¿Ves tú lo que Dios ve?
Dijo la brisa nocturna al corderito...
Así comienza el villancico de Navidad titulado Do you hear what I hear (¿Oyes tú lo que yo oigo?), muy conocido en países de habla inglesa.
Cuando escuchamos este villancico cada mes de diciembre, generalmente se nos ocurre que se trata de oír, ver y saber lo que pasó aquella gloriosa noche en que nació el Niño Jesús. Pero no fue esa la intención principal de la pareja que compuso la canción.
Noel Regney y su esposa, Gloria, compusieron este villancico en octubre de 1962, en medio de la crisis de los misiles en Cuba. Noel iba caminando por una calle en la ciudad de Nueva York pensando en el nuevo villancico que le habían encargado componer. Con la Unión Soviética y los Estados Unidos al borde de una guerra nuclear, todos los transeúntes se veían preocupados y nerviosos. Pero entonces, Noel vio que dos mamás iban paseando a sus bebés en cochecitos y luego recordó haber pensado: “Los angelitos se miraban el uno al otro y sonreían…De repente, algo extraordinario pasó, me sentí alegre y feliz.”
Noel vio que los pequeñitos le recordaban a los corderitos, y ellos fueron la inspiración para el nuevo villancico. Así fue como, usando las imágenes navideñas de un corderito, un pastorcillo y un rey poderoso, él y su esposa pusieron música y vida a la súplica de paz, que vino en medio de la crisis de los misiles en Cuba, y la situaron en la escena del pesebre de Belén.
Gloria y Noel tenían razón. El tema de su composición —ver, oír y saber algo nuevo— puede ser una ayuda perfecta para encontrar la paz en esta temporada de Adviento. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Pensemos que hay tres personas diferentes que nos preguntan: “¿Ves tú lo que yo veo?” Esas tres personas son Dios Padre, la Virgen María y el Espíritu Santo. ¿Qué fue lo que Dios vio cuando miró a su pueblo que estaba hundido en el pecado? ¿Qué fue lo que María vio cuando contempló a su hijito recién nacido? ¿Y qué ve el Espíritu Santo hoy, tanto en el corazón de los fieles como en el mundo que nos rodea? Mientras reflexionamos en esto, pidámosle al Señor que nos “ilumine la mente” (Efesios 1, 18) con una nueva luz, para que nos llenemos de su alegría y su paz.
Con los ojos de nuestro Padre. Cuándo Dios nos pregunta “¿Ves tú lo que yo veo?”, nos pide que procuremos observar el mundo con sus ojos de amor y piedad. Cuando él mira el mundo, ve una hermosa creación, que para él sigue siendo “muy buena” (Génesis 1, 31). El Padre disfruta contemplando el amanecer y escuchando el canto del oleaje en los océanos; se deleita admirando el colorido de las flores del campo y escuchando el trinar de las aves del cielo. Incluso paisajes que nos parecen tan inhóspitos, como la tundra congelada del Ártico o las arenas ardientes del Sahara, para él son fuente de un regocijo indescriptible.
Pero no hay nada que le inspire mayor gozo y satisfacción al Padre que nosotros mismos, sus hijos. Como Padre amantísimo que es, se regocija en extremo cuando ve que nos tratamos bien unos a otros y trabajamos para construir un mundo mejor. Cuando ve cada uno de nuestros éxitos personales, los celebra y se enorgullece de nuestras nuevas conquistas. Él ve lo bueno que llevamos dentro, aunque nosotros mismos no lo veamos. Y cuando sufrimos por heridas o males, lo que más quiere hacer es consolarnos y ayudarnos a ponernos de pie una vez más.
¿Qué más ve el Padre? También ve todo el dolor y la violencia que azotan el mundo, y llora por eso. Las guerras que matan a miles de personas y desplazan a millones son una gran angustia para su corazón, y se llena de congoja cuando ve a cada persona solitaria, que vive en la pobreza, que pasa hambre o que padece alguna enfermedad dolorosa. Incluso percibe todas las pequeñas ofensas y heridas que cada cual experimenta en la vida. El Padre ve todo esto; lo percibe claramente y anhela tender la mano, a través de su amada Iglesia, a todos los que sufren.
Una estrategia inesperada. Es cierto que Dios disfruta de todo el bien que ve, pero también sufre por el mal, el dolor y la soledad que observa. Precisamente, el hecho de ver que sus hijos se debatían bajo el peso del pecado y de todos sus efectos fue lo que le movió a enviar a su Hijo unigénito al mundo.
Pero al parecer Dios siguió una estrategia inesperada en la realización de su plan. Bien pudo él haber enviado a su Hijo para que naciera en una familia pudiente, o en la del sumo sacerdote de Israel y su esposa. ¡Esto parecería una buena idea! Así habría podido conseguir la atención de la gente más influyente de Israel, aquellos que pudieran difundir la noticia de un modo mucho más eficiente que cualquier ciudadano corriente.
