Y tú…¿me amas?
¿Por qué nos pregunta esto el Señor?
La Escritura dice que Jesús se reveló no sólo a personas como María Magdalena y los discípulos de Emaús, que permanecían solos y encerrados en su tristeza, sino que también se les apareció a los once apóstoles que estaban reunidos, luego a unos cuantos apóstoles que venían en un bote pesquero y posteriormente a más de quinientos seguidores de una sola vez (1 Corintios 15, 6).
Sin duda éstas fueron ocasiones de gran alegría y felicidad, una combinación de reencuentro familiar y revelación milagrosa del poder y la redención de Dios.
Pero en medio de acontecimientos tan gozosos como éstos, el Señor seguía buscando a los confundidos y los desanimados. Por ejemplo, invitó a Tomás a palpar las heridas de su crucifixión y le instó a creer (Juan 20, 27); y a la orilla del Mar de Galilea le preguntó tres veces a Pedro “¿Me amas?”, como para ayudarle a superar la culpa de haberle negado tres veces. Nuevamente, estos encuentros personales tienen mucho que enseñarnos acerca de cómo podemos encontrarnos con Jesús en esta temporada de gozo pascual.
Estos dos relatos nos muestran cuánto amaba Jesús a sus discípulos, tal vez no tanto en forma colectiva, como grupo, sino a cada uno de ellos personalmente, y nos hacen ver que el amor de Cristo tiene el poder de derribar cualquier barrera que haya en nuestra vida y atraernos a su lado.
El amor disipa la duda. Para Tomás, la dificultad era la duda y su negativa a creer. Como no había estado con los discípulos cuando Jesús se les apareció por primera vez, todo lo que Tomás tenía era la palabra de ellos de que el Señor había resucitado, pero eso no le bastaba. Tenía que ver a Jesús con sus propios ojos, y no sólo eso; tenía que palpar sus heridas.
A Jesús no le molestó la incredulidad de Tomás. Lo amaba lo suficiente como para acceder a su petición; lo amaba lo suficiente como para permitirle que lo tocara y viera por sí mismo, para que este discípulo escéptico encontrara nuevamente la fe. Y aquel amor, aquel deseo de tenderle la mano de este modo personal, derritió el corazón de Tomás y le movió a exclamar en un arrebato de gozo: “¡Mi Señor y mi Dios!” (Juan 20, 28).
Tomás claramente amaba al Señor. Lo había seguido desde Galilea hasta Jerusalén, y durante todo el ministerio público de Jesús se mantuvo a su lado, tanto en las ocasiones alegres como en las difíciles. Incluso dijo estar dispuesto a morir con él (Juan 11, 16). Cuando vio al Señor resucitado, vio que Jesús no era sólo el Señor y Dios: era su Señor y su Dios. El hecho de ver a Jesús y escuchar su humilde invitación a palpar sus heridas despertaron en Tomás un amor extraordinario, que le hizo confesar su fe estremeciéndose y con un grito de admiración y fidelidad.
Del mismo modo, aunque usted tenga preguntas y dudas, Jesús sabe que usted le ama. De hecho, ve su amor más claramente que usted mismo y sabe que anhela estar en su presencia; sabe cuánto quiere estar a su lado y formar parte de su familia, y le dice que este amor que hay en su corazón tiene el poder de superar múltiples pecados. Todo que lo que le pide es que usted trate de fijar su mirada en él y así encontrará que en su corazón brota el amor como un manantial, un amor que es tan fuerte como para sanarlo, comunicarle fuerza y llevarlo al mundo como testigo de su amor.
El amor es más fuerte que la culpa. Se ve también que el Señor suscitó el mismo tipo de amor en Pedro cuando le habló a la orilla del lago (Juan 21, 15-19). Tres veces le preguntó: “¿Me amas?”, una por cada ocasión en que el apóstol lo había negado. Y a cada pregunta, Pedro contestó: “Sí, Señor; yo te amo.” El Señor no le preguntó por qué lo había abandonado, ni lo reprendió por la debilidad de su fe, aunque era el jefe de los apóstoles. No inició una conversación sobre los errores cometidos por Pedro y cómo podía evitarlos en el futuro. Todo lo que hizo fue encomendarle la misión de “cuidar a sus ovejas”. Todo lo que le dijo fue que ¡se pusiera a trabajar! Todo quedó perdonado, como si nada hubiera sucedido en realidad.
Esta es la clase de amor que el Señor quiere que todos experimentemos, especialmente cuando nos parece que le hemos fallado. Por supuesto, estos encuentros pueden suceder en cualquier momento, pero adquieren una importancia especial cuando celebramos el Sacramento de la Confesión. Cuando reconocemos nuestros pecados, encontramos un gran alivio sabiendo que Jesús nunca nos echa en cara las fallas o maldades que hayamos cometido; nunca nos condena por nuestras faltas pasadas. En lugar de eso, se preocupa de hacerse cargo de las necesidades, los temores, las dudas y las debilidades que todos tenemos. Y luego, simplemente y suavemente, borra nuestros pecados, de modo que sigamos avanzando por el camino que él nos ha mostrado.
