La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio 2017 Edición

Una transformación completa

El cristianismo no es sólo rezo y meditación

Una transformación completa: El cristianismo no es sólo rezo y meditación

Al principio de su Carta a los Colosenses, San Pablo indica que el primer paso en nuestro camino de fe es entrar en la presencia del Señor mediante el poder del Espíritu Santo (Colosenses 1, 9-12).

Pablo sabía que esta era la única forma de encontrar la transformación que el Señor quiere llevar a cabo en nosotros. En este artículo procuraremos señalar algunos de los cambios que posiblemente lleguemos a experimentar si buscamos a Dios y el poder de su revelación de una manera decidida.

Conocimiento espiritual. “No hemos dejado de orar por ustedes y de pedir a Dios que los haga conocer plenamente su voluntad y les dé toda clase de sabiduría y entendimiento espiritual… y… conocimiento de Dios.” (Colosenses 1, 9. 10)

Querido hermano, si tú quieres entrar en la presencia del Señor, entonces naturalmente dedica tiempo a aprender más sobre Jesús. Averigua todo lo que puedes acerca de la Persona a quien te diriges en la oración. Lee y estudia la Sagrada Escritura. Escucha pláticas o lee libros que te ayuden a rezar mejor. Aprende más sobre tu fe estudiando el Catecismo de la Iglesia Católica o leyendo las biografías de los santos. Prepárate un plan de todo un año para estudiar y leer temas sobre la fe cristiana que te ayuden a desarrollar una base de conocimientos que te sirva como fundamento doctrinal para toda tu vida.

Conforme vayas creciendo en el conocimiento de Jesús, recuerda siempre que tan importante como eso es dedicarle tiempo al Señor en la oración. Pídele que te muestre como piensa él, cómo ama y cuáles son sus designios, tanto para el mundo como para ti mismo. Pablo les explicaba a los colosenses que la fe no es sólo la búsqueda de un conocimiento intelectual, sino una relación personal; no se trata tanto de saber acerca de Jesús, sino de conocerlo a él.

¿Recuerdas a San Ignacio de Loyola? Estaba en cama recuperándose de una herida recibida en la batalla y como no tenía otros libros a su alcance, comenzó a leer la Imitación de Cristo y diversas historias sobre los santos. Y mientras leía, el Espíritu Santo iba actuando. Poco a poco, todo el concepto de la vida que él tenía cambió, y así pasó de soñar con buscar la gloria militar en las batallas a soñar con hacer cosas gloriosas para Jesús. Y mientras soñaba así, el Espíritu actuaba en su corazón, mostrándole el amor de Dios, animándole a perseverar y llenándole de alegría. Con el tiempo, a medida que Ignacio aprendió a escuchar al Espíritu y obedecer sus impulsos, sus sueños se fueron haciendo realidad.

San Pablo decía que él quería “conocer a Cristo, sentir en mí el poder de su resurrección” (Filipenses 3, 10). Pablo ya conocía a Jesús y bastante bien en realidad. Entonces, ¿qué es lo que quería decir? Simplemente que quería conocerlo más y mejor. Así sucedió que conforme Pablo fue descubriendo más realidades sobre la Persona de Cristo, su vida fue cambiando cada vez más. Igualmente, mientras más experimentaba una intimidad profunda con el Señor, más quería aprender de él e imitarlo mejor.

Lo que les sucedió a Ignacio de Loyola y Pablo también puede suceder con nosotros. Cada día, podemos tratar de ampliar y profundizar el conocimiento que tenemos de Jesús, tanto en forma intelectual como por experiencia personal, y este conocimiento nos puede ir cambiando cada día más en la imagen del Hijo de Dios.

Dar fruto. “No hemos dejado de orar por ustedes y de pedir a Dios que los haga conocer plenamente su voluntad… dando frutos de toda clase.” (Colosenses 1, 9. 10)

No hay duda alguna de que el Señor quiere que sus fieles crezcan en sabiduría y entendimiento. Pero la vida cristiana no se limita a la oración, la meditación y el estudio. En efecto, Jesús también quiere que los creyentes seamos reflejos de su gloria para los demás; quiere que compartamos su amor con la gente de una manera práctica, que inspire a otros a buscarle también.

Todo este proceso comienza cuando damos el fruto “interior” del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad (Gálatas 5, 22-23), que es una potente demostración de que vamos adquiriendo la semejanza de Jesús. El fruto del Espíritu nos hace cambiar el modo de pensar y actuar que hemos tenido en el pasado: de la cólera al amor, de la dureza a la bondad, del orgullo a la humildad, etcétera.

Pero esto es apenas el principio. Con el tiempo, la transformación interior comienza a manifestarse en lo que hacemos externamente y en nuestra forma de tratar a la gente que nos rodea. O sea, que el cambio interior lleva a la acción externa. Así es como percibimos el impulso de salir a trabajar para hacer discípulos, construir la Iglesia y servir en nuestra comunidad.

Pedro animaba a sus lectores a amarse mutuamente “con un corazón puro y con todas sus fuerzas” (1 Pedro 1, 22). Pablo por su parte sintió que el amor de Cristo lo llevaba hacia el mundo (2 Corintios 5, 14-15). Tal vez Santiago lo dijo de la mejor manera cuando expresó que la fe sin obras está simplemente “muerta” (Santiago 2, 26).

Al igual que estos grandes héroes de la fe, nosotros también nos sentiremos urgidos a poner por obra las palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña: “Procuren ustedes que su luz brille delante de la gente, para que, viendo el bien que ustedes hacen, todos alaben a su Padre que está en el cielo” (Mateo 5, 16).

