Una confesión sorprendente
El Espíritu Santo me sorprendió… ¡y me curó!
Por: Diana Salazar
Reconozco que me tarda mucho prepararme para el Sacramento de la Reconciliación. Se debe a que tiendo a vacilar entre dos tendencias.
A veces soy demasiado escrupulosa y siento que peco todo el tiempo, sobre todo en mis pensamientos. Otras veces, debido a que realmente hago un gran esfuerzo para no ofender a Dios en mi vida cotidiana, me cuesta saber qué cosas confesar. No es que me considere perfecta; me falta mucho para amar a Dios y al prójimo como debiera, pero sigo haciendo la misma lista de pecados que parecen triviales.
Los mejores planes. Una mañana, antes de la Misa, al entrar al confesionario yo sentía en mi interior esta conocida tensión. La noche anterior había rezado, me había hecho el examen de conciencia y había tratado de escuchar aquella voz tierna y susurrante del Espíritu Santo, pero no se me había venido a la mente ningún pecado grave. De todos modos, ya había pasado cierto tiempo desde mi última confesión, por lo que había decidido ir a recibir los sacramentos, pidiéndole a Dios que me ayudara a ser más virtuosa.
Después de toda la preparación, ya tenía una buena idea de lo que iba a confesar. Pero cuando comencé a hablar, mis labios pronunciaron algo diferente y comencé a sollozar. El padre Ramón me ayudó a identificar el problema: mi dificultad era que me costaba demasiado aceptar que yo estaba envejeciendo.
Siempre he admirado a las personas mayores que no parecen incómodos con su estado de vida, que son agradables, amables, confiados y hasta valerosos, o sea, los que “envejecen con elegancia”, como se dice. Pero después de cumplir los 65 años, comencé a preguntarme: ¿Cómo es posible envejecer de una manera que sea caracterizada como “con gracia, elegancia o belleza”? Me parecía que la expresión era una contradicción de términos. ¿Qué tenía de elegante el experimentar lo que se va perdiendo y lidiar con los obstáculos físicos que todos afrontamos cuando avanzamos en edad?
Me daba cuenta de que la pérdida de energía, movilidad y hasta funciones cerebrales que yo estaba padeciendo avanzaba lentamente, y eso me infundía temor y tristeza. Es decir, yo estaba envejeciendo con una actitud muy negativa, dando puntapiés y a veces expresando a gritos la injusticia que me parecía todo esto.
Encarar la envidia. El hecho de ir a la Confesión me obligó a enfrentar el miedo y mi falta de confianza en Dios. Pero había algo más. Mientras hablaba con el padre Ramón, el Espíritu Santo me hizo ver suavemente que yo pecaba por envidia. Admití que a veces me causaba frustración y envidia el ver a otras personas de mi edad o mayores que podían comer lo que quisieran y realizar largas caminatas, pasear en motocicleta y hacer ejercicio con frecuencia para mantenerse en forma. Pero más aún, envidiaba a las personas que aceptan la vida que les toca llevar, sea lo que sea, y hacerlo con paz y alegría.
El padre Ramón me propuso sabiamente una razón práctica para no envidiar nunca a una persona: Una persona puede parecer, externamente, que tiene salud, paz y armonía en su vida, pero realmente no sabemos qué cargas, pesares o sufrimientos interiores tienen que soportar, porque cada cual carga con su propia cruz. El padre también citó el pasaje donde San Pablo habla de su misteriosa “espina en la carne”:
Tres veces le he pedido al Señor que me quite ese sufrimiento; pero el Señor me ha dicho: “Mi amor es todo lo que necesitas; pues mi poder se muestra plenamente en la debilidad.” Así que prefiero gloriarme de ser débil, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Y me alegro también de las debilidades, los insultos, las necesidades, las persecuciones y las dificultades que sufro por Cristo, porque cuando más débil me siento es cuando más fuerte soy. (2 Corintios 12, 8-10)
Todo esto me dio mucho que pensar y rezar. Durante la Misa ese día, le pedí al Señor que me infundiera coraje para afrontar cualquier cosa que el futuro me deparara y confianza en el amor, la misericordia y la provisión de Dios para todas mis necesidades y tomé la decisión de no volver a pensar en lo que yo creía que estaba perdiendo.
Cuando llegué a casa, busqué el significado de la palabra perdonar: “No tener en cuenta la ofensa o falta que otro ha cometido.” Esto era exactamente lo que yo tenía que hacer, no sólo hacia otras personas, sino ¡hacia mi propio cuerpo débil y envejecido! Luego, cuando pensé en la gracia —es decir, el amor de Dios que actúa en nosotros— de repente comprendí lo que el Señor quiso decir cuando le respondió a Pablo: “Mi gracia te basta.” La única manera de envejecer con elegancia es permitir que el amor y la gracia de Dios actúen en mí.
Renovada en el Espíritu. Gracias a la sorpresa que me dio el Espíritu Santo en aquella confesión, experimenté el Sacramento de la Reconciliación como la potente obra de curación que realmente es. No sólo logré reconciliarme con la realidad de que ya no soy tan joven como antes, pero también adquirí una nueva visión: mi debilidad se transforma en algo positivo cuando confío en la fortaleza de Dios y le ofrezco todas mis labores y experiencias para su gloria.
Ahora, cada vez que me siento tentada a dejarme llevar por la lástima de mí misma, trato de recordar que todos tenemos nuestras propias cruces y que la gracia de Dios es suficiente para mí. Y así, finalmente, puedo decir realmente que he aprendido a envejecer con elegancia.
La autora, que usa un apellido ficticio por razones de privacidad, ha venido apreciando “las dificultades y los beneficios” de la Reconciliación Sacramental desde que se convirtió al catolicismo hace unos 27 años.
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