Una visión dulce y amarga a la vez
Fija tu mirada en la cruz
“Si mi pueblo, el pueblo que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y deja su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré sus pecados y devolveré la prosperidad a su país.” (2 Crónicas 7, 14)
“¡He aquí el Hombre!” Con estas palabras Poncio Pilato presentó a Jesús flagelado y ensangrentado ante la multitud aquel primer Viernes Santo (Juan 19, 5), y en cada Misa, el sacerdote nos insta a contemplar lo mismo: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.”
Contemplar significa mirar algo de cerca, con gran atención y detenidamente. En cierto sentido, de eso se trata precisamente el tiempo de Cuaresma. Durante cuarenta días, nuestro Padre nos invita a contemplar a Jesús, de modo que podamos captar la profundidad de su amor y la grandeza de la salvación que él ganó para nosotros.
En el “retiro cuaresmal” en el que ahora estamos, hemos repasado algunas maneras de experimentar al Señor: la oración, el ayuno y la limosna. También hemos visto que Cristo nos está llamando y tratando de captar nuestra atención para llenarnos de su misericordia y su gracia. Por eso, en este artículo, queremos hacer aquello a lo que Pilato nos invita: contemplar a Jesús.
Una visión dulce y amarga a la vez. Quizás Poncio Pilato presentó a Jesús diciendo “Este es el hombre” para tranquilizar a la muchedumbre o satisfacer el deseo del gentío de ver que Cristo había sido castigado, o tal vez pensó que al verlo flagelado, ensangrentado y coronado de espinas la gente tuviera lástima de él y pidiera que lo dejaran libre.
También es posible pensar que presentó a Jesús como desprecio a la multitud, como si les dijera: “Miren, esto es lo que la envidia de ustedes ha logrado.” Son tres respuestas posibles y quién sabe si algo de las tres se concretó ese día. Lo que sí sabemos es que las palabras de Pilato han adquirido un significado totalmente nuevo para nosotros los creyentes: “He aquí el Cordero de Dios. Vean en él su salvación. Vengan y contémplenlo con reverencia y adoración.”
Esta invitación a contemplar a Jesús es sin duda amarga y dulce a la vez. Es amarga, por supuesto, porque vemos que el Señor, el Hijo de Dios, absolutamente santo e inocente, muere tras una despiadada flagelación y brutal agonía. Queremos acompañar a Juan, María y las otras mujeres al pie de la cruz que lloran por la lacerante tortura y el inhumano martirio que sufre Cristo.
Pero la visión también es dulce, porque gracias a su cruenta inmolación en esa cruz todos fuimos liberados del poder del pecado y de la muerte, y hemos sido perdonados y redimidos. Satanás ha sido completamente derrotado junto con su poder de tentación, y a nosotros se nos han abierto las puertas del cielo. Así pues, las lágrimas de horror y tristeza que derramamos al contemplar la pasión y muerte de Cristo se mezclan también con lágrimas de alegría y agradecimiento por la salvación que su sacrificio nos ha merecido.
Querido lector, hazte el propósito de contemplar al Cristo sufriente cada día de la Cuaresma y deja que aquello que ves te inspire a postrarte ante él en adoración, amor y gratitud. Deja que esa contemplación te mueva a entregarle tu corazón, y te ayude a comprometerte a seguirlo fielmente y darle gloria en la forma en que tú vives. Jesús entregó su vida por ti; ahora contémplalo cada día para que tú quieras darle a él tu vida.
Una visión amada y detestada. Jesús quiere que todos nosotros apreciemos su cruz y nos regocijemos por el enorme acto de amor que él realizó por todos. Pero hay otro lado de la moneda. La pasión de Cristo puede suscitar tanto amor como odio. Recordemos que Jesús fue crucificado porque su mensaje de amor era demasiado radical para muchos de los jefes religiosos de sus días.
Muchos odiaban a Jesús por la gente con la que se relacionaba, como los samaritanos, que eran enemigos acérrimos de Israel; los cobradores de impuestos, que eran notoriamente corruptos y considerados traidores a la patria. ¡Incluso aceptaba el arrepentimiento de las prostitutas! Jesús perdonaba a quienes eran considerados pecadores empedernidos y acogía con amor a los pobres y los enfermos. Para sus detractores, todas estas personas eran los “indeseables” de la sociedad, los rechazados que no merecían la atención de nadie y menos de un santo. Para el Señor, todos éstos eran hijos de Dios; personas que necesitaban recibir amor, aceptación y una vida nueva.
Pero esto no era todo. Una y otra vez Jesús se enfrentó con algunos de esos jefes religiosos. Por ejemplo, denunciaba públicamente la hipocresía de la vida que ellos llevaban, acusándolos de aparecer puros por fuera, pero ser internamente corruptos (v. Mateo 23, 25). Los desafiaba a dejar de promoverse a sí mismos y comenzar a practicar lo que predicaban (23, 3-7), e incluso les advertía que, si no se arrepentían, lo que les esperaba era el “Infierno” (23, 33). No es extraño, pues, que ellos quisieran acabar con él, y tampoco que lo miraran con ira, desprecio y odio.
