Un tesoro de lo alto
¿Qué ayudó a San Pablo a seguir adelante?
Todos tenemos nuestros héroes. Puede ser el abuelo cuyos años de experiencia le han concedido una sabiduría profunda. Puede ser un líder político cuya valentía en medio de la oposición que enfrenta nos inspira. O quizá un personaje ficticio, como Hombre Araña o Josefina de la novela Mujercitas. Generalmente escogemos héroes cuyas virtudes brillan intensamente: Su extraordinaria valentía, su paciencia que todo lo soporta o su agudo entendimiento.
Sucede un poco diferente con los santos. Desde luego, ellos demuestran una virtud heroica que es completamente distinta. ¡Por eso son santos! Pero todos los santos tienen una cosa en común que es posible que no encuentres en otros héroes: Son extremadamente humildes.
Mira el ejemplo de San Pablo. Este hombre lo tenía todo. Era un pensador brillante, un escritor talentoso, un apóstol valiente y un pastor compasivo. Pero cuando su reputación fue atacada por un grupo que él llamó “falsos apóstoles”, la defensa de Pablo resultó algo inesperada (2 Corintios 11, 13). En lugar de hacer una lista de todas sus habilidades y logros, Pablo se describió simplemente como “una olla de barro” que contiene la gran “riqueza” de Cristo en su corazón (2 Corintios 4, 7).
Los “falsos apóstoles”. Puede parecer extraño que no hable de sus propios talentos, pero si observamos el contexto de esta declaración, podemos comenzar a comprender lo que obligó a Pablo a escribir de esta forma tan humilde. Pablo había pasado dieciocho meses (entre los años 49 a 51 d. C.) en la ciudad de Corinto, evangelizando, enseñando y estableciendo la iglesia ahí. Pero después de irse, algunos extraños llegaron y comenzaron a enseñar un evangelio que era diferente del mensaje que Pablo les había transmitido a ellos.
Y por si fuera poco, estos falsos apóstoles también trataron de destruir la reputación de Pablo. Ellos se centraron en sus defectos personales, tales como su apariencia física y su estilo de predicar. Dijeron: “Sus cartas son duras y fuertes, pero él en persona no impresiona a nadie, y como orador es un fracaso” (2 Corintios 10, 10). Ellos presumieron de sus propias experiencias místicas e incluso escribieron cartas de recomendación para aumentar su reputación, dos cosas que Pablo evitaba hacer para no parecer orgulloso (3, 1-3; 11, 1-7; 12, 1-4).
Estos ataques contra su reputación y los intentos por desacreditar su enseñanza lastimaron a Pablo profundamente. Así que él decidió responder. Sentía que debía defenderse a sí mismo para poder continuar ayudando a los creyentes en Corinto. Él sabía que si estos falsos apóstoles no eran confrontados, muchas personas terminarían siguiéndolos, y la iglesia ahí podía terminar en ruinas.
Entonces, ¿cómo enfrentó él la situación? ¡Magistralmente! Les dijo a los corintios que él no era más que un siervo humilde e imperfecto pero que llevaba sobre sí y proclamaba un gran tesoro: Jesucristo, el Hijo de Dios. Es probable que Pablo no tuviera una apariencia llamativa o no fuera tan refinado en su presentación como los otros, pero su mensaje compensaba por mucho sus falencias personales. Así que si los corintios estaban siendo persuadidos para menospreciar el mensaje de Pablo porque no era un orador dinámico o porque tenía una apariencia desarreglada, su carta los hizo reconsiderar su opinión.
Esta misma verdad aplica para cada creyente: No importa lo imperfectos que podamos sentirnos como mensajeros del evangelio, el tesoro que guardamos es glorioso y perfecto.
Transformado por su gloria. ¿Cómo llegó Pablo a la conclusión de que él solo era una vasija y que el verdadero tesoro se encontraba en el Señor? ¿Cómo tuvo tanta claridad sobre su necesidad de colocar a Jesús en el centro y no a sí mismo? La respuesta la encontramos atrás en el tiempo, al momento de su conversión. El dramático encuentro que tuvo con Jesús en el camino a Damasco cambió su vida para siempre (Hechos 9, 1-9). Con un destello, sus ojos se abrieron a la grandeza y la gloria de Jesús, y a sus propios defectos y debilidades.
Podría ser muy tentador colocar a Pablo en un pedestal debido a su memorable experiencia de conversión. Pero eso sería un error. San Pablo no fue el único que experimentó la presencia del Señor de una forma tan impresionante. Moisés tembló de miedo y escondió su rostro cuando se encontró con Dios en la zarza ardiente (Éxodo 3, 6). Cuando el profeta Isaías vio al Señor, cayó de rodillas y exclamó: “¡Ay de mí, voy a morir!” (Isaías 6, 5). Ezequiel no pudo hacer más que caer rostro en tierra cuando vio al Señor (Ezequiel 2, 1; 3, 23). Cuando Pedro, Santiago y Juan presenciaron la transfiguración de Jesús y escucharon la voz de Dios, cayeron a tierra llenos de miedo (Mateo 17, 6).
