Una decisión transformadora
El valioso hábito de leer la Sagrada Escritura
Muchos católicos dicen que, años atrás cuando estaban en la escuela, las monjitas o los sacerdotes no los dejaban leer la Biblia porque decían que, después de la reforma protestante, la Iglesia Católica había prohibido al pueblo leer la Biblia.
Mucha gente lo entendió así, pero lo cierto es que la Iglesia había afirmado que no era conveniente que personas no preparadas leyeran la Santa Biblia porque fácilmente podían interpretar erróneamente el significado y caer en la herejía, como efectivamente sucedió en muchos casos.
Por tal razón, muchos cristianos se acostumbraron a usar libros de devoción y oraciones escritas, pero no la Sagrada Escritura. Aunque, naturalmente, todo católico que asiste a Misa siempre escucha la proclamación de la Palabra de Dios.
Pero desde 1965, cuando concluyó el Concilio Vaticano II, se vio que la Iglesia en realidad animaba a los católicos a adoptar la práctica de leer asiduamente la Palabra de Dios. Efectivamente, la Constitución Dei Verbum (DV) sobre la Divina Revelación, nos dice, en su apartado 25, que “el Santo Concilio recomienda insistentemente a todos los cristianos… a que aprendan ‘el sublime conocimiento de Jesucristo’ (Filipenses 3, 8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras, ‘porque el desconocimiento de las Escrituras, es desconocimiento de Cristo’”, como lo dijo san Jerónimo, traductor de la Biblia Vulgata.
¿Por qué el cambio? En realidad, no fue un cambio, sino una apertura facilitada por el progreso tecnológico de la imprenta y la facilidad con que ahora se puede conseguir una Biblia impresa, o incluso en forma electrónica, cosa que era imposible o muy difícil hace varios años.
Valor del texto sagrado. La misma Constitución Dei Verbum añade que: “En los sagrados libros, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, y fuente pura y perenne de la vida espiritual” (DV, 21).
Siendo así, conviene dedicarse a leer, estudiar y meditar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura, porque su lectura no sólo nos lleva más cerca de Dios, sino también tiene el poder de comunicar el amor, la gracia, la salvación y la misericordia divina al corazón humano. Hermano, conforme vayas leyendo estos artículos, piensa que Dios quiere llamarte a dedicar el resto de este año, y tal vez el próximo, a leer asiduamente la Sagrada Escritura. Para ello, lo mejor es fijar un tiempo cada día a leer el texto bíblico en oración y meditar en la Palabra de Dios, a fin de aprender a escuchar la voz del Señor, que te va a ir hablando a través de su Palabra.
Aprender a vivir. Si bien hay muchos beneficios personales que se derivan de la lectura y la oración con la Sagrada Escritura día tras día, hay dos que se destacan especialmente. Una es el beneficio de cómo el Espíritu Santo vivifica la Escritura cuando leemos con fe. Si le damos la oportunidad, el Espíritu Santo irá inscribiendo las leyes de Dios en nuestro corazón y nos mostrará cómo aquellas palabras, que fueron escritas hace miles de años, siguen siendo una auténtica fuente de sabiduría para nosotros el día de hoy. Ciertamente, lo son porque, como lo dijo San Pablo a Timoteo, “Toda la Sagrada Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar, para reprender, para corregir y para educar en la virtud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté enteramente preparado para toda obra buena” (2 Timoteo 3, 16-17).
Esta es una de las maneras más comunes y más poderosas en que actúa el Espíritu Santo, porque utiliza la Palabra de Dios para enseñarnos, corregirnos cuando nos desviamos del camino y capacitarnos para dar buen fruto. Por ejemplo, puede utilizar la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30) para hacernos ver que la mente humana está dotada de muchos dones y virtudes, como el trigo, pero que también tiene ciertos aspectos desordenados, como la cizaña. O quizá el Espíritu utilice la parábola del siervo que no quiso perdonar (Mateo 18, 21-35) para instarnos a ser más bondadosos y prudentes en nuestras relaciones con los demás.
Un ejemplo. Una vez un hombre llamado Alberto tuvo que enfrentar una dificultad muy grande. Le diagnosticaron un avanzado cáncer al colon, noticia que le impactó profundamente y le pareció que todo estaba perdido. Nunca había logrado darse ánimos él mismo, por lo que prácticamente no podía decirse “Voy a luchar y venceré este cáncer” y la mayor parte del tiempo se sentía deprimido y triste, convencido de que iba a perder la batalla.
Un día, poco después de enterarse del diagnóstico, su esposa le dijo: “Alberto, quiero que leas unos pasajes de la Escritura que el padre Evaristo apuntó para ti en esta hoja.”
El primer pasaje era del Evangelio según san Mateo, y estaba centrado en las palabras de Jesús cuando le decía a sus discípulos “no se preocupen por su vida”, “¿acaso no valen ustedes más que todo lo demás?” y “ busquen primero el Reino de Dios” (Mateo 6, 25-34). El segundo pasaje estaba tomado de la carta de san Pablo a los filipenses, donde les decía que él había aprendido a soportarlo todo y que tenía la plena confianza de que podía hacer todo con la fuerza de Cristo (Filipenses 4, 10-13). El tercer pasaje era nuevamente de san Mateo, una invitación sencilla pero llena de amor de Jesús a sus seguidores, de entregarle a él todas las cargas (Mateo 11, 28-30).