Los enemigos de la cruz. Ahora, es un error pensar que estos fariseos y escribas eran simplemente personas horriblemente malas. No lo eran. En realidad, ellos también querían amar a Dios, admiraban la forma en que el Altísimo había actuado en el pasado para salvar y proteger a sus antepasados. Por eso, se dedicaban a preservar la fe y defender su religión. Pero, al mismo tiempo, eran escrupulosos en extremo y se preocupaban demasiado por las apariencias, los cargos que ostentaban y el decoro en la religión, al punto de que se dejaban dominar por la arrogancia y la autorrectitud. Estaban tan atrapados en sus propias convicciones, que no lograban darse cuenta de que debían actuar con humildad y aceptar que Jesús era realmente el enviado de Dios y escuchar sus enseñanzas.
Pero algo parecido nos puede suceder a nosotros, los fieles de hoy, cuando nos dejamos llevar por actitudes de vanagloria, por creernos mejores que los demás, envidiar a otros o despreciarlos. Ninguno de nosotros odia a Jesús ni ninguno quiere apartarse de él. Sin embargo, interiormente, cuando nos dejamos dominar por actitudes de arrogancia o superioridad, corremos el riesgo de parecernos a esos fariseos y levitas. Es como si nos uniéramos a los soldados que lo estaban clavando de pies y manos en la cruz.
San Pablo dijo una vez: “Hay muchos que están viviendo como enemigos de la cruz de Cristo” y añadió que, aun cuando tienen la mente enfocada en las “cosas terrenales”, nosotros los que creemos estamos esperando que del cielo venga nuestro Salvador, “el Señor Jesucristo” (Filipenses 3, 18. 20), y mientras estamos en ansiosa espera para volver a ver a Cristo, no queremos ceder a la tentación de dejarnos dominar por el odio, la supuesta superioridad moral o intelectual o el egocentrismo.
Entonces, ¿por qué nos conviene contemplar a Cristo? Porque el hecho de contemplarlo nos mueve el corazón, nos ayuda a estar mejor dispuestos a recibir su gracia y nos llena de un mayor deseo de resistir las actitudes egocéntricas que mantuvieron enceguecidos a tantos opositores de Jesús.
Acciones sagradas. Como ya lo dijimos, en cada Misa se nos invita a contemplar a Jesús, el Cordero de Dios que quita nuestros pecados. Pero la contemplación no sucede por arte de magia. Todos los movimientos que hacemos durante la Misa —estar de pie, sentarnos, arrodillarnos, cantar himnos y rezar oraciones— pueden parecer acciones comunes sin mucho significado, pero en realidad, tienen un papel muy importante que desempeñar, pues sirven como recordatorios para que mantengamos la atención centrada en el Señor. Son gestos cuya finalidad es hacernos dirigir la atención a cada parte de la liturgia: las lecturas, la homilía, el ofertorio, la consagración, y todo eso a fin de que lleguemos a “contemplar” más claramente al Señor. Además, nos ayudan a prepararnos para reconocer a Cristo en la fracción del pan consagrado, como lo experimentaron los discípulos de Emaús (Lucas 24, 30-35).
Y cuando escuchamos que el sacerdote repite las palabras de Jesús en la Última Cena: “Esto es mi cuerpo...entregado por vosotros” y “Esto es el cáliz de mi sangre. . . derramada por vosotros” vemos a Jesús que se entrega completamente por nosotros, tal como lo hizo en la cruz. La contemplación de ese sublime acto de amor lleva consigo el poder de colmarnos de paz y amor; de aliviar nuestros temores y curar nuestras heridas.
Apremiados por el amor. Pero la contemplación de Jesús en la Eucaristía no solamente nos anima y consuela; también nos mueve a cambiar; nos mueve a hacernos eco de las palabras de San Pablo: “El amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que uno murió por todos. . . para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquél que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5, 14. 15).
En efecto, cada vez que Pablo contemplaba al Señor se sentía movido a ofrecerse nuevamente a Dios como “sacrificio vivo”. El amor de Cristo lo llenaba tanto que lo transmitía a cuantos tenía cerca, y lo convencía de entregarse personalmente por el bien de ellos, tal como Jesús lo había hecho. En definitiva, lo llevó a despojarse de todo pensamiento y hábito egoísta, a fin de llegar a ser “santo y agradable a Dios” (Romanos 12, 1).
Queridos hermanos, sigamos el ejemplo de San Pablo en esta Cuaresma, y prometamos no ser “enemigos de la cruz”. Más bien, hagámonos el propósito de contemplar asiduamente al Señor y ver tanto lo amargo como lo dulcísimo de su sacrificio; dejemos que el amor que allí vemos nos llene de gracia y nos cambie a la imagen de Cristo. Y respondamos a ese amor diciendo en oración: “Señor, llévame contigo. Lléname de tu gracia. Cámbiame como tú quieras. Permite que yo sea parte de tu sacrificio salvador para el mundo.” ¡Que Dios los bendiga a todos ustedes en esta Cuaresma!
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