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Cuaresma 2012 Edición

El fascinante mundo de la conversión: Qué nos dice hoy la parábola del hijo pródigo

Por José H. Prado Flores

El fascinante mundo de la conversión: Qué nos dice hoy la parábola del hijo pródigo: Por José H. Prado Flores

La parábola llamada “El hijo pródigo” no está destinada a las prostitutas ni los pecadores, sino a los que tienen la acti­tud de “los fariseos y los maestros de la ley”, que criticaban al Señor diciendo: “Este recibe a los pecadores y come con ellos” (Lucas 15,2).

Las palabras de Jesús se dirigen a los que observan la Ley, que se creen no sólo buenos, sino mejores que los demás y hasta con el derecho de juzgarlos y condenarlos.

El Evangelio nos pinta la figura de un padre cuyos hijos se alejaron de su casa. Uno se fue a “un país lejano” mien­tras que el otro se iba todos los días a trabajar en la viña. Ambos precisaban conversión. Para adentrarnos en el fasci­nante mundo de la conversión, primero consideraremos lo que no es la conver­sión, para después internarnos en las fronteras de este deslumbrante misterio.

La casa del padre, pero no el padre de la casa. El hijo mayor, parece que estaba convertido, pues cumplía su santo deber y obedecía las órdenes de su padre. Pero el texto evan­gélico nos refiere que aquella tarde de música y danzas “se acercó a la casa”, mientras que el hijo menor decidió “volver a su padre”. Existe una tremenda diferencia entre ambas actitudes, que nos ayuda a no confundir la esencia de la conversión. No es lo mismo “acer­carse a la casa” que “volver a su padre”. También los siervos y esclavos cumplen órdenes y acatan la voluntad de un amo o patrón.

El hijo mayor se acerca a la casa del padre, pero no al padre de la casa. Además, al día siguiente se volverá a ir. Para él no existe un padre, pues nunca lo llama de esa manera. A pesar de tra­bajar tanto, no se siente con el derecho de comerse un cabrito con sus amigos. Definitivamente, este hijo era quien necesitaba la conversión más difícil de todas, que no es pasar de pecador a justo, sino de justo a hijo.

Por eso, Jesús destina esta bellí­sima parábola a la gente buena que, por transformar la Ley de Dios en un lega­lismo, se enoja y hasta se decepciona por la actitud de Dios. El Maestro está preocupado por todos aquellos que cumplen la Ley, pero que no son felices.

El pan de su padre, pero no todavía el padre del pan. La precaria situación del hijo menor, al lado de los puercos, le hizo recordar la generosa mesa de la casa paterna, donde sobraba el alimento para todos los siervos, en vez de las petrificadas algarrobas que le negaban. Dentro de sí, comenzó a saborear el pan recién salido del horno, que expedía el per­fume del trigo limpio.

Regresar por conveniencia perso­nal no es todavía conversión, porque la decisión está profundamente condicio­nada por las extremas necesidades del hambre. Hay gente que cumple man­damientos y órdenes, pero que vive enojada y privada de la alegría, porque aún no ha encontrado el tesoro escon­dido. Su vida cristiana sólo gira en torno a cumplir leyes y tradiciones.

Otros vuelven a Dios por intereses o carencias. Su Dios se reduce a alguien que resuelve sus problemas y satisface sus necesidades. Los que se sitúan en el centro de su sistema religioso son ellos mismos y Dios gira en su órbita.

¿Qué es lo esencial? Lo esencial no son los intereses por los que regre­san, sino cómo son recibidos. Ambos hijos regresan, pero lo que importa no son las motivaciones de su retorno, sino cómo cada uno es recibido, como más le convenía.

Al hijo menor no lo convirtieron los panes frescos, sino los abrazos y besos de su padre, la túnica, el vestido y el significado de ese anillo, que lo hacía otra vez administrador y heredero. Había perdido la capacidad de volver, pero realizó lo único que podía hacer: regresar hambriento. Lo demás fue obra de Dios. Más bien, fue convertido cuando el padre mandó matar el bece­rro cebado, para darle a entender que tenía la certeza de que regresaría.

Lo que lo convierte es la forma en que fue recibido. Tal vez él esperaba reclamos y que se le cobraran las fac­turas pendientes. Dentro de sí sabía y sentía que no merecía sino ser uno más de los muchos siervos que había en la casa y en la viña de su padre. Tampoco se le manda a bañar, aunque huele a asqueroso cerdo impuro, porque los besos paternos lo limpian y purifican. Fue allí donde conoció el verdadero corazón de su padre.

Dios no se deja influir por los intere­ses que tengamos cuando nos volvemos a Él. El motivo no importa, sino lo que Él puede hacer cuando regresamos. La esencia de la conversión es experimen­tar el amor de Dios; y aun más, saber que nuestra rebeldía y pecado no han impedido que el Señor nos siga amando. De esta forma, nuestro complejo de culpa o hasta la sutil soberbia de per­feccionismo se transforman en: “Le he fallado a Alguien que me ama de ver­dad”, más que “he transgredido las leyes y me van a castigar”.

