La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Febrero 2012 Edición

Vivan en la luz

El poder infinito de Dios nos muestra el camino

Vivan en la luz: El poder infinito de Dios nos muestra el camino

La gente siempre ha hecho lo imposible para ir en busca de un tesoro, por ejemplo, el hombre de la parábola de Jesús, que vendió todo lo que tenía para comprar una perla finí­sima y sumamente valiosa; o aquellas películas en que el joven renuncia a todo lo que tiene para ganar a la mujer de sus sueños, o incluso el atleta que practica y se disciplina sin cesar para lle­gar a la meta y ganar la medalla de oro.

Pero ¿qué sucede una vez que has ganado el tesoro o el primer premio? Lo guardas cerca de tu corazón, lo dis­frutas, lo exhibes y a menudo revives en tu mente todo lo que tuviste que hacer para ganarlo, sin dejar pasar nin­guna oportunidad para hablar de él. Como lo dijo Jesús, dejas brillar tu luz (Mateo 5,16).

Esto es precisamente lo que hizo San Pablo, como les dijo a los creyen­tes de Corinto: “Pero esta riqueza la tenemos en nuestro cuerpo, que es como una olla de barro” (2 Corintios 4,7). Había encontrado su tesoro — Jesucristo mismo— y lo guardaba cerca de su corazón, quería hablar de Él sin cesar y lo exhibía a todos los que quisieran escuchar. Así pues, veamos cómo describe Pablo este tesoro a los corintios y cómo lo exhi­bía durante los altibajos y sinsabores de su apostolado.

Transformado por la luz. Pablo encontró su tesoro en el camino de Damasco, cuando Jesús se le apareció y lo llamó a su servicio (Hechos 9). Describiendo ese encuentro a los corintios, Pablo escribió: “Porque el mismo Dios que mandó que la luz brotara de la oscuridad, es el que ha hecho brotar su luz en nuestro cora­zón, para que podamos iluminar a otros, dándoles a conocer la gloria de Dios que brilla en la cara de Jesucristo” (2 Corintios 4,6).

Para el apóstol, era como una luz que resplandecía en la oscuridad de su corazón; era una luz que le mos­traba que Jesús era realmente el Mesías y que había muerto en la cruz para salvarnos de nuestros pecados; era la revelación de que Jesús había prometido dar la vida eterna a todos los que creyeran y obedecieran sus enseñanzas.

De modo que cuando Pablo escu­chó que había unos “falsos apóstoles” que enseñaban un evangelio falso y que trataban de separar a los corintios de Jesús, se quedó muy preocupado y molesto, al punto de que les advirtió a estos falsos maestros que “el dios de este mundo” los había enceguecido al punto de que no podían ver la gloria de Dios en Cristo (2 Corintios 4,4). Luego instó a los corintios mismos a que “se reconciliaran con Dios”, para que no perdieran de vista el magnífico tesoro de la salvación en Cristo (5,20).

Vivan en la luz. Si San Pablo estu­viera entre nosotros hoy, sin duda nos diría lo mismo: Vivan en la luz, trabajen en la luz, rechacen todo pen­samiento y acción que conduzca a la oscuridad. Nos recordaría que el Bautismo nos ha hecho “hijos de la luz”, pero necesitamos dejar que esa luz brille continuamente en nuestro corazón (1 Tesalonicenses 5,5-6).

Queridos hermanos, no hay un terreno intermedio: llevamos una enorme riqueza en el corazón, pero también tenemos poderosos ene­migos: el pecado y el maligno, que están siempre tratando de atacar­nos y llevarnos a la oscuridad (Lucas 11,21-22). Por eso nos enseñaba San Pablo: “Los que viven según las incli­naciones de la naturaleza débil, solo se preocupan por seguirlas; pero los que viven conforme al Espíritu, se preocupan por las cosas del Espíritu. Y preocuparse por seguir las inclina­ciones de la naturaleza débil lleva a la muerte; pero preocuparse por las cosas del Espíritu lleva a la vida y a la paz” (Romanos 8,5-6). Si queremos vivir en la luz de Cristo, tenemos que dejarnos guiar por el Espíritu Santo; Él es nuestro tesoro, él es nuestro Consejero, nuestro Consolador y nuestro amigo más leal.

Hagamos lo posible, pues, con todas nuestras fuerzas, de vivir en Cristo, sin ocultarle nada. Démosle a este tesoro la importancia que merece, y si caemos, regresemos de inmediato al Señor mediante el Sacramento de la Reconciliación. Esta es la esen­cia misma del mensaje de Pablo a los corintios y lo es también para nosotros.

El poder que todo lo supera. Naturalmente, una cosa es esforzarse por vivir en la luz, pero no somos más que humanos, meras vasijas de barro. Por eso necesitamos el poder de Dios, el tesoro que llevamos dentro, para que nos ayude y nos inspire a caminar en la luz. Sí, tenemos que tratar por todos los medios de caminar en la luz, pero al mismo tiempo, necesitamos pedir y recibir la gracia del Espíritu Santo, porque de otra manera la oscu­ridad puede llegar a dominarnos.