El poder del Señor. “Pedimos que él, con su glorioso poder, los haga fuertes; así podrán ustedes soportarlo todo con mucha fortaleza y paciencia.” (Colosenses 1, 11)

Había una vez un niño cuyos compañeros de clase se burlaban de él porque era más pequeño y más débil que ellos. Cada día después de la escuela, los muchachos bravucones arrinconaban a este niño, lo tironeaban y le daban empujones y puñetazos. Pero un día, el padre del muchacho le dijo: “Mañana todo será diferente.”

Al día siguiente, terminada la escuela, los matones se escondieron tras los arbustos y esperaban al niño como de costumbre. A la hora señalada, salieron y comenzaron a presionar al muchacho, pero de repente se pararon en seco, se dieron media vuelta y huyeron asustados. ¿Qué había pasado? ¡El padre del muchacho venía tras él! Estando solo, el niño era tímido y quedaba a merced de los matones; pero cuando su padre lo acompañaba, tenía plena confianza. De modo similar, el Señor quiere comunicarnos su poder y su fortaleza. Él sabe que cuando estamos solos quedamos a merced de los bravucones de la vida espiritual: la naturaleza humana caída, el diablo y el mundo.

Pablo decía que él quería conocer el poder de la resurrección de Jesús (Filipenses 3, 10). ¿Dónde vemos que este poder se manifiesta más claramente? En el Pan de Vida. Cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo con el corazón bien dispuesto podemos descubrir el poder divino que puede transformarnos, el poder que nos ayuda a resistir la tentación; el poder para llevar una vida de entrega a Cristo Jesús. Es el poder para amar a los demás tan profundamente como el Señor nos ama a nosotros.

Poco antes de ascender al cielo, el Señor les dijo a sus apóstoles: “Cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, recibirán poder y saldrán a dar testimonio de mí… hasta en las partes más lejanas de la tierra” (Hechos 1, 8). Sabemos que el hecho de vivir en este mundo significa que habrá épocas de conflicto, tensión y privación, como también épocas de tranquilidad, paz y prosperidad. Sabemos que si queremos salir airosos en los tiempos de dificultad y todavía complacer al Señor, tendremos que ser capaces de resistir la adversidad. Y en esto es precisamente para lo que necesitamos la Eucaristía: cuando recibimos el Pan de Vida, le estamos pidiendo al Espíritu Santo que nos llene de su fuerza y su poder; le estamos diciendo al Espíritu que necesitamos que él camine junto a nosotros y sea nuestro protector y nuestro guía.

Una vida alegre. “Con alegría darán [ustedes] gracias al Padre.” (Colosenses 1, 11. 12)

Hay una cosa cierta que sucede cuando entramos en la presencia del Señor: nos llenamos de un profundo sentido de gratitud. ¿Por qué? Porque dar gracias es la respuesta lógica y natural que brota del corazón cuando uno recibe algo muy valioso y que no merece.

Había una señora que tenía dificultades con su marido. No era nada grave, pero a ella le parecía que ambos se iban distanciando y que las ocasiones de discusiones y peleas iban creciendo. Una amiga le sugirió que comenzara a ir a Misa diariamente y hacer oración personal cada día. Ella empezó a hacerlo y pronto se dio cuenta de que deseaba quedarse en la presencia del Señor cada vez más.

Estos dos pequeños cambios de conducta produjeron una profunda transformación en la vida de esta señora. Sin siquiera darse cuenta, ella adquirió una mayor seguridad acerca del amor de Dios y esa seguridad le hizo tener una actitud más despreocupada en casa y una sonrisa más amplia y frecuente. Tal vez ella no se dio cuenta de su cambio de conducta, pero su marido sí lo notó y esto marcó una diferencia notable en el hogar. La paz y la confianza que el marido percibía en ella le hizo sentirse feliz, y le ayudaba a soportar mejor sus problemas personales y poco a poco se le empezó a ablandar el corazón. Intrigado por el cambio, comenzó a ir a Misa con ella. ¿Resultado? No sólo se renovó y se fortaleció el matrimonio, sino que los dos juntos se acercaron más al Señor.

Cuando uno está en la presencia de Dios puede empezar a ver todo lo que el Señor ha hecho para sus fieles, y no sólo el hecho de que él nos perdona los pecados y nos rescata de la muerte, sino que percibimos la inmensidad de la misericordia y la gracia que Dios nos manifiesta. Vemos la familia y las amistades que Dios nos ha dado; vemos las bendiciones que nos ha prodigado y las muchas veces que nos ha bendecido y socorrido en tiempos de enfermedad o tribulación. Pero hay algo más que sucede: nuestras actitudes también cambian, porque descubrimos que tenemos una disposición más alegre y despreocupada, y nos sentimos reanimados en todo porque sabemos que nuestra vida está en manos de Dios y que él siempre nos protege.

Que Cristo crezca en ti. La maravillosa oración que hace San Pablo (Colosenses 1, 11-14) es para todos los fieles, no sólo para la antigua iglesia de Colosas. Esta plegaria, que es de tono alentador, sintetiza la esencia de la vida cristiana: buscar al Señor; experimentar su revelación y su amor; dejar que él cambie el corazón de sus fieles; formar comunidad con los demás fieles en la Iglesia, y luego salir a compartir las bendiciones recibidas con familiares, amigos y conocidos, e incluso desconocidos. Esta es nuestra vocación; nuestro camino de santidad; el camino de la transformación. ¡Que Dios te bendiga y te traiga a su presencia cada día más!

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