La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio/Julio 2008 Edición

Un regalo para el Mundo

La Eucaristía puede cambiar el corazón humano . . . y el mundo entero

Por: S.S. el Papa Juan Pablo II

Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo.

Su fundamento y su fuente es todo el Triduo Pascual, pero éste está como incluido, anticipado y "concentrado" para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa "contemporaneidad" entre aquel Triduo y el transcurrir de todos los siglos.

Mi experiencia de la Eucaristía. Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una "capacidad" verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia. Deseo suscitar este "asombro" eucarístico, ¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a todos a que hagan de ella siempre una renovada experiencia?

Cuando pienso en la Eucaristía, mirando mi vida de sacerdote, de Obispo y de Sucesor de Pedro, me resulta espontáneo recordar tantos momentos y lugares en los que he tenido la gracia de celebrarla. Recuerdo la iglesia parroquial de Niegowic donde desempeñé mi primer encargo pastoral, la [iglesia] colegiata de San Florián en Cracovia, la catedral del Wawel, la basílica de San Pedro y muchas basílicas e iglesias de Roma y del mundo entero. He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades . . . Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico.

¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, este es el misterio de fe que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo.

Recibid el Espíritu Santo. La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Juan 13, 1), un amor que no conoce medida.

Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe San Efrén: "Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu . . . y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu . . . Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente."

La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo: "Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones . . . para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos". Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: "Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu". Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como "sello" en el sacramento de la Confirmación.

La Eucaristía en el mundo. No es casualidad que en las plegarias eucarísticas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero" (Apocalipsis 7,10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.

Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un "cielo nuevo" y una "tierra nueva" (Apocalipsis 21,1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente. Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios.

Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo "globalizado", donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana.

Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del "lavatorio de los pies", en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (Juan 13,1-20). Anunciar la muerte del Señor "hasta que venga" (1 Corintios 11,26), comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo "eucarística". Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: "¡Ven, Señor Jesús!" (Apocalipsis 22,20).

El Tesoro de la Iglesia. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa, mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han "concentrado" y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa "contemporaneidad". Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (Lucas 24,13-35).

Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Aquí fallan nuestros sentidos, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: "Señor, ¿donde quién vamos a ir Tú tienes palabras de vida eterna" (Juan 6,68).

En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Pero no se trata de "inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste".

Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen.

En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites. n

Adaptado de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, escrita en 2003 por S.S. el Papa Juan Pablo II.

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