La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Febrero 2012 Edición

Una temporada de gracia y bendición

En este Adviento podemos percibir mejor a Dios

Una temporada de gracia y bendición: En este Adviento podemos percibir mejor a Dios

Hoy en día, Dios sigue derramando su gracia sobre toda la Iglesia, tal como lo hizo con María, José y tantos otros hace más de 2000 años.

Y mientras más atentos espiritualmente nos encontremos, mejor podremos reconocer la gracia cuando nos llegue. Puede suceder que en Misa recibamos un nuevo entendimiento del misterio de Cristo o una nueva cercanía a Dios. Esto puede ocurrir cuando conversamos con alguno de nuestros hijos o con un amigo. También puede suceder cuando vamos camino al trabajo o cuando salimos a pasear. En realidad, puede suceder en cualquier circunstancia. La clave es reconocer que las ocasiones como éstas son regalos de Dios. En este artículo queremos re.exionar sobre los momen­tos de gracia que pueden inspirarnos y acercarnos más a Jesús.

Un momento de gracia para María. Todos conocemos bastante bien el episodio en que María y José perdieron al Niño Jesús en Jerusalén (Lucas 2,41-52), y al cabo de tres días lo encontraron en el templo, conver­sando con los maestros del judaísmo. María le dijo: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia.” Pero Jesús se limitó a res­ponder: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?” (Lucas 2,48-49). María no comprendió plenamente la res­puesta de Jesús, pero guardó “todo esto en su corazón” (2,51).

Si hoy día un hijo respondiera de esta manera, la mayoría de las madres le habrían dicho algo como: “Mira, no quiero excusas. ¡Súbete al auto!” O bien: “¡No puedo creer que nos hayas hecho esto! Tu padre perdió tres días de trabajo. Sabes que estás en graves problemas, ¿no, jovencito?” Pero si María hubiera reaccionado de esta manera, no habría aprovechado la oportunidad de la gracia que tenía frente a sus ojos.

Por supuesto que María se sin­tió frustrada y angustiada, ¡su Hijo se había perdido hacía tres días! Pero ella no montó en cólera, ni dejó que la angustia le impidiera confiar en Dios. Cuando el Niño le dijo “¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?”, ella reconoció que algo espe­cial estaba sucediendo, por eso pudo tranquilizar su mente y sopesar las palabras de Jesús (Lucas 2,49). Per­cibía que este era un momento de gracia, en el que su Hijo les estaba revelando un poquito más de sí mismo a ella y a José, y decidió guar­dar todo eso en su corazón y dedicar tiempo para meditar en lo sucedido.

¿Cuánto creo yo? En cada Adviento, la Iglesia recuerda los maravillosos acontecimientos que se sucedieron en torno al nacimiento del Niño Jesús, desde la anunciación a la Virgen María hasta la presentación del niño en el templo. Todos estos relatos nos lle­nan de alegría y admiración. Pero aun cuando nos adentremos del todo en estos maravillosos sentimientos, es bueno preguntarse: “¿Cómo es mi fe? ¿Creo yo que estos milagros efec­tivamente sucedieron, o los acepto nada más como leyendas positivas de la Navidad? ¿Creo yo que es cierto que María concibió milagrosamente a Jesús? ¿Creo que Dios puede hablar en sueños a las personas? ¿Creo que en realidad el Señor puede usar una estrella para guiar la vida de alguien? ¿Creo yo que los bebés no nacidos pueden percibir la santidad, como lo hizo el pequeño Juan el Bautista en el vientre de su madre? ¿Creo yo?

En un nivel humano, era imposible que estos acontecimientos ocurrieran concretamente en la realidad; pero en un nivel espiritual, fueron momentos de gracia que sucedieron por volun­tad divina. Lógicamente hablando, no debían haber sucedido, ¡no podían haber sucedido! También uno puede caer en el error de aceptar estas cosas en forma superficial, en lugar de hacerlo con fe sincera, precisamente porque sucedieron hace tanto tiempo, y pensar que no hay nada inmediato en todo esto y sin un sentido de urgencia; que se trata solo de historia antigua, y tomarlos de paso, como si estuviéramos escuchando un cuento de fantasía. Pero el resultado de esta actitud es que la verdad que hay tras todos estos sucesos no nos llega al corazón.

Por contraste, si uno actúa basado en la fe y piensa: “Yo creo que Dios hizo algo muy especial para los seres humanos hace tanto tiempo porque nos ama, y creo que nos sigue amando hasta el día de hoy.” Este es el testi­monio que ilumina el prólogo del Evangelio según San Juan: “Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros. Y hemos visto su gloria” (Juan 1,14, énfasis añadido); y “de su abundancia todos hemos recibido un don en vez de otro” (1,16).

