La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Septiembre 2021 Edición

Yo, el Señor, soy Santo

El Dios santo que se acerca a nosotros

Yo, el Señor, soy Santo: El Dios santo que se acerca a nosotros

Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo.

Lo proclamamos en cada Misa y lo entonamos en muchos de nuestros himnos. Este cántico de alabanza puede resultarnos muy conocido, sin embargo, es posible que no pensemos mucho en él. ¿Qué significa llamar “santo” a Dios? Y, ¿por qué lo cantamos tan a menudo?

El Sanctus (palabra en latín para “santo”) es un himno antiguo que tiene sus orígenes en el culto de nuestros hermanos judíos. Al igual que ellos, nosotros creemos que cuando entonamos este himno, nos unimos a todos los ángeles en el cielo que alaban la santidad y la gloria de nuestro Dios. Pero el Sanctus es todavía más antiguo que el servicio en la sinagoga judía. Viene de una visión que tuvo el profeta Isaías en el siglo VIII a.C.

Mientras rezaba un día en el templo, Isaías vio algo que no esperaba: Dios mismo. En medio del humo del incienso, vio al Señor entronizado en la gloria celestial y rodeado de ángeles que decían: “Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso” (Isaías 6, 3). La alabanza de los ángeles era tan poderosa que sacudió las bases del templo.

Esa visión cambió la vida de Isaías. Allí vio la trascendencia, el poder y la majestad de Dios, y quedó asombrado. Comparado con la santidad de Dios, Isaías se sintió “condenado”. Sabía que era “un hombre de labios impuros” que vivía “en medio de un pueblo de labios impuros” (Isaías 6, 6). Pero este Dios santo también es misericordioso y envió a un serafín a limpiar los pecados de Isaías. La experiencia fue tan conmovedora que cuando Dios preguntó “¿A quién voy a enviar?”, Isaías respondió gustoso “Aquí estoy yo, envíame a mí” (6, 8).

La visión de Isaías revela el gran misterio de un Dios santo que desea tener una relación con los seres humanos, a pesar de que nosotros no seamos santos. Es el misterio de un Dios santo que lava los pecados de su pueblo para que también este sea santo. Y es el misterio de un Dios que desea que su pueblo vaya por el mundo proclamando su santidad a cuantos estén dispuestos a escuchar. Este mes, vamos a explorar esa santidad. Primero, veremos cómo la Escritura define la santidad, luego en el segundo y tercer artículos, leeremos una reflexión del Papa Francisco sobre cómo es la santidad hoy en día.

El Señor es santo. La palabra “santo” viene del término hebreo qadosh, que significa algo apartado o separado de las cosas cotidianas. De manera que cuando decimos que Dios es santo, estamos diciendo que él está separado, que es distinto a nosotros. El Señor está muy por encima de nosotros en su perfección, poder y gloria y merece ser venerado por sobre todo lo demás.

No pensamos muy a menudo en la santidad de Dios y, cuando lo hacemos, puede asustarnos. Es más sencillo pensar en otras personas, como lo santos. Pero la santidad de Dios es infinitamente superior a la del más santo de los santos. Su santidad va mucho más allá de nuestros estándares porque él es el que marca el estándar.

A través de todo el Antiguo Testamento, Dios reveló su santidad. Cuando habló con Moisés desde la zarza ardiente, le ordenó quitarse las sandalias, porque incluso el suelo que pisaba era santo (Éxodo 3, 5). El pueblo de Israel tenía prohibido tocar el monte donde Dios se aparecía debido a su santidad (19, 21). Y cuando Dios se reveló en el Monte Sinaí, su santidad provocó que el rostro de Moisés brillara tanto que este tuvo que usar un velo para no asustar a las personas (34, 29-30).

El amor de Dios es santo, y él solo desea el bien para su pueblo. Su fidelidad es perfecta, él nunca abandonará a su pueblo. Incluso su juicio es perfecto, pues expresa su deseo de perseverar, proteger y sanar a su pueblo. El Señor no soporta nada que degrade o destruya al pueblo que él creó. Y sin embargo, a pesar de lo santo y “apartado” que él es, Dios decidió venir y caminar en medio de los hombres. Jesús, “la imagen visible de Dios, que es invisible”, se hizo uno como nosotros para manifestar la santidad de Dios y mostrarnos el camino para que nosotros mismos fuésemos santos (Colosenses 1, 15).

Jesús es santo. La santidad de Jesús es excepcional. Mientras que, por la presencia de Dios, el monte era un lugar santo y el rostro de Moisés brilló, Jesús es santo en sí mismo. Jesús no refleja simplemente la santidad de Dios, él es santo, es el Santo de Dios.

Muchas personas no reconocieron la santidad de Jesús, pero algunos sí lo hicieron. Juan el Bautista protestó diciendo que Jesús debía bautizarlo a él, porque sabía que él no era digno ni siquiera de desatarle las sandalias, mucho menos bautizarlo (Mateo 3, 13; Juan 1, 26-27). Incluso los espíritus inmundos podían ver su santidad. Aterrorizados por su presencia, se encogían en su presencia y confesaban que él era “el Santo de Dios” (Lucas 4, 33-35).

