La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Octubre 2016 Edición

La fidelidad del Padre

¿Cómo presenta a Dios la Sagrada Escritura?

Por: padre José F. Wimmer, O.S.A.

La fidelidad del Padre: ¿Cómo presenta a Dios la Sagrada Escritura? by padre José F. Wimmer, O.S.A.

Es común caer en el error de pensar que la figura de Dios que presenta el Nuevo Testamento es muy diferente de la que vemos en el Antiguo Testamento.

Según este punto de vista, las Escrituras hebreas representan a Dios más que nada como el Creador distante e impersonal o como el Legislador severo e implacable, que castiga las maldades de su pueblo rebelde.

Después de todo, él permitió que las hordas babilónicas invadieran Jerusalén, cometieran pillajes y asesinatos indiscriminados y se llevaran por la fuerza a los israelitas restantes al destierro.

Incluso en las escenas en las que Dios protege a su pueblo, se le presenta como el Todopoderoso que libra a los hebreos de la esclavitud en Egipto y hace que todo el ejército egipcio se ahogue en el Mar Rojo. Luego, les entrega la Tierra Prometida para lo cual permite que Josué y sus soldados exterminen a gran parte de los cananeos, aquellos paganos que hasta entonces habitaban esas tierras, comenzando con la ciudad de Jericó.

Todo esto parece marcar un gran contraste con el Dios del Nuevo Testamento, donde nos encontramos con un Padre tierno y misericordioso. Sin embargo, Dios permitió que su Hijo unigénito se entregara al sacrificio con el fin de que el Pueblo de Dios, nosotros los creyentes, nos salváramos mediante la fe en el Mesías, lleváramos una vida marcada por el amor y heredáramos el don de la vida eterna.

Un Padre para Israel. Algunas de estas interpretaciones son ciertas en parte, pero otras no. La vida en la antigüedad se caracterizaba por la violencia y en las frecuentes guerras que había moría mucha gente. Cuando los antiguos israelitas salían airosos de la batalla, atribuían su victoria a la protección de Dios, que los salvaba por amor; y si perdían la guerra, como en la invasión babilónica de Jerusalén y el posterior exilio del pueblo, entendían que la derrota era un castigo divino.

Se deduce, pues, que estos textos bíblicos tuvieron el propósito de demostrar que la absoluta fidelidad a Dios era una necesidad indispensable para el pueblo escogido. Esto evidencia, además, que en las Escrituras hebreas se ve que Dios no es sólo un Creador distante, un guerrero invencible o un legislador severo. También es un Padre cariñoso para su pueblo, que los ama como a sus hijos muy queridos. Por ejemplo, como lo implica Moisés cuando le reprocha al pueblo su infidelidad y les recuerda la fidelidad de Dios y su inquebrantable amor: “¿Así es como le pagan al Señor? Pueblo necio y sin sabiduría, ¿no es él tu padre, tu creador? ¡Él te creó y te dio el ser!” (Deuteronomio 32, 6).

Del mismo modo, en Jeremías 3, 4-5, Dios reprende a su pueblo como un padre corrige a sus hijos: “Hace poco me decías: ‘Padre mío…’ Y mientras decías esto, hacías todo el mal que podías.” Más tarde, en una profecía que predice el regreso de Israel desde el exilio, Jeremías pronuncia otra palabra de Dios: “Habían partido llorando, pero yo los traigo llenos de consuelo; los conduciré a los torrentes de agua... Porque yo soy un padre para Israel y Efraín es mi primogénito” (31, 9). Finalmente, el Salmo 68, 6 dice que Dios “es padre de los huérfanos y defensor de las viudas.”

También, en ciertas ocasiones, el pueblo se dirigió a Dios invocando su favor como Padre: “Señor, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro, tú nuestro alfarero; ¡todos fuimos hechos por ti mismo!” (Isaías 64, 8). “¿Acaso no tenemos todos un mismo Padre, que es el Dios que a todos nos ha creado?” (Malaquías 2, 10).

En el Antiguo Testamento también leemos que Dios educa y corrige a Israel como lo hace un padre con su hijo: “Dense cuenta de que el Señor su Dios los ha corregido del mismo modo que un padre corrige a su hijo” (Deuteronomio 8, 5). “El Señor es, con los que lo honran, tan tierno como un padre con sus hijos” (Salmo 103, 13).

Nuestro Padre celestial. Hay sin duda textos hermosos en el Antiguo Testamento que presentan a Dios como Padre, pero no son tantos como en el Nuevo Testamento, especialmente en los Evangelios. Para Jesús, la realidad de Dios como Padre era suprema, un Padre tierno que está deseoso de perdonar los pecados. Una vez, Cristo dijo a sus discípulos: “Cuando estén orando, perdonen lo que tengan contra otro, para que también su Padre que está en el cielo les perdone a ustedes sus pecados” (Marcos 11, 25).

El perdón también es una cualidad esencial que Jesús pidió que tuvieran sus seguidores cuando nos enseñó a rezar: “Padre nuestro que estás en el cielo... Perdona nuestras ofensas, así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mateo 6, 9. 12). Y en la parábola del hijo pródigo, el Señor pone de relieve la misericordia que le demuestra el padre a su hijo descarriado, así como su invitación al hijo mayor a que tenga la misma clase de comprensión y perdón (Lucas 15, 11-32).