Este es el momento preciso. Esta actitud de fe nos ha de llevar además a otra conclusión: lo que sucedió en aquel tiempo, también puede suce­der ahora; de hecho, debe suceder ahora también. Hoy, en nuestra vida y en nuestra iglesia, debemos ver mila­gros. Una fe como ésta nos lleva a tener expectativas y allanar el camino para que Dios actúe en nuestro pro­pio corazón.

El Señor está deseoso de conce­der momentos de gracia cada día a todos sus hijos y quiere que todos seamos capaces de reconocer esas ocasiones como oportunidades que Dios nos ofrece; en realidad el Señor quiere que tales momentos pasen a ser una parte normal de nuestra vida cotidiana. Pero ¿cómo podemos reco­nocer tales momentos? Lo primero es hacer que Jesús sea la primera priori-dad de nuestra vida.

Simeón y Ana pudieron percibir la voz de Dios porque ambos hacían ayuno y cada día iban al templo a hacer oración; María pudo aceptar el mensaje del ángel porque confiaba en Dios y puso la voluntad de Dios por encima de sus propios deseos y pla­nes. José fue capaz de ser jefe de la Sagrada Familia porque obedeció la voz de Dios en lugar de seguir su pro­pia lógica.

Si estas personas se hubieran mantenido distraídas y ocupadas con otras cosas, ¿cuál sería la situa-ción hoy día? Pero, gracias a Dios, eran creyentes fieles; eran personas de oración, que le ponían atención a Dios; se mantenían alertas y esto les servía para ser más obedientes. Fueron personas especiales porque reconocieron estos momentos de gra-cia, los aceptaron y creyeron de todo corazón, aun cuando no compren-dían claramente de qué se trataban. Sigamos, pues, el ejemplo de ellos y no nos distraigamos; mantengamos la mirada fija en Jesús y en su gracia.

Momentos de gracia hoy. Hace unos meses, un hombre llamado Tomás perdió su trabajo y no podía encontrar otro. Pasaron varios meses y ya la situación se hacía insostenible. Por otra parte, tenía que cuidar a su abuela anciana y moribunda. Un día, Tomás le dijo: “Abuelita, cuando lle­gues al cielo, ¡pídele a Jesús que por favor me dé un trabajo!” “Claro que sí” fue la débil pero clara respuesta. Suce­dió que esa misma noche la abuela falleció. En medio del dolor y las lágri­mas, sonó el teléfono de Tomás, a esa hora de la noche. Cuando contestó se enteró de que ¡le estaban ofreciendo un buen trabajo! Sí, puede haber sido una coincidencia, pero Tomás quedó convencido de que fue su abuela, que al llegar al cielo pidió por él y la res­puesta fue inmediata. Para él, este fue un claro momento de gracia.

Pidan, busquen, toquen a la puerta. El Señor quiere derramar su amor y su gracia sobre sus hijos en cosas grandes y pequeñas, por ejemplo dándonos un nuevo enten­dimiento de su plan de salvación, o solamente para consolarnos o reconfortarnos; a veces nos da adver­tencias y nos urge a arrepentirnos, y otras veces nos lleva a buscar su poder sanador. En esta época del Adviento permanezcamos atentos y dispuestos a recibir estos momentos de gracia que Dios nos quiere dar, como se lo dio a Tomás y a tantos otros.

Así pues, hermano, reza con persis­tencia pidiendo, buscando y tocando a la puerta (Mateo 7,7-11); a veces el mayor momento de gracia llega cuando actuamos por fe y buscamos al Señor con decisión y expectativa. Pero no te limites a rezar; mantente alerta y dispuesto a actuar. Si una idea inesperada surge en tu pensamiento, bien puede ser un momento de gra­cia; tal vez es el Señor que te pide ser amable con un vecino o decirle pala­bras de aliento; o bien, puede ser que te pida dejar lo que estás haciendo y hacer una breve oración, o incluso que, cuando saques tus cuentas, des una donación a los pobres conforme a tus posibilidades.

Ahora, en el Adviento, pídele al Señor que haga descender su gracia sobre ti, tu familia, tus vecinos y tu comunidad parroquial y dile “Creo, Señor, ayúdame a creer más”. Así la fe que tengas en los hechos milagro­sos que sucedieron en aquel primer Adviento te llevará a creer que Dios puede sin duda hacer milagros hoy día también.•

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