Una señal que todos pueden ver
La Iglesia como sacreamento
Todos sabemos cuáles son los siete sacramentos de la Iglesia: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Reconciliación, Matrimonio, Órdenes Sagradas y Unción de los Enfermos. Pero, ¿sabías que también hay otros dos sacramentos, y que estos dos sacramentos, aunque no son de los siete “oficiales”, son la fuente de la cual brotan los siete sacramentos y la razón por la cual ellos existen?
Estos dos sacramentos no son actos litúrgicos, como el Bautismo o la Confirmación; no son ni siquiera “cosas” que hacemos. Uno de ellos es una persona, el otro es un grupo de gente; uno es eterno, el otro se extiende durante siglos de historia; uno está en el cielo, el otro en la tierra; uno es humano y divino, el otro es humano pero lleno de la gracia divina.
¿Ya sabes cuáles son? El primero es nuestro Señor Jesucristo y el segundo es la Iglesia, y si bien parece un juego de palabras llamar “sacramentos” al Señor y a la Iglesia, estas palabras encierran algunas verdades muy importantes de nuestra fe, verdades que nos ayudarán a venerar la Iglesia de una manera más auténtica. Veamos, entonces de qué se trata todo esto.
¿Qué es un sacramento? La definición tradicional nos dice que un sacramento es una señal externa de una gracia interior instituida por el Señor para nuestra santificación. Pero no es solo un símbolo o una representación, sino que produce en realidad el resultado que describe su nombre. O sea que, si bien el hecho de verter agua sobre una persona puede simbolizar una limpieza interior del alma, en el Sacramento de Bautismo, la misma acción de lavamiento purifica real y efectivamente a la persona del pecado original. De modo similar, cuando un obispo unge a una persona y dice: “Recibe el Espíritu Santo,” el crisma sagrado que se usa en aquella unción realmente produce una liberación más profunda del Espíritu de Dios en la vida de esa persona.
En los sacramentos, el Señor hace lo que siempre ha hecho: utiliza cosas ordinarias, como pan, agua, aceite (llamado óleo) y vino, y palabras de uso común, como “yo te bautizo” y “yo te perdono”, para comunicar su gracia a nosotros. En todas partes de la Sagrada Escritura vemos que Dios usa los elementos tangibles y visibles de nuestro mundo para revelar sus misterios y sus planes. A Moisés le habló en una zarza ardiente, y para recordarnos de sus promesas creó un arco iris, escribió sus mandamientos en tablas de piedra y estableció un arca de oro como señal de su presencia entre sus hijos.
En cierto modo, todas las palabras, los hechos y las señales de Dios que leemos en el Antiguo Testamento tienen un elemento sacramental, porque toda la magnificencia de creación —las aves, los árboles, el cielo y las estrellas— son creaturas sacramentales. Incluso podríamos decir que aquellas cosas como la lectura de la Palabra de Dios, el rezo del rosario y la ayuda a los necesitados tienen también un elemento sacramental, porque revelan la presencia y los designios de Dios y tienen la cualidad de acercarnos al Señor.
Los siete sacramentos de la Iglesia se destacan no porque sean las únicas vías que Dios utiliza en sus obras, sino porque son el fundamento sobre el que se construye toda nuestra vida en Cristo. Sin estos siete sacramentos, nos resultaría mucho más difícil recibir la gracia de Dios en todas las dimensiones en las que Él nos la ofrece.
Jesucristo, el sacramento primordial. Pero con todo lo maravillosas que son estas señales, las palabras y las obras de Dios, ninguna de ellas puede compararse con el propio Jesús, porque Él es la fuente de la que brota cada sacramento, señal y símbolo. Más aún, Jesús es el objetivo, la razón misma por la cual Dios derrama toda la gracia que concede a los seres humanos. Las raíces y la fuerza de todos los sacramentos provienen de Cristo, de modo que Él es el que realmente bautiza, confirma y reconcilia; Él es el que une al hombre y la mujer en el matrimonio; el que ordena a un sacerdote y cura al enfermo. Y Él es, por supuesto, el que nos da el pan de vida y el cáliz de la salvación.
Pero no se trata solo de que Jesús sea el principal dador de los sacramentos, porque Él mismo es el Sacramento principal, Él es el eterno Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y sin embargo, vino al mundo en forma visible y corporal. Jesucristo asumió los mismos elementos de la creación: carne y sangre, y fue en su propia forma corporal—mediante sus palabras y obras, sus enseñanzas y milagros— que reveló a sus fieles el Evangelio; fue por su muerte corporal que nos reveló el amor ilimitado de Dios, nos libró del pecado y abrió las puertas de cielo para los creyentes. Jesucristo es la revelación más elevada, más sublime y más sagrada de Dios.
Además, Jesús es no solo una señal del amor redentor de Dios, sino que Él trae personalmente al mundo el amor redentor de Dios y lo hace presente para sus hijos. Como lo calificó el conocido teólogo padre Eduardo Schillebeeckx, Jesús es el “sacramento primordial.” En su cuerpo, Él es tanto la señal de nuestra redención como el que la lleva a cabo. Él mismo es la fuente de toda la gracia que Dios quiere derramar sobre sus hijos.