Esta estrategia sin duda nos parecería muy acertada a nosotros, pero no tenía cabida en los designios de Dios. El Padre decidió más bien enviar a su Hijo a una familia pobre de Nazaret, y no a una familia aristocrática de Jerusalén, y en lugar de un colchón de seda en una cama mullida, decidió poner heno en un comedero de animales. Además, en vez de cortesanos y criados que lo atendieran, llamó a humildes pastores y animales de ganado. Entonces, nos dijo: “Miren al niño en el pesebre. ¿Ven ustedes lo que yo veo? Quise que mi Hijo naciera en la pobreza de un pesebre para demostrar que estoy conectado con todos ustedes, sean ricos o pobres, sanos o enfermos, fuertes o débiles, porque los amo con amor eterno, y quiero que todos ustedes imiten la humildad de esta Sagrada Familia.”
Todos somos dignos. Al principio de su ministerio público, Jesús nos dijo exactamente lo mismo que había dicho su Padre: Que había venido a traer alivio a los pobres, libertad a los presos, vista a los ciegos y consuelo a los oprimidos (Lucas 4, 18).
Los presos no son sólo aquellos que están tras las rejas de una cárcel, porque los razonamientos egoístas y prepotentes, como los celos y los resentimientos, también nos encarcelan. Los ciegos no son sólo aquellos que han perdido la vista física, porque cualquiera de nosotros puede ser ciego frente al amor de Dios o a las necesidades de nuestros prójimos. Y los pobres no son siempre los que carecen de recursos monetarios, porque muchos hay que sufren heridas emocionales, que se sienten abandonados o espiritualmente áridos; es decir, carecen de los recursos necesarios para llevar una vida plena y sana. Jesús nos ve a todos, y se conduele de nuestros padecimientos. ¡Por eso quiso venir a salvarnos!
Aquellos que se consideran “ricos” en sí mismos, atribuyen más valor a sus propios razonamientos que a la voluntad de Dios; atesoran sus prioridades más que las prioridades de Dios y no se consideran humildes ni necesitados del Señor. Pero lo más grave es que tienden a ser inconscientes de las necesidades de aquellos que son realmente humildes. Es como si en la posada de su corazón “no hubiera lugar” para Jesús.
Pero Dios tiene un lugar especial en su corazón para cuantos se saben humildes y necesitados; tiene un lugar especial para quienes son realmente pobres y se debaten en las periferias. Y tiene una preocupación especial por aquellos que son económicamente pobres y los que se sienten emocionalmente o espiritualmente pobres. Así que no te descalifiques, hermano, si apenas puedes ver los aspectos de tu vida que te parecen sumidos en alguna especie de “pobreza”. Dios te ve y te conoce, incluso ve todos los atributos buenos y positivos que tú tienes y que le agradan, y también cada herida y pecado tuyo que le entristecen. El Señor está siempre cerca de ti; te conoce y siente cariño por ti. El Padre nunca te rechazará ni te despreciará. Por eso, si te parece que eres indigno de su amor, recuerda que no lo eres, pues él nos ama a todos con amor y misericordia.
Dios nos dice: “¿Ves tú lo que yo veo? Toda persona es digna. Yo enaltecí tanto a los humildes pastores como a los poderosos reyes magos, y eso es exactamente lo que también hizo mi Hijo Jesús. Enalteció a la gente humilde, como la pecadora pública y los recaudadores de impuestos, y también a la gente influyente, como Jairo, el jefe de la sinagoga, o Juana, la esposa de Chuza, mayordomo de Herodes.”
Una visión provechosa. Cuando los pastores escucharon que los ángeles anunciaban la buena noticia del nacimiento de Cristo, inmediatamente dejaron sus ovejas y fueron corriendo a Belén. Cuando llegaron a donde estaba la Sagrada Familia, todo lo que vieron fue un pequeño bebé recostado en el pesebre. Externamente, no parecía tener nada especial ni diferente de otros recién nacidos. Pero el esfuerzo de los pastores fue recompensado, porque se les abrieron los ojos espirituales y pudieron ver que en este Bebé se cumplían el amor de Dios y su promesa de salvación.
El Evangelio nos dice que los pastores respondieron con alegres alabanzas, con expresiones de asombro y con el ansia de contar a otros lo que habían visto (Lucas 2, 17-20). Así fue porque Dios les permitió ver el mundo con sus propios ojos, y ellos pudieron mirar el mundo con el mismo sentido de amor, esperanza y compasión con que Dios lo ve.
El Señor quiere agraciarnos del mismo modo, para que también podamos entender mejor su visión y su voluntad. En esta temporada de preparativos navideños, a veces nos encontramos tan atareados que apenas tenemos tiempo para sentarnos a pensar y mucho menos para hablar con el Señor. Pero el esfuerzo bien vale la recompensa. Si podemos dedicar apenas un momento cada día para dedicarlo al Señor, seremos bendecidos y comenzaremos a ver lo que Dios ve. Y esa visión cambiará nuestros razonamientos cuando celebremos la Natividad del Señor.
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