Una misión de madre
Conchita de Armida en épocas de guerra y persecución en México
Por: Laura Loker
Todavía recuerdo la obra de evangelización que hice durante mis años de estudiante. Pero después me casé, tuve un hijo y dejé de trabajar a tiempo completo y me preguntaba: “¿Cómo puedo ayudar a construir la Iglesia cuando apenas puedo mantener la casa y lavar la ropa? ¿Cómo puedo hacer algo extra cuando estoy atada a un bebé que necesita comer cada dos horas?
Era el momento perfecto para enterarme del caso de una esposa y madre mexicana del siglo XIX, la Venerable Concepción Cabrera de Armida, conocida como Conchita. Aparte de criar a nueve hijos con su marido, Conchita se las arreglaba para ir a Misa diaria y dedicar tiempo cada día a la oración. Eran compromisos sencillos, pero tuvieron un gran impacto tanto en la vida de su familia como en toda la Iglesia mexicana. Cada vez que leo más sobre ella, más convencida estoy de que Conchita es una guía útil para cualquier persona cuyo tiempo está lleno de tareas aparentemente “no espirituales”, como las mías. Ella me enseña que el Espíritu Santo puede guiarnos en cada tarea si comenzamos con oración.
Una novia joven y orante. Conchita nació el 8 de diciembre de 1862 en San Luis Potosí, México, en una familia católica de clase media. Siendo una chica hermosa, a los 13 de edad captó la atención de Francisco Armida, conocido como Pancho. Él quedó flechado desde el principio, y a pocas semanas de conocerse, le declaró su amor. Tras nueve años de noviazgo —una práctica no extraña en el norte de México— se casaron y comenzaron a tener hijos.
En muchos sentidos, Conchita fue una esposa y madre como todas. Tenía problemas para llevarse bien con sus suegros; le gustaba leer revistas de modas y escribía chistes en un cuaderno. Su marido era un hombre cortés, pero en los primeros años de matrimonio tenía mal genio. Sin embargo, con el tiempo, la situación mejoró y los dos aprendieron a apoyarse mejor mutuamente. Pancho le pedía opiniones a Conchita en asuntos de negocios, y ella le pedía ayuda para acostar a los niños en la noche.
Pero en lo profundo de su ser, Conchita sentía que la oración y la lectura espiritual eran las que iluminaban su vida familiar, y escribió en su diario: “La vida interior de mi alma crece a pesar de todas las alegrías de la tierra.” Desde el principio de su matrimonio, la vida espiritual fue una prioridad para ella.
Un “claustro interior.” En medio del incesante ajetreo de la maternidad, la vida de oración de Conchita se convirtió en su “claustro interior”, al que se recogía por un tiempo cada día cuando su marido se iba a trabajar. Para eso, planificaba cuidadosamente sus actividades para que su tiempo de oración no interfiriera con los quehaceres del hogar.
A instancias de su párroco, Conchita dedicó buena parte de su tiempo libre a escribir en su diario de oración. Algunos de sus escritos fueron distribuidos como libros y folletos estando ella en vida, pero su largo diario permaneció reservado hasta después de su muerte. Sus familiares y otros que lo leyeron descubrieron, a menudo para sorpresa suya, que la vida interior de Conchita había sido profunda y marcada por la inspiración espiritual y las expresiones de amor y alabanza a Dios.
Lejos de aislarse de su familia o de sus sirvientes, la dedicación de Conchita a la oración la hizo más accesible y considerada con el paso del tiempo. Para sus hijos, su madre era alegre, comprensiva y comprometida en la vida de ellos. “Incluso en la iglesia, nos parecía que ella estaba con nosotros”, dijo uno de ellos. La crianza de sus hijos, sin embargo, no impidió que Conchita fuera dócil a las mociones del Espíritu Santo.
“Un fuego que ardía.” Cuando tenía 27 años, Conchita participó en un retiro de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Siendo madre ya de varios niños, volvía a su casa entre las conferencias del director del retiro para atender a su familia. Conforme avanzaba el retiro, Conchita sintió que estaba preparando su corazón para aceptar lo que Dios le pidiera, pero siempre se asombró cuando en la quietud de la oración un día Dios le dijo: “Tu misión será salvar almas.”
Sintió que el corazón se le remontaba hacia lo alto. Poco después del retiro, llevó a sus hijos a la hacienda de un hermano suyo para una visita prolongada. Estando allí, se ofreció a presentar las charlas del retiro al que había asistido y ¡no menos de sesenta mujeres vinieron! Tiempo después Conchita dijo que ella no pensó si estaba calificada o no para esa tarea o si la idea había sido fruto de su arrogancia. Más bien, “sentí dentro de mí un fuego que me quemaba y quería suscitar la misma llama en otros corazones.”
Y eso fue lo que hizo. Al final del retiro, varias mujeres hicieron una sincera confesión con un sacerdote local.