El Señor quiere que todos tengamos presente aquello que le dijo a Pedro: que no debemos sentirnos fracasados. En cosas grandes y pequeñas, todos podemos fallarle al Señor en algún momento; todos podemos apartarnos de él y, si lo hiciéramos, todos nos sentiríamos llenos de remordimiento. Pero Jesús no quiere que nos quedemos atrapados en las cuerdas de nuestras propias culpas ni agobiados por las faltas cometidas. Por el contrario, quiere lavarnos, purificarnos y colmarnos de su amor, para que nos sintamos llenos de confianza y así podamos salir al mundo y trabajar en la construcción de su Reino.
El amor es la última palabra. Viendo cuánto los amaba el Señor, Tomás y Pedro sintieron que su fe se fortalecía, pero al mismo tiempo sucedió otra cosa: tuvieron la ocasión de expresarle al Señor cuánto lo amaban ellos. El Señor no obligó a Tomás a creer en él ni le forzó a exclamar: “Mi Señor y mi Dios.” Todo lo que le dijo fue: “Toca mis llagas.” Tampoco trató de convencer a Pedro de que realmente lo quería. Todo lo que le preguntó fue: “¿Me amas?” Por supuesto que Jesús sabía la respuesta. ¡Sólo quería que Pedro lo reconociera también! Claro que Pedro trataba de seguir a su Maestro, y quería complacerle y servirle. Tal vez dejó que el miedo lo dominara cuando arrestaron al Señor, pero eso por sí solo no podía borrar todo el amor a Jesús que había en el corazón de Pedro.
En estos emotivos y significativos encuentros, el Señor les demostró, a Tomás y a Pedro, que el amor es más fuerte que el pecado, tanto el amor de Jesús a ellos como el amor de ellos a Jesús. Estos dos apóstoles aprendieron que el pecado nunca tiene la última palabra: el amor de Jesús es el que la tiene. ¡El amor nunca falla!
El amor eleva nuestra mirada. Algunos comentaristas piensan que cuando Pedro se fue a pescar, lo que hacía era volver a su vida antigua, la que tenía antes de conocer al Señor. Dicen que Pedro se había decepcionado y que había decidido que “no tenía madera” para ser “pescador de hombres” y que todo lo que sabía hacer era su oficio de pescador. Pero hay otros que aconsejan no darle demasiada importancia a esta escena. Pedro era pescador, dicen ellos, y tenía que proveer para sí mismo y para su familia.
Con todo, sea como sea que interpretemos el principio de este episodio, su conclusión está clara: Jesús buscó a Pedro y le reafirmó su vocación de ser el pastor del rebaño. El Señor dejó bien en claro que Pedro no estaba descalificado para ser apóstol; al contrario, tuvo confianza suficiente en Pedro para confiarle la misión de alimentar a sus ovejas, al punto de que daría su vida por la Iglesia (Juan 21, 18-19). Es cierto que por su culpa y vergüenza por haber negado al Señor, Pedro trató de marginarse, pero Jesús no le dejó quedarse allí, fuera de su plan.
Lo mismo sucedió con Tomás; Jesús lo recibió nuevamente con los brazos abiertos. No le reprochó nada ni le retiró su vocación; más bien lo trató exactamente igual como a los demás apóstoles, invitándole a entrar en una fe más profunda y haciéndole reconocer que más tarde muchos otros llegarían a creer en Cristo, no por haberlo visto, sino por el propio testimonio de Tomás como apóstol y evangelista (Juan 20, 29).
Es asombroso cómo la duda y el sentido de culpa nos hacen bajar nuestras expectativas y mirar más bien hacia dentro de uno mismo. Las fallas del pasado, junto con nuestras debilidades, pueden llevarnos a prestar más atención a los pequeños obstáculos que nos hacen tropezar y no fijarnos en cuánto necesita el mundo oír las buenas noticias que nosotros podemos compartir.
Fijarse mucho en uno mismo también puede llevarnos a darle demasiada importancia al afán de perfección personal. Al parecer, Jesús le dijo a Pedro que saliera y fuera a servir: dar de comer a sus ovejas. Lo mismo se aplica a nosotros. Sí, hay que tratar de ser santos como nuestro Padre celestial es santo; hay que tratar de dejar de pecar. Pero no permitas que tus defectos personales te impidan servir en tu familia, tu parroquia y a los necesitados.
La sorpresa de la Pascua. La sorpresa de la Pascua es que Jesús no espera a que seamos dignos ni perfectos por nuestros propios medios. Él mismo viene de prisa a nuestro lado y nos prodiga su amor. La sorpresa es que el Señor nunca se cansa de venir a nosotros, de curarnos y de mostrarnos su amor y su santidad. Día tras día, semana tras semana, año tras año, Jesús nunca deja de sacarnos de los márgenes y de las sombras en las que a veces queremos ocultarnos, para que caminemos bajo su luz cada día más plenamente. ¡Quiera el Señor que nunca nos cansemos de buscar su revelación ni de caminar a su lado!
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