Alberto se propuso leer estos pasajes todos los días y a medida que lo hacía iba adquiriendo una sensación de paz y tranquilidad cada vez mayor; sentía como si el Espíritu Santo lo estaba cuidando personalmente y llenando de más confianza, tanto fue así que empezó a regalar Biblias a otros pacientes de cáncer en el hospital. Con el tiempo, invitó a algunos de estos pacientes a reunirse con él en un grupo de estudio bíblico, para leer y meditar juntos la Palabra de Dios y apoyarse mutuamente en las dificultades que enfrentaban día tras día.
Conforme fue avanzando el año, el organismo de Alberto se fue debilitando y deteriorando lentamente, pero su espíritu, o sea su disposición para la vida, revivía cada vez más. Este hombre que una vez había estado deprimido y desalentado, se transformó en una persona que se había enamorado de Jesús por haberle dedicado tiempo a leer la Palabra de Dios cada día durante el último año de su vida. Incluso después de fallecer, el entusiasmo que Alberto tenía por la Escritura se propagó al resto de sus amigos del grupo de estudio bíblico y continuaron dedicados de lleno a recibir vida y ánimo leyendo y comentando los textos sagrados.
En efecto, gracias al sencillo acto de leer la Palabra de Dios día tras día, Alberto dejó que el Espíritu Santo cambiara su actitud y su forma de pensar; el Espíritu utilizó las palabras de la Escritura para enseñarle a modificar su actitud derrotista y compartir su experiencia con otros pacientes de cáncer, exactamente lo que la carta de san Pablo a Timoteo había dicho hace 2000 años que el Espíritu podía hacer. Y lo mejor es que nadie tiene que esperar a que tenga que enfrentar una situación dolorosa como una enfermedad terminal para empezar a leer la Biblia y dejar que la Palabra de Dios actúe con gran poder en su propia vida.
El fuego de la Escritura. El segundo beneficio que se deriva de la lectura de los libros sagrados es que el Espíritu Santo la utiliza para llevarnos a Jesús. En numerosas ocasiones leemos que el Señor enseñaba acerca de la Palabra de Dios y su explicación hacía que la Escritura cobrara vida en los creyentes. Dos de las ocasiones más impresionantes ocurrieron después de la resurrección del Señor.
Cuando Jesús se unió por el camino a los dos discípulos que volvían a Emaús, encontró que tenían la misma actitud de fracaso y derrota que Alberto había tenido (Lucas 24, 17). Cleofás y su amigo estaban deprimidos porque Jesús había muerto y todas sus esperanzas y sueños parecían haberse desvanecido. Sin dejarse reconocer, el Señor les echó en cara su falta fe: “¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer…!” (24, 25). Luego, usando las Escrituras hebreas, empezó a enseñarles acerca de sí mismo. Los discípulos finalmente reconocieron que era el Señor el que les hablaba cuando partió el pan al comienzo de la cena, y durante toda la conversación sentían que el corazón les ardía con una gran esperanza, entusiasmo y alegría cuando él les explicaba el significado de las Escrituras (24,32). Poco después, cuando Jesús se apareció a los apóstoles en el aposento alto, sucedió algo similar, porque dice el texto sagrado que “les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (24, 45).
El Señor quiere enseñarnos a todos a vivir de una manera que podamos dar mucho fruto; pero también quiere enseñarnos a conocerlo a él, en toda su gloria y esplendor; quiere revelarse a nosotros en la Escritura, en la Sagrada Eucaristía, en nuestra oración personal y de muchas otras maneras; quiere tomar todo lo que sepamos acerca de él en forma intelectual y llenarlo de vida en nuestro corazón, tal como lo hizo con los discípulos en el camino de Emaús y también con los apóstoles en el aposento alto.
Invitación a leer la Palabra de Dios. Los padres del Concilio Vaticano II nos llamaron a todos a leer la Sagrada Escritura, porque sabían que en ellas podemos encontrar a Jesucristo, nuestro Señor: “El Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos… a que aprendan ‘el sublime conocimiento de Jesucristo’, con la lectura frecuente de las divinas Escrituras… Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre…” (DV 25).
Es posible que estas palabras hayan resonado con un tono nuevo y revolucionario en su época, pero en realidad los padres conciliares estaban haciéndose eco de una larga tradición que ya estaba presente en la Iglesia por muchos siglos antes de este Concilio. A su vez, san Juan Crisóstomo (siglo IV) hizo un comentario más apremiante al respecto cuando dijo: “Esto es lo que ha arruinado todo, el hecho de que ustedes piensen que la lectura de la Escritura está reservada sólo para los monjes, cuando ustedes son los que la necesitan más que ellos. Los que están desempeñándose en el mundo y que día tras día reciben heridas tienen mayor necesidad de la medicina. Así pues, mucho peor que no leer la Escritura es la idea de que ellas no son útiles” (Homilías sobre san Mateo).
La Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, son escritos sagrados que Dios mismo nos dio para nuestra salvación. No se supone que el ser humano viva sólo de pan sino de toda palabra que sale de la boca y el corazón de Dios (Mateo 4, 4). De manera que te instamos, querido lector, a que tomes la decisión de leer y ponderar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura desde hoy mismo. Especialmente el día domingo, dedica tiempo a leer el Evangelio correspondiente a la Misa de ese día, para que el Espíritu Santo te revele a Jesús y de esa manera surja en tu corazón el fuego del amor al Señor. En efecto, la Biblia puede transformarnos por completo.
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