para luego aceptar a Jesús y su promesa del Espíritu Santo. El mensaje del Evangelio es, en esencia, la realidad de Dios que nos tiende la mano y el gran privilegio que tenemos los humanos de poder recurrir al Altísimo y conocer su amor y la salvación que gratuitamente nos ofrece.

Una cultura del amor. Hay perso­nas que limitan el mensaje del Evangelio diciendo que lo único que se necesita para la salvación es la “fe en Cristo”, lo cual en un sentido es cierto. Es pre­ciso creer sinceramente que hemos sido salvados por la sangre de Cristo y no hay nada que sustituya este tipo de fe. Como lo dijo San Pablo: “Pues por la bondad de Dios han recibido ustedes la salvación por medio de la fe. No es esto algo que ustedes mismos hayan conse­guido, sino que es un don de Dios. No es el resultado de las propias acciones, de modo que nadie puede gloriarse de nada” (Efesios 2,8-9).

Pero la Escritura no habla sólo de este despertar inicial a la fe; sino de todo un estilo de vida, de una cultura cimen­tada en Jesús y en sus enseñanzas. Y ¿cuál es la esencia de esta cultura? La llamada a amarnos los unos a los otros como Cristo nos amó (Juan 13,34). Jesús nos redimió del pecado para que enmendáramos nuestra vida y llegá­ramos a ser más como Él, incluso en forma colectiva, como cuerpo. Su deseo más recóndito es que todos los fieles, es decir su Iglesia, crezcan cada día más y se perfeccionen hasta llegar a ser la her­mosa Novia que describe la Escritura (Efesios 5,25-27; Apocalipsis 21,2).

En el primer Pentecostés, los que aceptaron el mensaje de Pedro “fueron bautizados; y aquel día se agregaron a los creyentes unas tres mil personas” (Hechos 2,41). Ese día nació la Iglesia y desde entonces ha seguido creciendo sin interrupción. ¿Cómo fue que se desarrolló? ¿Cuál fue la cultura predo­minante en la Iglesia que le permitió florecer, mientras fracasaban muchas otras sectas y grupos? Fue la cultura del amor mutuo y del compromiso de unos con otros. Los nuevos creyentes se reunían regularmente para aprender y estudiar las enseñanzas de los após­toles; celebraban la Eucaristía juntos y rezaban unos por otros; se preocupaban de ayudarse mutuamente en las necesi­dades de cada uno y eran generosos con los pobres y los necesitados (2,44-45).

Conforme los primeros creyen­tes construían esta cultura del amor a Jesús y al prójimo, Dios los bende­cía con abundancia, al punto de que había muchas señales y maravillas que ocurrían en su medio. Otras personas se sentían atraídas también, y así se formaba una corriente de nuevos con-versos que se les unían para compartir la vida que llevaban en común. En otras palabras, la evangelización era fruto del hecho de vivir en la práctica la experien­cia de Jesús que todos tenían y el amor de los unos a los otros (Hechos 2,47).

La cultura parroquial. Esta mirada hacia la Iglesia primitiva nos permite darnos cuenta que la cultura de una parroquia puede ser decisivamente importante para una evangelización eficaz. Al parecer todos consideraban que la evangelización era una parte inseparable de su vida cristiana; incluso cuando eran amenazados con azo­tes, torturas y la cárcel, los discípulos continuaban predicando el Evangelio: “Todos los días enseñaban y anuncia­ban la buena noticia de Jesús el Mesías, tanto en el templo como por las casas” (Hechos 5,42). Y ¿cuál fue el resultado? “Muchos de los que habían escuchado el mensaje, creyeron; y el número de creyentes, contando solamente los hom­bres, llegó a cerca de cinco mil” (4,4). Aun cuando la persecución se inten­sificó y a algunos les dieron muerte y otros tuvieron que huir de Jerusalén, pero “anunciaban la buena noticia por dondequiera que iban” (8,4).

Así fue como se propagó el Evangelio y la Iglesia creció como resultado del entusiasmo, la devoción y la dedicación de los primeros discípulos. Es fácil ima­ginarse al apóstol San Pedro que instaba a los fieles a continuar orando, viviendo como Jesús les enseñó y difundiendo la buena noticia de la salvación, y sin duda mucha gente respondía de todo cora­zón, comprometiéndose a compartir el mensaje de la salvación y edificando la Iglesia.

Queridos hermanos, Jesús nues­tro Señor quiere que todos seamos tan dedicados y estemos tan entusiasmados con el Evangelio como lo estuvieron los primeros cristianos; quiere que nuestras parroquias sean lugares de una acogida alegre y bondadosa, de amor al prójimo y de oración y devoción. Una parroquia no debe nunca terminar siendo un lugar donde la actividad se limite a distribuir los sacramentos, sin atención personal a los fieles que los reciben. No, la parro­quia debe ser nuestra familia extendida, y los fieles que ocupan los bancos son nuestros hermanos y hermanas, y por ende debemos tratarlos con el mismo afecto y cuidado que les demostramos a nuestros familiares inmediatos.

Esta actitud es un elemento esen­cial de lo que significa formar parte del Cuerpo de Cristo, pero también es un factor imprescindible para el trabajo de la evangelización. Es imposible exage­rar lo atractiva que resulta una familia parroquial alegre, devota y amistosa para aquellos que buscan al Señor y que desean tener un hogar espiritual. La comunión personal que tengamos los unos con los otros es probable­mente el elemento más importante para que nuestra parroquia llegue a ser evangelizadora.

Comprometidos con la evan­gelización. El Evangelio lleva en sí mismo un poder inimaginable, como lo afirmaba San Pablo, que decía que era “el poder de Dios para que todos los que creen alcancen la salvación” (Romanos 1,16). Es obvio, pues, que la buena noticia no es solamente un mensaje o el relato de un suceso ais­lado, sino una forma de vida que Dios nos pide practicar día tras día; un estilo de vida que el Señor quiere que experi­mentemos normalmente dentro de una comunidad parroquial, y es la forma de vida que Dios nos pide compartir con los que aún no han experimen­tado su poder. El Papa Benedicto XVI, siguiendo la línea de sus predecesores, ha reiterado la oración a Dios para que surja una “nueva evangelización” en la Iglesia y pide constantemente que el Espíritu Santo nos inspire a todos a vivir el Evangelio y salir al mundo a dar tes­timonio de Jesús de una manera nueva y dinámica.

Esta no es una tarea imposible de realizar; no es algo que nos deba cohi­bir ni atemorizar. Se trata solamente de que cada cual haga su parte. Por eso, una manera sencilla de empezar es hacer una lista de cinco nombres y comprometerse a rezar diariamente por esas personas, haciendo lo posible por ofrecerles ayuda, prestarles atención y demostrarles bondad y comprensión. Sí, es cierto que todos necesitamos preparación, pero hay que entender cla­ramente una cosa: la actitud de amor que demostremos y la oración que haga­mos son mucho más importantes que las palabras que digamos.

Así pues, al comienzo de este nuevo año, propongámonos seriamente llevar al menos a una persona durante el año a conocer a Jesús de Nazaret como su Señor, su Salvador y su mejor amigo. Es la tarea más honrosa, satisfactoria y glo­riosa que se puede realizar.

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