Una Alianza de amor
Dios anhela tener un pueblo de su propiedad
Hermano, ¿cuándo fue la última vez que estuviste en una boda? ¡Qué inspirador es ver que un hombre y una mujer se comprometen solemnemente delante de Dios a amarse y respetarse mutuamente para toda la vida! La Iglesia considera que el matrimonio es tan valioso y profundo que le llama una “alianza”, vale decir, un vínculo de por vida tan sagrado que no puede romperse por ningún motivo.
Pero el día de la boda de una pareja no es más que el principio, pues con el devenir de los años, su alianza conyugal los irá cambiando conforme la vida personal de cada uno se vaya entrelazando con la del otro y vayan aprendiendo a amarse y servirse recíprocamente, “en la salud y la enfermedad, en la abundancia y en la pobreza.”
Esta imagen del matrimonio es una hermosa ilustración de la alianza que Dios ha establecido con todos sus hijos, es decir, la alianza que el Todopoderoso ha hecho también contigo. El Señor ha creado un vínculo sagrado e indisoluble con quienes formamos su Pueblo con el fin de transformarnos desde dentro. En esta revista nos abocaremos a analizar esta alianza; y examinaremos cómo Dios se ha comprometido con nosotros de un modo irrevocable e incondicional. Queremos analizar la pregunta de cómo puede esta alianza cambiar nuestra propia vida, individualmente y como Iglesia, cuando nos comprometamos a vivir en la práctica la alianza de Dios con nosotros.
¿Qué es una alianza? Los pactos han desempeñado una función importante en la historia del Pueblo de Dios. En el antiguo Medio Oriente se utilizaban los pactos para establecer solemnemente los convenios que se hacían entre dos clanes, ya fuera para formar una alianza de cooperación o para hacer frente a un posible peligro de guerra. En el Génesis, por ejemplo, Abimelec, rey de Gerar, llama a Abraham y le dice: “Vemos que Dios te ayuda en todo lo que haces. Por lo tanto, júrame por Dios, en este mismo lugar… aquel mismo día los dos hicieron un trato.” (Génesis 21, 22-23. 27).
En muchos casos, una nación más débil le proponía a una más poderosa que concertaran un pacto para beneficio mutuo. La nación más fuerte se comprometía a proteger a la más débil y comerciar con ella, y ésta prometía no aliarse con los enemigos de la primera.
Ahora bien, por muy poderosos o débiles que fueran los pactantes y por grande o pequeño que fuera aquello que estaba en juego, había algo que nunca dejó de ser válido: una alianza era sagrada y su cumplimiento obligatorio. Ambas partes estaban obligadas a cumplir el pacto o sufrir severas consecuencias, tanto por acción de sus dioses como por la parte perjudicada.
Abraham: bendecido abundantemente. Cuando llegó el momento en que Dios iba a congregar a su pueblo, quiso expresar su amor y dedicación valiéndose de algo bien conocido para ellos: la ceremonia de una alianza. El Señor se le apareció a Abraham y le dijo: “Yo haré una alianza contigo” (Génesis 17, 2). A partir de ese preciso momento, Dios manifestó claramente que quería establecer una estrecha relación con Abraham y su descendencia.
En esta alianza, Dios se comprometió a bendecir abundantemente a Abraham y su descendencia y le prometió darle en propiedad la tierra de Canaán (hoy territorio de Israel, Gaza y ciertas partes de Jordania, Siria y Líbano) en los siguientes términos: “La alianza que hago contigo, y que haré con todos tus descendientes en el futuro, es que yo seré siempre tu Dios y el Dios de ellos” (17, 7). Por su parte, Abraham y su familia se comprometieron a vivir según los preceptos de Dios y cumplir su alianza.
Pero si bien esta alianza de Dios con Abraham era similar a otros pactos humanos, había una diferencia fundamental: era un acto de gracia pura, pues Dios tomó la iniciativa de descender desde el cielo, darse a conocer y establecer una alianza con este nómada de avanzada edad y sin hijos. Todo lo que Abraham tenía que hacer era creer en las promesas del Altísimo y comprometerse a obedecer lo que Dios le dijera o le mostrara.
Dios le prometió a Abraham que, si éste cumplía su parte del pacto, él lo bendeciría mucho más de lo que jamás se pudiera imaginar. Sus descendientes serían tan numerosos como las estrellas del cielo y llegarían a ser toda una nación, un pueblo a cabalidad, que sería una bendición para el mundo entero. Gracias a su alianza con Dios, los descendientes de Abraham vendrían a ser un canal de la gracia, la fidelidad y la protección de Dios para cuantos quisieran cumplirla.
Una alianza con Israel. Pero lo de Abraham fue solo el comienzo. A lo largo de la historia de Israel, Dios dejó en claro su amor una y otra vez haciendo su alianza más generosa y más amplia. Cuando el pueblo sufría grandes padecimientos en su esclavitud en Egipto, Dios fue a rescatarlos. Por medio de Moisés, el Señor los hizo cruzar en seco el Mar Rojo y los llevó por el desierto. Allí, en el monte Sinaí, Dios ratificó su alianza con ellos de una manera mucho más profunda que la que había hecho con Abraham.