Pesar por la Iglesia mexicana. Un día mientras rezaba en la iglesia, Conchita tuvo una visión del Espíritu Santo en forma de paloma, que proyectaba luz sobre una cruz, en cuyo centro latía el Corazón de Jesús. La visión permaneció durante días. También escuchó que Jesús le decía: “El mundo está sumido en la sensualidad; ya nadie ama el sacrificio. Yo deseo que reine la cruz.”
Conchita le contó al obispo lo que había visto. El Venerable Mons. Ramón Ibarra y González se sintió inspirado y leyó más de los escritos de ella. Conmovido por lo que leía, el obispo decidió formar una congregación religiosa inspirada por la visión de Conchita: el Apostolado de la Cruz, comunidad abierta de laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas, cuyos miembros adoptaron una espiritualidad centrada en Jesús crucificado, y ofrecían sus diarias pruebas y frustraciones por los sacerdotes, una forma de “maternidad espiritual” que era muy importante para Conchita. Finalmente, las revelaciones que Conchita recibía en su oración y sus reflexiones teológicas fueron inspiración para la formación de otras cinco congregaciones, conocidas colectivamente como las Obras de la Cruz.
La propia Conchita tuvo bastantes tribulaciones personales que ofrecer: uno de sus hijos murió en la infancia. Luego, en 1901, quedó devastada pues su querido Pancho falleció, por lo que ella quedó viuda a la edad de 39 años. En ese tiempo, su hijo mayor solo tenía 16 años, y para empeorar las cosas, otros tres de sus nueve hijos morirían prematuramente en los próximos años.
Mirando en retrospectiva, vemos que Dios utilizó tanto su creciente apostolado como las trágicas pérdidas que sufrió en carne propia. México estaba a punto de precipitarse a un prolongado período de sufrimiento en forma de nueve años de guerra revolucionaria, y el ministerio de intercesión de Conchita adquiriría una importancia mucho más grande.
Durante la guerra, Conchita fue testigo de la horrible persecución que sufrió la Iglesia. Muchos sacerdotes fueron asesinados o forzados a la clandestinidad, las iglesias fueron destruidas y los niños martirizados. “Sentí en mi alma una tristeza mortal, como si Satanás hubiera entrado en México”, escribió ella. A pesar del gran riesgo que corría, Conchita ocultó a sacerdotes, obispos, religiosos y religiosas en su casa durante ese tiempo.
“Bendito sea Dios por todo.” La revolución se prolongaba y las Obras de la Cruz continuaban creciendo. Nuevas ramas florecieron, incluso una comunidad de hombres consagrados llamada los Misioneros del Espíritu Santo y una orden de monjas contemplativas que hacen adoración eucarística las 24 horas del día por los sacerdotes asediados. Congregación tras congregación, parecía que el Espíritu Santo iba edificando un muro espiritual para proteger a la Iglesia en medio de la crisis.
Durante este tiempo, los escritos de Conchita fueron examinados más y más por los obispos locales y luego por el Vaticano, comprobándose cada vez más que eran inspiraciones auténticas de Dios. Pero Conchita aún tenía que solicitar al Papa la aprobación de una de las congregaciones. Para ello, llevó consigo a dos de sus hijos para que experimentaran la peregrinación juntos. Siempre con los pies en la tierra, tranquilamente escribió cartas a sus otros hijos durante el trayecto, preguntándoles acerca de sus respectivas familias, salud y problemas de trabajo. En sus cartas, daba consejos prácticos y espirituales y oraba apasionadamente por sus necesidades mientras luchaba contra el mareo.
“Llevo en mi interior tres vidas, todas muy fuertes”, escribió. “La vida de familia, con sus múltiples dolores de mil tipos, es decir, la vida de una madre; la vida de las Obras de la Cruz, con todas sus tristezas y responsabilidad… y la vida del Espíritu, o vida interior, que es la más pesada de todas, con sus altibajos, sus tempestades y sus luchas, sus luces y su oscuridad. ¡Bendito sea Dios por todo!”
Conchita pasó sus últimos años viviendo con sus hijos y nietos y escribiendo, siempre escribiendo. Falleció el 3 de marzo de 1937, a la edad de 74 años. Al final de su vida, había acumulado más de 60.000 páginas manuscritas.
Oración: Su don a la Iglesia. Cuando los hijos de Conchita hablan insisten en que ella fue simplemente una buena madre, pero lo sorprendente es que una mujer de su condición de vida haya sido instrumento de tanto bien. Lo que más me impresiona era su compromiso de oración personal y Misa diaria, que hizo posible su vida familiar y su ministerio en la Iglesia. La vida de oración de Conchita no fue una pérdida de tiempo ni un empeño egoísta; fue una bendición para su familia y para ¡toda la Iglesia!
Ya se ha iniciado en el Vaticano el proceso para pedirle al Santo Padre la proclamación de la Venerable Conchita de Armida como Beata de la Iglesia, y se espera que eso suceda en el futuro próximo.
Este año, mientras prosigo mi vida común y corriente y llena de pañales, tengo presente que, al igual que Conchita, yo también puedo acudir a Dios en cualquier situación y confiar que el Espíritu Santo me ayudará a dar frutos como él quiera.
Laura Loker vive en el norte de Virginia, en un suburbio de Washington, DC.”
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