Jesús manifestó su santidad en todo lo que hizo. Sus milagros y curaciones, sus enseñanzas y actos de misericordia, todos revelaron que él era mucho más excelso que nosotros. En su transfiguración, el resplandor de su majestad dejó a Pedro, Santiago y Juan sin palabras (Marcos 9, 1-9). E incluso, cuando muchos de sus discípulos lo abandonaron, aquellos que permanecieron lo hicieron debido a su santidad: “Nosotros ya hemos creído, y sabemos que tú eres el Santo de Dios”, proclamó Pedro (Juan 6, 69).

Aquellos primeros creyentes que reconocieron la santidad de Jesús también se dieron cuenta de algo más: que ellos eran pecadores. Cuando Pedro presenció la pesca milagrosa de Jesús “se puso de rodillas y le dijo: ‘¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!’” (Lucas 5, 8). Y al igual que había sucedido con Isaías, el pecado de Pedro no lo alejó de Jesús. Al contrario, el Señor lo calmó y lo llamó a dedicarse a “pescar hombres” (5, 10). Al igual que Isaías, Pedro dejó todo por seguir a Cristo.

Jesús mostró su santidad de forma más plena cuando ofreció su vida por nosotros. “Y por causa de ellos me consagro a mí mismo”, dijo la noche antes de morir (Juan 17, 19). Su deseo de santificarnos era tan grande, que no se guardó nada, ni siquiera su propia vida.

Jesús nos hace santos hoy. Desde el tiempo de Moisés hasta la actualidad Dios ha llamado a su pueblo, a todos nosotros, a ser santos. El Señor hizo una alianza con nosotros y nos apartó porque quiere que su Iglesia sea una bendición para el mundo. Así como su presencia hizo que el rostro de Moisés brillara, la presencia de Dios en medio de su pueblo nos confiere una dignidad y una santidad genuinas.

Como respuesta, debemos acoger y aceptar este llamado a ser un pueblo santo. Debemos escuchar a Dios que nos dice: “Sean santos, pues yo, el Señor su Dios, soy santo” (Levítico 19, 2). Podríamos pensar que la santidad es muy difícil de obtener. Y si te parece así, ¡tienes razón! Pero en Cristo Jesús, Dios puede hacernos santos. En realidad, eso es exactamente lo que Jesús vino a hacer a la tierra.

La carta a los hebreos nos dice que la muerte de Jesús en la cruz tiene el poder de lavar nuestros pecados, de limpiar nuestra conciencia y hacernos santos (Hebreos 9, 26; 13, 12; 9, 14). Pero sabemos que esto no sucede automáticamente. A través del Bautismo, fuimos purificados del pecado original y la santidad de Jesús en realidad viene a ser nuestra santidad (1 Corintios 1, 30). Pero depende de que nosotros actuemos con fe mientras nos esforzamos en vivir una vida santa.

Santificado por el Espíritu. Jesús sabe lo difícil que puede resultar este llamado a la santidad. El pecado es atractivo y engañador. Esa es la razón por la cual envió al Espíritu Santo a habitar en nuestro corazón. A través del Espíritu, podemos encontrar el poder para rechazar el pecado y aceptar a Dios. A través del Espíritu, podemos escuchar la voz de Dios y sentir su presencia. Lo que es mejor, a través del Espíritu podemos saber en lo profundo del corazón que somos hijos e hijas de Dios. Solo piensa en esto: ¡Tú puedes tener una relación más cercana con Dios que la que tuvieron Moisés e Isaías! Tú eres hijo suyo. Su santidad y su amor moran en ti. Eso significa que siempre puedes beber del manantial de su gracia.

Los primeros cristianos nos enseñan cómo podemos cooperar con el Espíritu y crecer en santidad. Ellos sabían que no eran perfectos. Al igual que nosotros, tenían sus defectos y debilidades. Pero eran hombres y mujeres transformados. El Espíritu Santo les dio una nueva identidad y una nueva capacidad para la santidad. Y así, día tras día se ocuparon de ser cada vez más y más “un sacerdocio al servicio del rey, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2, 9). ¿Y cómo hicieron esto? Comprometiéndose a ser fieles “en conservar la enseñanza de los apóstoles, en compartir lo que tenían, en reunirse para partir el pan y en la oración” (Hechos 2, 42).

Incluso en el siglo XXI, nuestro camino sigue siendo el mismo. Llegaremos a ser santos si dedicamos tiempo a meditar en la palabra de Dios, encontrarnos con Jesús en la Eucaristía, buscar la presencia de Dios en la oración y “compartir” lo que tenemos amándonos unos a otros desde lo profundo del corazón. En los siguientes dos artículos, leeremos las palabras del Papa Francisco sobre cómo podemos nosotros vivir esta aventura espiritual en la actualidad.

Nunca olvidemos que somos un pueblo santo que está unido a un Dios santo. Nunca olvidemos que nuestro destino es unirnos a los ángeles y santos en el cielo y entonar con ellos el eterno himno de alabanza: “¡Santo, santo, santo es el Señor!” (Apocalipsis 4, 8)

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