Para vivir la fe no solo hay que esforzarse humanamente y tener bue­nas intenciones. También se requiere el poder de Dios. De hecho, Pablo les dijo a los corintios que este poder, que supera todo lo que existe, era la razón por la cual él podía permanecer fiel a su llamada, a pesar de las graves tribulaciones e increíbles sufrimientos que había tenido.

En ciertas ocasiones bien pudo haberse sentido sumamente presionado, pero por el hecho de que llevaba a Cristo en su interior, nunca se sentía acorralado. Tal vez había pasado por situaciones en las que él y sus compañeros se quedaban “preocupados”, pero por la gracia del Espíritu Santo, nunca habían caído en la desesperación. Incluso fue “perseguido” muchas veces, pero sabía que en Cristo nunca había sido “abandonado”, y hasta hubo ocasiones en las que fue “derribado”, tanto física como emocionalmente, pero por haberse mantenido unido al Señor, sabía que nunca había sido “destruido” (2 Corintios 4,8­9). Estos cuatro contrastes dejan bien en claro que todos los que decidimos seguir al Señor tendremos que pasar tribulaciones, pero también demuestran que el “insuperable poder” de Cristo en nosotros —el tesoro que llevamos en el corazón— estará allí siempre disponible para sostenernos y ayudarnos a seguir adelante sin perder la esperanza.

¿La voz de quien? En realidad a Pablo no le habría costado nada darse por vencido y seguramente hubo ocasiones en las que tal vez pensó: “¿Para qué llevo esta clase de vida? ¿Por qué atribularme tanto por esta gente que ahora se vuelve con­tra mí?” Pero el apóstol no podía renunciar. El amor de Cristo lo seguía apremiando y sabía que “uno murió por todos y, por consiguiente, todos han muerto. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para él, que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5,14-15). Y esa buena noticia lo mantuvo bien enfocado en el propósito de proseguir la carrera hasta llegar a la meta y mantener la fe hasta el final (2 Timoteo 4,7). ¿Era esta una afirmación de determina­ción personal? ¡Por supuesto! Pero también era una declaración de fe profunda en el poder, el amor y la gracia de Dios.

Cuando nos sintamos tristes, ago­biados o solitarios, debemos recordar que Dios nunca nos abandonará. Su poder, que sobrepasa todo otro poder, se encuentra constantemente en acción en nuestra vida. Su poder es la prueba de que Dios nos ama, que sabe lo que nos sucede, y que también sufre con nosotros. El Señor nunca permitirá que seamos aplas­tados, abandonados ni destruidos. Solo hace falta recordar la promesa de Jesús: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20).

Todos sabemos lo que es la tenta­ción y no ignoramos lo que significa sentirse inclinados a hacer algo que sabemos que no es del todo bueno ni correcto. Bien, así como la tenta­ción puede apoderarse de nuestra mente y llevarnos por el camino de la perdición, el Espíritu Santo actúa de un modo parecido pero en sen­tido contrario y con un resultado mucho mejor. El Defensor nos mueve a actuar con bondad hacia los demás, nos ayuda a rechazar la tentación y nos infunde el deseo de hacer un alto en las ocupaciones diarias para orar pidiendo sabiduría y paz.

Aprecia el tesoro. Cada día el Espíritu Santo nos anima hablán­donos al corazón con palabras de esperanza, consuelo, aliento y orien­tación. A menudo, el único problema es que estamos demasiado ocupados para escuchar, o nos sentimos dema­siado abrumados por las exigencias de la vida, o bien confiamos demasiado en nuestra propia capacidad humana.

Esta es la razón por la cual tene­mos que aprender a hacer un alto durante el día y escuchar la voz del Espíritu. Si lo hacemos, percibiremos cosas grandes y maravillosas. Incluso a veces no sabremos bien si solo nos estamos imaginando lo que nos parece percibir, y quizá pensaremos que somos afortunados, o si algo bueno nos sucede que tal vez será solo una coincidencia y no el resul­tado de haber elevado una oración. Pero recuerda lo que Pedro le dijo a Jesús: “Tú eres el Mesías” y Jesús le aseguró que eso no le venía de su propia mente, sino de Dios (Mateo 16,16-17). Si Pedro, mucho antes de ser santo, pudo recibir palabras venidas del cielo, ¿por qué no pode­mos recibirlas nosotros también? Después de todo, el poder que lleva­mos en nuestro interior es el mismo que actuaba en el Apóstol San Pedro.

Así pues, hagámonos el propósito de buscar a Dios en distintas horas del día. Aprendamos a discernir los pensamientos que nos llegan cuando hacemos oración en presencia del Señor. Cristo quiere que vivamos en su luz gloriosa, y para eso nos ha dado un tesoro muy valioso y maravilloso, precisamente para ayudarnos a alcan­zar ese propósito.

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