El sacramento de la Iglesia. Sabemos que después de resucitar, Jesús subió al cielo, donde permanecerá hasta que venga nuevamente en gloria, pero esto no significa que toda la gracia que estuvo disponible para todos cuando Él recorría los caminos y senderos de Israel se haya ido para siempre. Claro que no, pues tenemos el milagro de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se derramó sobre los primeros cristianos y les infundió poder para propagar el Evangelio en el mundo. ¡La gracia de Jesús, nuestro Sacramento de redención, está presente! Por medio del Espíritu Santo, toda aquella gracia y poder, todo aquel amor, piedad y sabiduría todavía están disponibles, y lo están en la Iglesia. Ahora tenemos la Iglesia como sacramento de Cristo. Así pues, por medio de esta congregación de todos los fieles bautizados, Jesús sigue estando presente en el mundo.
La Iglesia es un sacramento porque es la testigo visible y palpable de la presencia de Dios. Como todos los demás sacramentos, la Iglesia es tanto señal de la gracia de Dios como agente de esa gracia. La Iglesia—la asamblea de todos los redimidos— es una señal para el mundo de la nueva creación que Jesucristo hizo posible, y al mismo tiempo, es a través de la Iglesia que todos los humanos podemos recibir la redención forjada por Cristo y llegar a formar parte de la nueva creación que la Iglesia revela.
Otro teólogo, el Cardenal Henri de Lubac, lo explicó de la siguiente manera: “Cristo es el sacramento de Dios, y la Iglesia es el sacramento de Cristo para nosotros. Ella lo representa a Él, en el sentido pleno y antiguo del término, y realmente lo hace presente.” De modo que cuando vemos la Iglesia como una comunidad que adora a Dios, cuyos miembros enseñan, sirven y evangelizan, es ver al propio Jesús que actúa en el mundo. Y en realidad, la Iglesia no solo da a conocer a Jesús al mundo, sino que efectivamente lo hace presente en forma real, de modo que es Jesús mismo, actuando a través de la Iglesia, el que toca la vida de las personas, sana los corazones heridos y salva a quienes están perdidos en el pecado.
Este vínculo entre Jesús y la Iglesia es tan fuerte que los Padres del Concilio Vaticano II lo compararon con el misterio de la Encarnación: “Así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo” (Lumen Gentium, 8). Es posible que, físicamente, solo veamos la “estructura social” de la Iglesia, con su jerarquía, sus ministros y ministerios y su red de diócesis y parroquias, pero podemos decir que, en el corazón, percibimos que el Espíritu Santo es el que vivifica esta estructura, llenándola de la gracia divina y le comunica su poder para hacer nada menos que resucitar a las personas de la muerte espiritual y llevarlas a las puertas del cielo.
Una llamada al arrepentimiento y la exaltación. Es cierto que todo lo que hemos dicho acerca de los sacramentos puede ser nada más que teórico, pero también tiene su lado práctico. Mientras mejor entendamos que la Iglesia es el sacramento de la presencia de Cristo en el mundo, más nos sentiremos movidos a examinar nuestras propias actitudes sobre la Iglesia.
Primero, nos podemos preguntar: “¿Me he dejado llevar por pensamientos mezquinos o irrespetuosos sobre la Iglesia? ¿Me parece que la Iglesia no es más que una realidad humana? ¿He dejado de considerar que la Iglesia es la Santa Esposa de Cristo por las noticias de dificultades y escándalos que se han difundido? Si alguien se da cuenta de que tiene estos prejuicios o convicciones respecto a la Iglesia, es mejor que se arrepienta y le pida al Señor que le conceda un entendimiento más claro del Cuerpo de Cristo.
También uno se puede preguntar: “¿Amo a la Iglesia tanto como Jesús la ama?” En su Carta a los Efesios, San Pablo dice que Jesús atesora la Iglesia y dice que el Señor ya se la ha presentado a sí mismo “como una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta” (Efesios 5,27).
Para este apóstol, la Iglesia era nada menos que la amada y exaltada Esposa de Cristo, y así como Jesús se enorgullece de ella, Él quiere que nosotros hagamos lo mismo; quiere que digamos: “Ella es hermosa; es santa y ni siquiera las puertas del infierno prevalecerán contra ella.” Ya sabemos que ninguno de nosotros puede igualar la belleza ni la perfección que Jesús ve en la Iglesia, pero ni las fallas ni los pecados de nadie deberían impedirnos amar y honrar a la Iglesia. En realidad, como San Pablo lo aclara, la Iglesia es mucho más que la suma de sus miembros.
Hermanos y hermanas, ¡todos formamos parte del Pueblo santo de Dios! Este asombroso privilegio trae consigo una multitud de bendiciones y una vocación altísima. Recibamos todo aquello que Jesús quiere darnos por medio de su Iglesia. ¡Tengamos el corazón abierto para recibir la gracia que puede cambiar nuestro corazón y transformar el mundo!
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