La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Diciembre 2013 Edición

Ven, acércate al Padre

La Navidad no se refiere solamente a Jesucristo

Ven, acércate al Padre: La Navidad no se refiere solamente a Jesucristo

Un sociólogo llamado Carlos Cooley desarrolló en 1902 la teoría “del espejo del yo.” Según Cooley, las personas adquieren su propia imagen psicológica de acuerdo a cómo los demás reaccionan ante sus acciones, de modo que el espejo viene a ser la sociedad en la que uno se desenvuelve.

En otras palabras: “Yo no soy lo que creo ser; tampoco soy lo que tú piensas que soy. Yo soy lo que yo creo que tú piensas que soy.”

Sea o no acertada la teoría de Cooley, en realidad nos ofrece una buena manera de entender a nuestro Padre celestial y el efecto que su amor tiene en la vida de los hombres. Aunque durante el Adviento pensemos principalmente en el Niño Jesús, esta es también una de las mejores épocas para meditar en la persona del Padre todopoderoso, porque, en realidad, él fue quien envió a su Hijo al mundo y él es a quien veremos finalmente cuando Jesús venga por segunda vez y nos dé la bienvenida al cielo. Dicho esto, tomaremos la teoría del Dr. Cooley desde un ángulo espiritual: Si somos aquello que creemos que Dios piensa de nosotros, entonces es valioso saber qué es lo que realmente nuestro Padre piensa que somos.

Imágenes imperfectas. Comenzaremos por examinar los diversos conceptos que podemos tener de Dios, para luego comparar esos conceptos con lo que Jesús nos dice que es nuestro Padre.

Algunos creen que Dios es un ser distante, indiferente, que todo lo mira solamente a través del cristal de una lógica fría y racional. Para ellos, es muy difícil establecer una relación personal y significativa con un Dios tan lejano e impersonal, porque en realidad es casi imposible compartir los sentimientos buenos y malos con un ser que no demuestre ni amor ni bondad ni compasión.

Unos creen que Dios no es más que un reflejo del padre humano que hayan tenido. Claro, esto sería bueno si nuestro padre humano fuera justo, cariñoso, bondadoso y sabio. Pero si el padre que tuvimos nos ha decepcionado o causado daño, sería más difícil confiar en Dios o creer que se preocupa de nuestro bien. Y aunque nuestro padre humano sea o haya sido una persona buena y recta, siempre tendría sus defectos y limitaciones, y eso no nos dejaría confiar plenamente en Dios.

Algunos piensan que Dios es un juez justiciero y sumamente estricto, que cada día está deseoso de castigarnos cuando dejamos de cumplir alguna de sus órdenes, y a quien no le interesa enseñarnos los valores espirituales ni utilizar los pecados y errores que cometamos para enseñarnos y formar mejor nuestro carácter, sino más bien hacernos sentir culpables y tener una mala imagen propia. Pero, ¡a quién le gustaría tener un Dios que no haga más que agobiarle con el peso de sus culpas! Lo que realmente necesitamos es una vía para librarnos del pecado y el remordimiento.

Estos conceptos erróneos acerca de Dios graban en nuestra conciencia imágenes negativas de nosotros mismos, que nos hacen sentirnos culpables o avergonzados, y llegamos a pensar que somos personas fracasadas e incapaces de comportarse debidamente.

Comparemos ahora estas ideas acerca de Dios con lo que nos enseña el Papa Emérito Benedicto XVI: “Dios no es un soberano inexorable que condena al culpable, sino un padre amoroso, al que debemos amar no por miedo a un castigo, sino por su bondad dispuesta a perdonar” (Audiencia general, 19 de octubre de 2005).

Luego tenemos las palabras del propio Jesús, que nos hablan de que Dios perdona y recibe al pecador (Lucas 15, 11-32); que Dios es un Padre que está tan íntimamente involucrado en la vida de sus hijos que incluso les ha contado todos los cabellos de la cabeza (12, 5-7), y que el Padre recompensa incluso las buenas acciones y los actos de generosidad más secretos que hayamos hecho (Mateo 6, 1-4).

La verdad es que nuestro Padre celestial nos ama con amor eterno y nos guarda a todos y cada uno de nosotros. Como lo dijo una vez san Agustín: “Dios ama a cada uno de sus hijos como si ese hijo fuera el único que existiera.”

¡Abba, Padre! En el huerto de Getsemaní, Jesús le pidió a su Padre que no le hiciera beber el cáliz de la muerte que le esperaba. Allí, en su hora de mayor angustia y padecimiento, oró diciendo: “Padre, tú lo puedes todo: aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Marcos 14, 36). La palabra original para “padre” en arameo es “abbá”, que significa “papá” o “papito.”

