Una alianza de amor
Cuando yo cubra de nubes la tierra, aparecerá el arco iris…
En algunas iglesias, cuando el sol matinal brilla con fuerza, los fieles que van a la celebración de la Misa pueden ver el colorido efecto luminoso de un arco iris cuando los rayos de luz atraviesan los hermosos vitrales del templo.
Este efecto nos hace recordar la promesa de Dios, de estar siempre con nosotros. La alianza de amor que hizo el Señor—manifestada en el arco iris—es una de las imágenes más sublimes e inspiradoras que podemos tener cuando recibimos a Jesucristo, nuestro Señor, en la Sagrada Eucaristía.
A través de toda la Escritura, vemos que Dios siempre ha querido hacer un pacto con sus hijos, es decir, tener una relación de alianza con ellos. Lo vemos en las historias de Adán y Eva, Noé, Abraham, Moisés y David. Este deseo de Dios, de hacer una alianza de amor con su pueblo, se percibe en todos los profetas, es un tema central de los Evangelios y se amplía en las epístolas hasta llegar a su dramático punto culminante en el libro del Apocalipsis. En pocas palabras, Dios se ha comprometido eternamente con sus hijos mediante una alianza inquebrantable y nos invita a que nosotros hagamos lo mismo con él.
En este artículo observaremos de qué manera la Sagrada Eucaristía revela la alianza de amor que Dios ha hecho con sus hijos y cómo cada vez que recibimos el Cuerpo y la Sangre de Jesús podemos escuchar a Dios, que renueva su promesa diciéndonos: “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo.”
El Dios de la Alianza. El corazón mismo de nuestra alianza con Dios implica que ambas partes tienen sus propias responsabilidades que cumplir. Por la parte de Dios, el Señor nos promete darnos su Espíritu Santo, grabar sus leyes en nuestro corazón, perdonarnos y cuidarnos para nuestro bienestar y felicidad. A su vez, Dios nos pide que, por nuestra parte, vivamos como el pueblo de su propiedad, es decir que lo amemos, seamos fieles a su voluntad, recurramos a él cuando necesitemos ayuda, rechacemos toda forma de idolatría y cumplamos fielmente sus mandamientos.
A través de la historia, Dios siempre ha cumplido su parte de la alianza, pero no así los humanos. Le hemos demostrado un amor inconstante, no siempre hemos cumplido sus mandamientos y hemos adorado los ídolos que nosotros mismos nos hemos creado. Pero en lugar de dejarnos abandonados y rechazados, nuestro Padre celestial continúa llamándonos con la esperanza de que un día escuchemos su voz y volvamos a casa.
¡Cómo olvidar la historia del profeta Oseas y Gómer, su mujer (Oseas 1-3)! Gómer fue infiel a Oseas y naturalmente le causó enorme pesar y sufrimiento, pero en el curso de esta trágica y dolorosa relación, Dios le enseñó a Oseas dos cosas: primero, que el pueblo de Israel había tratado a Dios tal como Gómer lo había tratado a él. Segundo, le dijo a Oseas que recibiera de nuevo a Gómer, se reconciliara con ella y la amara tal como Dios ama al Israel infiel. La historia de Oseas y Gómer es, pues, un ejemplo patético de la historia de la relación de alianza entre Dios y nosotros.
Pero cuando Jesús vino al mundo, esta historia cambió dramáticamente. Finalmente, en Jesús Dios encontró a alguien que cumpliera la alianza en todos sus aspectos. Nunca ni una sola vez Jesús violó su parte de la alianza, ni una sola vez pecó y, lo que es más, cuando Jesús partió el pan y bendijo el vino en la Última Cena, aquel que vivió la alianza en forma perfecta vino a ser él personalmente la Nueva Alianza entre Dios y nosotros. Por su propia sangre, Jesús ratificó la Nueva Alianza con Dios en favor de todos nosotros, y así vino a ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1,29).
En su esencia misma, esto es lo que celebramos cada vez que participamos en la santa Misa. Cuando nos congregamos junto a la mesa del Señor, aceptamos la Nueva Alianza de Dios con nosotros y prometemos cumplir nuestra parte de dicha alianza. Al mismo tiempo, la santa Misa es la mejor oportunidad que tenemos para que Dios escriba esta alianza en nuestro corazón y nos convenza de que jamás nos abandonará.