Cambio de óptica. Estamos lle­gando a la esencia de la conversión: El hijo fugitivo no se fija en sus faltas ni en los castigos que merece por sus múl­tiples pecados; ahora se fija en alguien que lo ama de esa forma. En los brazos de su padre no se atormenta con com­plejos de culpa, sino por haber privado a su padre de su apoyo. Lo esencial no son los errores, sino la persona a la que su ausencia y lejanía le hicieron sufrir.

Por otra parte, el hijo mayor no es llamado a obedecer y cumplir órdenes, porque esto ya lo hacía desde antes. Regresa, pero su enojo y frustración tampoco son impedimento para que su padre lo reciba y acoja. El padre aban­dona la fiesta para salir a buscarlo.

Ante sus reclamos, aparentemente justos, el padre le dice dos cosas: Primero, lo llama “hijito”, no sólo “hijo”, mostrándole así una ternura especial, porque este hijo está necesitado de sen­tirse amado como un pequeño. ¿Será capaz este dardo de amor cariñoso de traspasar la coraza del legalismo?

Segundo, le dice “todo lo mío es tuyo”: Compartimos todas las cosas. Tu dolor es mío, pero también mis alegrías te pertenecen. Por lo tanto, también mi hijo que estaba muerto, es tuyo. O sea, la reconciliación con el padre alcanza necesariamente la reconciliación con el hermano.

Este hijo es recibido de forma dife­rente, porque su situación es distinta. Es su padre quien toca a las puertas de su corazón, llamándolo a la con­versión: “Lo esencial, hijito, no es que cumplas mis mandatos y órdenes, sino que seas feliz. Mi dicha no radica en que me consideres un legislador, sino un papá amoroso, cuya alegría es tu felicidad”.

El padre lo llama a la conversión, primero de siervo obediente a hijo feliz. ¿Por qué el padre no le dio un cabrito a su hijo, que era tan fiel al tra­bajo y no transgredía mandato alguno? De haberlo hecho así, el hijo hubiera supuesto que los dones paternos dependían de sus méritos personales y entonces acentuaría aún más esa acti­tud legalista para atraer la atención de su padre y ganar más presentes.

La plena conversión: Entrar a la fiesta. El hijo mayor no quería entrar a la fiesta, porque no consentía que el amor de su padre fuera tan grande y su perdón tan incondicional. No estaba de acuerdo en no cobrarle al hermano menor lo que despilfarró con prosti­ tutas y gentes de mal vivir. Había que darle un escarmiento, para que apren­ diera la lección. Pero si hace eso, el hijo, sí, cambiaría, pero más motivado por miedo al castigo y no porque se sintiera amado en forma incondicional.

El hijo mayor nos demuestra que la conversión no se reduce a cumplir las órdenes y mandamientos, ni siquiera a acercarse a la casa del padre, sino en vestirse de gala para entrar a la fiesta y compartir la alegría del padre.

El hijo menor nos revela que no basta llorar por los pecados cometidos, sino festejar el haber sido ya perdo­nado, porque allí radica la fuerza para nunca más volver a dejar la casa paterna. Quien ha experimentado esto, cumple aquella atrevida palabra de San Juan: “No puede seguir pecando” (1 Juan 3,9), porque está tan invadido y poseído por el amor de su padre que no tendrá jamás la tentación de privarse de su pre­sencia. La verdadera conversión sólo se da cuando nos dejamos amar por Dios.

En conclusión, cumplir las órdenes de Dios no es condición para convertir­nos, sino consecuencia de haber sido convertidos. Obedecer las leyes no es malo, claro que no; pero podría ser motivo para enojarnos y no entrar en la fiesta. Lo esencial no es el interés de nuestra venida a la casa paterna, sino los “besos sinceros” que purifican todas nuestras motivaciones impuras. Los abrazos, el vestido y el anillo superan nuestras mezquinas ambiciones, pues Dios nos da más de lo que nos motivó a regresar.

Así, lo que importa no es aquello por lo que volvemos, sino lo que Dios hace cuando regresamos. Sin embargo, la plena conversión sólo se da en la fiesta del Padre. No basta regresar ni tampoco trabajar en la viña. El signo de haber encontrado el tesoro escondido es la alegría que produce tal hallazgo. Por esa razón, no sería ociosa la siguiente pre­ gunta: ¿Cuántos católicos brillan con la alegría de haber encontrado el tesoro?

Dios toma la iniciativa, pero respeta nuestra libre decisión de dejarnos amar o no. Él es el protagonista que engorda el becerro, prepara la música y nos da el anillo de hijos herederos. Pero a cada uno le toca decidir si entra a la fiesta o escucha la música desde lejos.

El que no entra a la fiesta vive eno­jado, resentido y culpa a los demás de no ser feliz. Por eso, el grito que debe brotar desde lo profundo es: “Conviérteme, Señor, y me convertiré”, lo cual implica de nuestra parte dejar­nos amar por Dios. •

José H. (Pepe) Prado Flores ha sido un evangelizador laico católico mexicano por más de 30 años y es fundador de las Escuelas de Evangelización San Andrés (www.evangelizacion.net).

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