El Espíritu Santo
Principio de vida de la Iglesia
Por: el padre Miguel Payá Andrés
En el Credo Apostólico confesamos que creemos en la Iglesia en el artículo sobre el Espíritu Santo: “Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica . . . ” Y es que la Iglesia es obra del Espíritu Santo.
Aunque la Iglesia tuvo su inicio y primera configuración en los Doce y en el grupo de discípulos que reunió Jesús antes de su muerte, no nació como consecuencia de la intimidad de los apóstoles con Jesús, ni de la afinidad entre los mismos apóstoles, ni de su decisión de continuar la obra de Jesús. Lo que hizo y constituyó como Iglesia a los que “estaban reunidos en el mismo lugar” el día de Pentecostés es que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse” (Hechos 2, 4).
Nacimiento de la Iglesia. Ese día se manifestó al mundo la Iglesia. Así como en el Jordán, una vez ungido por el Espíritu y acreditado por la voz del Padre (Mateo 3, 15) comenzó Jesús su vida pública como Mesías, así, en Pentecostés, el mismo Espíritu puso en marcha la historia del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia o comunidad cristiana.
El Espíritu, que desde siempre ha actuado y continúa actuando en el mundo, residió y actuó de forma plena en Jesús, el Ungido. Ahora, enviado por él, reside y actúa en la Iglesia, como ámbito de su presencia permanente. La Iglesia es, en primer lugar, templo del Espíritu, lugar en el que él otorga el perdón de los pecados y comunica la vida eterna, como confesamos también en el Credo.
Pero, a su vez, la Iglesia es instrumento del Espíritu, porque todo lo que la Iglesia vive, anuncia, celebra y testimonia, es siempre gracias al Espíritu de Jesús. Los apóstoles definían a la Iglesia como “el Espíritu Santo y nosotros” (Hechos 15, 28), una realidad con dos caras: una visible, la comunidad de los discípulos, y otra invisible, la acción del Espíritu Santo.
Por eso se compara la Iglesia al misterio del Verbo encarnado. Pues, así como la naturaleza humana sirve al Verbo divino como instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él, de modo semejante la realidad social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica para acrecentar el Cuerpo de Cristo. En realidad, lo que sucede es que Cristo, gracias al Espíritu, continúa su misión a través de la Iglesia. Lo que Jesús ha dicho y ha hecho antes de su muerte, lo dice y lo hace por el Espíritu Santo en la Iglesia ahora. Gracias al envío del Espíritu Santo, la Iglesia es “sacramento universal de salvación”, por medio del cual Jesucristo sigue manifestando y comunicando el amor de Dios al hombre.
Sin embargo, la Iglesia y Cristo no se identifican, ni mucho menos se confunden. Cristo, santo e inocente, no conoció el pecado; en cambio, la Iglesia encierra en su seno a los pecadores y está necesitada siempre de purificación. Y tampoco se identifican ni confunden el Espíritu Santo y la Iglesia: no todos los actos de la Iglesia son automáticamente actos del Espíritu. Existe entre los dos una especie de tensión: la Iglesia debe tender a la fidelidad total, y el Espíritu Santo la anima y ayuda a conseguirlo.
El Espíritu construye la Iglesia como comunión. En el Credo, después de confesar nuestra fe en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia Católica, decimos: “la Comunión de los santos”. Con ello queremos afirmar que el Espíritu Santo construye la Iglesia como comunión.
La palabra “comunión” designa, ante todo, la misma vida divina, la comunicación amorosa entre el Padre y el Hijo, que se entregan mutuamente el Espíritu Santo como beso que sella su amor. Y ese mismo Espíritu, que personaliza el amor interno de la Trinidad, es el que comunica el amor divino a los hombres, para que puedan participar en la vida íntima de Dios.
Por eso la Iglesia es, en primer lugar, “comunión con el Santo”, es decir, participación en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y esta comunicación de la vida divina la realiza el Espíritu a través de la “comunión en las cosas santas”, es decir, a través de la Palabra de Dios y los Sacramentos, que son como los dos grandes canales por los que fluye hasta nosotros la vida de la Trinidad.
Ahora bien, la comunión con Dios es la causa de la comunión entre los hombres. De modo que, la comunión con el Santo a través de las cosas santas, produce la “comunión de los santos”, es decir, la unión fraterna entre los creyentes, que es la consecuencia y la verificación de la comunión, con la Trinidad. Por eso afirma el Vaticano II que la Iglesia es “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium, 4).
La caridad que nos une a los creyentes no es sólo el resultado del esfuerzo personal, ni el fruto de un pacto o consenso. Tampoco nos unimos por simples razones de eficacia pastoral. Lo que nos une es el don de Dios, es decir, el Espíritu Santo, como lo afirma también el Concilio: “El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y los une tan estrechamente a todos en Cristo, que es el principio de la unidad de la Iglesia” (Unitatis redintegratio, 2).
Extractado de www.franciscanos.org. Usado con permiso.
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