La Nueva Alianza: un acontecimiento y un sacramento. Con lo misteriosas que tal vez parezcan estas palabras, la Nueva Alianza es tanto un hecho histórico, que se concretó en el Calvario, como un sacramento de la gracia, que transciende el tiempo y el lugar. Es cierto que el sacrificio de Jesús nunca podrá ser repetido. Sucedió una sola vez para siempre (Hebreos 10,14); sin embargo el Señor nos mandó reactualizar este sacrificio cada vez que celebramos la Sagrada Eucaristía (1 Corintios 11,24). De manera que, haciéndonos eco de lo que la Virgen María dijo una vez, tal vez queramos preguntarle al Señor “¿Cómo puede ser esto?” (Lucas 1,34). Tal vez las palabras de uno de los primeros padres de la Iglesia nos ayuden a entenderlo:
San Juan Damasceno escribió una vez diciendo: “Ustedes preguntan, cómo puede el pan llegar a ser el Cuerpo de Cristo y el vino transformarse en la Sangre de Cristo. Yo les digo: el Espíritu Santo viene sobre ellos y realiza aquello que sobrepasa cualquier palabra y pensamiento… Baste con saber y entender que es por el Espíritu Santo que el Señor, por medio de sí mismo, tomó carne” (Exposición sobre la fe ortodoxa, 4.13)
Como lo reconoció San Juan Damasceno, tal vez nunca entendamos cabalmente el misterio de la Sagrada Eucaristía, pero tampoco debemos dejar que eso nos impida recibir sus bendiciones. Tal vez sea suficiente atenernos a la orden de nuestro Redentor de hacerlo en memoria suya, y quizás baste con creer que el hecho de comer y beber al Señor puede ejercer un efecto innegablemente transformador en nuestra vida.
Protegidos por la Eucaristía. Cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, recibimos el poder necesario para luchar contra el pecado y mientras más frecuentemente recibamos la Eucaristía, mejor podremos doblegar nuestras tendencias a la desobediencia y el pecado. Cuando Jesús dijo “Esta es mi sangre que será derramada para el perdón de los pecados”, queda claro por cierto que esta Sangre ofrecida tiene un elemento de protección. Muchos siglos atrás, en Egipto, cuando Dios había llamado a Moisés y le había dicho que se preparara para el ángel de la muerte, le dijo que reuniera al pueblo y le dijera que tomaran un poco de la sangre del cordero que sacrificarían para la cena de Pascua y untaran “las dos jambas y el dintel de la puerta de la casa”, porque Dios les prometió diciendo: “Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo y no habrá entre ustedes plaga exterminadora” (Éxodo 12,7.13).
Ahora bien, si Dios utilizó la sangre de un cordero para proteger a los israelitas que comerían la carne de ese mismo cordero, ¿no nos protegerá a nosotros de los estragos del pecado cuando comamos la Carne y bebamos la Sangre de Jesús, el Cordero de Dios? Cada vez que comemos el Cuerpo y bebemos la Sangre de Cristo, no estamos solamente renovando una alianza en términos jurídicos, estamos entrando en el poderoso y amoroso abrazo de Dios. A él le pertenecemos y él nos protegerá y nos guardará muy cerca de su corazón.
Oremos por una renovación. Habiendo presentado estas verdades acerca de la Sagrada Eucaristía, tal vez podemos hacernos la siguiente pregunta: “Conscientes de todo lo que la Santa Comunión hace por nosotros, y de todo lo bueno que nos llega a través de la Nueva Alianza, ¿por qué se encuentra la Iglesia en el estado en que está? ¿Por qué hay tanta apatía? ¿Por qué hay tanto egoísmo y desobediencia?
Si bien las respuestas a estas preguntas son largas y complejas, hay algo que sin duda queda claro: la unidad de la Iglesia está integralmente vinculada a una apreciación cada vez más profunda de la Sagrada Eucaristía. Cada pedazo de pan que comemos es el producto de miles de granos de trigo; cada copa de vino que bebemos está hecha del jugo de miles de uvas. Pero cuando comemos el Cuerpo de Jesús y bebemos su Sangre, todos estamos comiendo una sola Eucaristía, todos participamos de una sola alianza eterna.
Así como Jesús y el Padre son uno, Dios quiere que nosotros seamos uno, que no estemos separados por la división, la desobediencia ni la indiferencia, sino que estemos todos entrelazados en una alianza de amor y fidelidad. La Eucaristía es el poder de Dios que nos lleva a un nivel más profundo de unidad. Hace que nosotros, que somos miembros individuales de la Iglesia, seamos como los granos de trigo que hacen un solo pan, o las uvas trituradas que hacen una sola copa. La Santa Comunión intensifica la comunión fraterna, porque nos tritura y nos amasa hasta formar de nosotros una sola Iglesia, que es santa, católica y apostólica, como lo desea nuestro Padre.
Oremos, pues, para que el Espíritu Santo reanime en nosotros el espíritu de la unidad y el amor. Que Dios continúe bendiciéndonos a nosotros y a toda nuestra Iglesia mientras recibimos el Pan de la vida.
Comentarios