Esta alianza fue mejor porque marcó la fundación de Israel como nación, de modo que el pueblo ya no eran solamente los hijos de Abraham, sino “un reino de sacerdotes y un pueblo consagrado a Dios” (Éxodo 19, 6).
Fue más profunda, además, porque Dios les mandó claramente actuar de una forma determinada, para lo cual les dio los Diez Mandamientos, de modo que todos juntos rindieran honor y adoración a Dios en primer lugar, y luego se amaran unos a otros como verdaderos hermanos. Les dio también una nueva forma de culto o liturgia centrada en torno al arca de la alianza, con el fin de que experimentaran su presencia de un modo más claro y más íntimo. Así les enseñó a vivir enteramente dedicados a él y para que fueran portadores de la bondad de Dios para sus pueblos vecinos.
La promesa de una nueva alianza. El tiempo fue pasando y los israelitas crecieron y prosperaron. Pero la voluntad de Dios para Israel no siempre logró avanzar sin tropiezos, pues al igual que sucede en nuestra propia vida, hubo épocas de bendición y obediencia y épocas de debilidad y pecado. Cuando iniciaron su vida nueva en la Tierra Prometida, el pueblo comenzó a abandonar su vocación santa y privilegiada, consideraron que era obvio que Dios los amaba mucho y olvidaron todo lo que él había hecho para salvarlos y protegerlos. En otras palabras, se olvidaron de su alianza con Dios.
Así sucedió que, en lugar de rendir adoración al único Dios verdadero, el pueblo comenzó a adorar a los ídolos de sus vecinos, los cananeos y los filisteos. Y, como siempre sucede, la adoración a estos dioses falsos los llevó a practicar todos los pecados e injusticias que esos dioses representaban. Así empezaron a atribuir más valor a las riquezas y el poder humano que al amor y la misericordia; los ricos comenzaron a explotar a los pobres y los pecados de engaño y adulterio fueron causa de enemistades y división. Muchos de los habitantes dejaron de elevar el corazón y la mente a Dios, y así lo demostraban sus obras.
Por dejar de cumplir su alianza con Dios, los hijos de Israel perdieron la protección divina, algo similar a lo que sucede cuando los hijos no hacen caso de los sabios consejos de sus padres y adoptan comportamientos inconvenientes y riesgosos. Así fue que Israel terminó por ser derrotado por las naciones vecinas más poderosas y el pueblo quedó devastado, aparte de que muchos de ellos fueron enviados al exilio, donde lamentaban amargamente y con lágrimas de desconcierto lo que les había sucedido. ¿Qué había pasado? ¿Acaso Dios no había hecho una alianza con nosotros y prometido protegernos? Poco a poco se fueron dando cuenta de que su propio pecado era lo que les había traído estas desgracias. Era claro que estaban sufriendo las consecuencias de su negativa a cumplir la alianza con Dios.
Pero Dios nunca abandonó a su pueblo. Había hecho un pacto con ellos y estaba decidido a mantenerlo, y quería que ellos siempre fueran su propio pueblo y llegaran a ser luz para las naciones. Por eso, a través del profeta Jeremías, prometió que volvería a reunirlos y que haría una alianza nueva y mejor con ellos:
Pondré mi ley en su corazón y la escribiré en su mente. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Yo, el Señor, lo afirmo. Ya no será necesario que unos a otros, amigos y parientes, tengan que instruirse para que me conozcan, porque todos, desde el más grande hasta el más pequeño, me conocerán. Yo les perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus pecados. (Jeremías 31, 33-34)
Por boca del profeta Ezequiel prometió aún más:
Pondré en ustedes un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Quitaré de ustedes ese corazón duro como la piedra y les pondré un corazón dócil. Pondré en ustedes mi espíritu, y haré que cumplan mis leyes y decretos; vivirán en el país que di a sus padres, y serán mi pueblo y yo seré su Dios. (Ezequiel 36, 26-28)
Dios es siempre fiel. Los Israelitas fueron infieles muchas veces, pero Dios siguió siendo fiel y nunca renunció a protegerlos. Incluso cuando se vio claramente que ellos nunca podrían mantener la Alianza por sus propios medios, él siguió comprometido con ellos, y les mostró que este primer pacto con Israel apuntaba hacia una nueva alianza. Esto significaba que en el horizonte les esperaba algo nuevo y maravilloso, que se cumpliría en Jesús. Pero esa es otra historia: una historia de misericordia, generosidad, curación y justicia, y más importante aún, el fiel amor de Dios. A continuación, veremos hasta dónde se extiende el amor comprometido de Dios: hasta el punto de enviarnos a su Hijo único.
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