Sobre esta expresión, el Beato Papa Juan Pablo II comentó lo siguiente: “La palabra ‘abbá’ forma parte del lenguaje de la familia y testimonia esa particular comunión de personas que existe entre el padre y el hijo engendrado por él… Cuando, para hablar de Dios, Jesús utilizaba esta palabra, debía de causar admiración e incluso escandalizar a sus oyentes. Un israelita no la habría utilizado ni en la oración. Sólo quien se consideraba Hijo de Dios en un sentido propio podría hablar así de él y dirigirse a él como Padre” (Audiencia general del 1 de julio de 1987).

Veamos ahora algo hermoso. Si avanzamos en la historia unas dos décadas después de la agonía de Jesús en el huerto, vemos que san Pablo utilizó la misma palabra para expresar nuestra propia relación con Dios. Pablo escribió que el Espíritu Santo, que habita en nosotros, nos mueve a llamar “Abbá” a Dios, porque el Espíritu realmente nos convence de que somos efectivamente hijos de Dios y que él es nuestro Padre (Romanos 8, 15-16) y añade que no existe nada que pueda separarnos del amor paternal de Dios, ni siquiera la muerte (8, 38-39).

Así pues, en el centro de nuestra celebración de Navidad está el Padre, que nos ama tanto que envió a su propio Hijo a librarnos del pecado, a fin de que los humanos llegásemos a ser sus hijos adoptivos. A su vez, Cristo Jesús hizo posible que nosotros llamáramos “Padre nuestro” a Dios, es decir, que le llamáramos “Papá” a su propio Papá. O sea que si alguna vez tuviste alguna duda en cuanto a cómo te considera tu Padre celestial, deja que el Niño del pesebre de Belén te demuestre que Dios es tu Papá, y que tu Papá te ama entrañablemente en forma directa y personal.

La promesa de restauración. Cuando miramos al Niño en el pesebre vemos a Cristo Jesús, como Simeón lo hizo; vemos a Aquel que nos salvaría de nuestros pecados. Simeón cargó al Niño Jesús y alabó a Dios exclamando: “Mis ojos han visto [al] Salvador” (Lucas 2, 30). También vemos al Niño Jesús como “la liberación de Israel”, como lo expresó la profetisa Ana, la redención de toda la humanidad (2, 38). Pero la venida de Jesús trae consigo al mundo algo más que la redención y la salvación, porque Cristo vino no sólo a quitar nuestros pecados, sino a hacernos entrar en comunión con su Padre.

En todo el Antiguo Testamento vemos que los profetas hablaban de la restauración de Israel. A menudo, aunque no siempre, esta restauración estaba vinculada a la reconciliación del pueblo con Dios. Por ejemplo, el profeta Oseas prometió que Dios restauraría a Israel con el fin de que viviéramos “en su presencia” (Oseas 6, 2). Por boca de Jeremías, Dios prometió: “Ya nadie tendrá que instruir a su prójimo ni a su hermano, diciéndole: ‘Conoce al Señor’, porque todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando yo les perdone sus culpas y olvide para siempre sus pecados” (Jeremías 31, 34). Y esto es exactamente lo que Jesús hizo para nosotros: Nos reconcilió con nuestro Padre, y él es la razón por la cual ahora podemos llamar Papá a nuestro Dios todopoderoso con plena confianza.

Dios no quiere que nos consideremos asalariados ni empleados en su Reino, sino hijos queridos y coherederos con Cristo, sus embajadores en este mundo. El Señor quiere que tratemos con amor y compasión a todas las personas con quienes tengamos contacto; quiere reconciliarnos consigo mismo de modo que nuestra conducta sea un reflejo de lo maravilloso que es nuestro Salvador. Esto puede suceder si realmente creemos que Jesús nos ha reconciliado con el Padre.

Un abrazo divino. En cada día de esta temporada de Adviento recordemos que nuestro Padre nos ama muchísimo, e imaginemos que él está siempre tendiéndonos la mano. Como lo dijera santa Hildegarda de Bingen, el Señor quiere estrecharnos junto a su corazón y decirnos: “Estás rodeado por los brazos del misterio de Dios.”

Así es; tu Padre celestial nunca dejará de cuidarte ni hacerte el bien y constantemente está derramando sobre ti su compasión, su bondad y su misericordia, porque quiere abrir tus ojos para que contemples sus misterios, admires las maravillas de su amor, conozcas las verdades que escapan al conocimiento natural.

El Papa Emérito Benedicto XVI nos decía: “Dios no se esconde dentro de la nube de un misterio impenetrable, sino… ha abierto el Cielo, se ha manifestado, habla con nosotros y está con nosotros; vive con nosotros y nos guía en nuestra vida” (Homilía, 8 de enero de 2006).

En este Adviento meditemos en la maravilla del Niño recostado en el pesebre y pidámosle a él que nos muestre al Padre celestial, para que lo veamos a él y a nosotros mismos bajo una luz nueva y gloriosa.

¡Que todos ustedes tengan una Navidad santa y muy bendecida!

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