Aparte de representar la buena disposición de Dios para perdonar, el título de “Padre” que se le da en el Nuevo Testamento también significa el amor providencial del Todopoderoso, como lo indica el pasaje de Mateo 10, 29-30: “¿No se venden dos pajarillos por una monedita? Sin embargo, ni uno de ellos cae a tierra sin que el Padre de ustedes lo permita. En cuanto a ustedes mismos, hasta los cabellos de la cabeza él los tiene contados uno por uno.”

Jesús también promete que las oraciones elevadas en el nombre de su Padre serán ciertamente contestadas: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí en la tierra para pedir algo en oración, mi Padre que está en el cielo se lo dará” (18, 19), y llega incluso a asegurarnos que “ustedes tienen un Padre celestial que ya sabe que las necesitan” (6, 32). Queda, pues, en claro que el Señor nos enseñó que su Padre nos ama entrañablemente a nosotros también y quiere que seamos su pueblo especial, hijos suyos según su propio corazón.

“El Padre y Yo somos uno.” Pero no son solo los seguidores de Jesús quienes pueden tener la libertad de llamar Padre a Dios; el mismo Jesús invocó a Dios con ese título. En una ocasión, pronunciando una oración dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que escondiste de los sabios y entendidos” (Lucas 10, 21); luego, como si esa plegaria no hubiera quedado clara, siguió explicando cómo es su íntima relación con el Padre: “Mi Padre me ha entregado todas las cosas. Nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; y nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera darlo a conocer” (10, 22).

Una de las señales más reveladoras de la relación de Jesús con su Padre se manifestó en su bautismo en el Río Jordán y también en la transfiguración en el Monte Tabor. En ambas ocasiones, el Padre mismo anunció que Jesús era su Hijo amado, el elegido (Mateo 3, 17; Marcos 9, 7; Lucas 9, 35).

Los evangelios fueron escritos en griego y más tarde traducidos al latín, aunque Jesús hablaba arameo y hebreo. No sabemos exactamente con qué frecuencia la palabra hebrea Av, “padre” fue traducida al latín patêr, como también lo fue la palabra aramea muy especial Abbá, que significaría “papá”. Sabemos eso sí que el texto de Marcos 14, 36 expresa específicamente la oración que Jesús pronunció en arameo en el Jardín de Getsemaní: “Abbá, Padre, para ti todo es posible: líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.” Usando esta palabra muy especial en un contexto en el cual el Señor se rindió completamente a la voluntad de Dios, Jesús demostró cuán estrechamente unido estaba él a su Padre. Más tarde, retomando esta nueva y atrevida manera de dirigirse a Dios en Romanos 8, 15 y Gálatas 4, 6, San Pablo enseñó que todos los fieles podemos experimentar un nuevo nivel de intimidad con Dios mediante la gracia divina.

La trascendental grandeza de Jesús se expresa probablemente mejor en el Evangelio según San Juan, donde el Señor no solo se aplica reiteradamente a sí mismo el nombre de Dios (“Yo Soy”) que leemos en Éxodo 3, 14 (Juan 8, 24. 27. 57), sino que también cuando responde a un grupo de judíos que le preguntan quién es él en realidad diciéndoles: “El Padre y yo somos uno solo” (Juan 10, 30). No es de extrañar pues que Juan comience su evangelio expresando: “En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios” (Juan 1, 1) y que también Tomás, cuando el Señor le invita a palpar las heridas que le dejaron los clavos y la lanza, humildemente le dice: “¡Mi Señor y mi Dios!” (Juan 20, 28).

Que todos seamos uno. Claramente, Jesús es el Hijo divino de su Padre celestial; es el Hijo del Dios eterno que se ha revelado en toda la Escritura como nuestro Padre, el que toma el lugar de papá del huérfano, que libra a su “primogénito Israel” de la esclavitud en Egipto y que más tarde rescata a sus “hijos e hijas” del exilio en Babilonia.

Dios es un padre tan bueno que permite que Israel sea castigado y disciplinado cuando es necesario, pero que también se compadece de sus hijos, de todos aquellos que le aman de verdad y le guardan un temeroso respeto. El Antiguo Testamento pone énfasis en la proximidad de Dios a su pueblo — “¿Qué nación hay tan grande que tenga los dioses tan cerca de ella, como tenemos nosotros al Señor nuestro Dios cada vez que lo invocamos?” (Deuteronomio 4, 7)— pero ¡cuánto más lo hace el Nuevo Testamento!

Dios, siendo nuestro Padre, corre a encontrarnos cuando volvemos a él arrepentidos de corazón; con amor ha contado todos los cabellos de nuestra cabeza y sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. Además, envió a su Hijo eterno para hacer realidad la obra de la revelación y la redención. Por eso, acatando la voluntad de su Padre, Jesús intercede por nosotros diciendo: “Que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,” (Juan 17, 22-23).

Por todas estas razones y otras, podemos en justicia rezar junto con Jesús: “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.”

El padre José F. Wimmer es profesor adjunto de teología en la Universidad Georgetown, Washington, D.C.

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