Esta clase de experiencia no está limitada a estos héroes especiales de nuestra fe. Así como hizo por San Pablo, Jesús desea abrir los ojos de nuestro corazón a su gloria y majestad. El Señor desea mostrarnos quién es él: Un Dios de misericordia y amor. ¡Este es el tesoro magnífico que habita en nosotros! Y cuanto más experimentemos la gloria de Dios de esta forma, más dispuestos estaremos a entregarnos a él y a vivir como discípulos comprometidos y humildes.
Cristo está en ti. Dios nos llama a todos a proclamar el evangelio como lo hizo Pablo. El Señor nos está pidiendo que les hablemos a las personas sobre Jesús y los ayudemos a recibirlo en su corazón. También nos llama a servir a los pobres y a mantenernos firmes contra la inmoralidad en nuestro mundo. Y quiere que hagamos esto con amor, respeto y gentileza (1 Pedro 3, 15-16). Esto puede parecer intimidante porque tendemos a estar conscientes de nuestra debilidad y nuestros defectos. Pero Dios conoce nuestra debilidad y defectos todavía mejor que lo que nosotros los conocemos, y aun así nos llama. Eso es porque también sabe que con Cristo que habita en nosotros, podemos hacerlo “todo” (Filipenses 4, 13).
Podemos tropezarnos con obstáculos, como le sucedió a Pablo. Es posible que a veces seamos sujetos de comentarios negativos e hirientes. Las personas pueden burlarse de nosotros cuando nos pronunciamos en contra del aborto. Un compañero de trabajo puede contar un chisme sobre nosotros a nuestras espaldas. Incluso nuestros propios hijos pueden tratar de sacudir nuestra fe recordándonos las formas en que todavía no vivimos el evangelio que predicamos.
Para hacer las cosas todavía más difíciles, es posible que Satanás nos tiente a retractarnos cuando enfrentemos oposición. Podría susurrarnos en nuestra mente: “¿Quién necesita servir al Señor si esta es la recompensa? Ya has tenido suficientes disgustos y preocupaciones en tu vida.” O puede animarte a responder con palabras fuertes.
Aun así, Jesús nos pide que nos mantengamos fieles. El Señor nos llama a seguir construyendo su Iglesia y a cuidar de su pueblo. Nos anima a mantener nuestra fuerza y valentía, a aferrarnos a nuestra paz y alegría y a rechazar la tentación de darnos por vencidos cuando sentimos que estamos siendo incomprendidos o atacados.
¿Cómo hacemos esto? Contemplando el tesoro que guardamos en nuestro corazón: “Cristo, que está en ustedes y que es la esperanza de la gloria” (Colosenses 1, 27). Digamos con San Pablo: “Por eso no nos desanimamos. Pues aunque por fuera nos vamos deteriorando, por dentro nos renovamos día a día” (2 Corintios 4, 16).
Mira la vasija. La fuerza de Pablo surgió de su experiencia inicial del Cristo resucitado y de su vida profunda de oración y entrega al Señor. Pablo fue cuidadoso de mantener viva la memoria de su conversión, y de permitir que el Espíritu llevara esa experiencia a niveles más nuevos y más profundos conforme pasaron los años.
Hermanos, este también es nuestro llamado; Jesucristo desea ser nuestro tesoro. El Señor quiere llenarnos —a nosotros, simples vasijas de barro— con más y más de su vida y amor hasta que estemos convencidos de que él, que está en nosotros, es más fuerte que aquél que está en el mundo.
¿Cómo lo hicieron?
Homilía de San Juan Crisóstomo sobre cómo los apóstoles fueron “vasijas de barro”
El siguiente extracto, el cual ha sido adaptado por la editora, es tomado de la octava homilía de San Juan Crisóstomo sobre la segunda carta de San Pablo a los corintios. En ella, San Juan Crisóstomo explica el contraste entre Cristo, que habita en nosotros, el gran tesoro y nuestra debilidad humana: La vasija de barro.
En el Antiguo Testamento, Dios utilizó a los débiles para vencer a los fuertes. Los grandes ejércitos de hombres fueron derrotados por los mosquitos y las langostas. La construcción de la gran torre de Babel se detuvo debido a la confusión de idiomas que surgió entre los obreros. En las guerras, Dios usó a los pequeños ejércitos para vencer las más duras adversidades y derrotar a los grandes poderes militares. Las ciudades fueron conquistadas al sonido de las trompetas. David, siendo un adolescente, hizo huir a toda una fuerza militar de filisteos. Y finalmente, doce hombres vencieron al mundo a pesar de la feroz persecución que sufrieron.
Así que maravillémonos ante el poder de Dios, admirémoslo y adorémoslo. Preguntemos a los judíos y a los gentiles por igual: ¿Quién persuadió a tanta gente alrededor del mundo para convertirse a otro modo de vida? ¿No fueron acaso pescadores, tejedores de tiendas, recaudadores de impuestos y personas sin educación? Esto no es para nada lógico, excepto cuando nos detenemos a pensar que fue Dios quien actuó a través de ellos…
¿Cómo fue que los apóstoles vencieron al mundo? ¿Cómo derrocaron a los filósofos y a los dioses? ¿No es evidente que fue porque Dios actuaba a través de ellos? Estos éxitos no provienen de orígenes humanos sino de un poder divino e indescriptible; de una divinidad actuando a través de la humanidad.
Medita en todas estas cosas. Acepta lo que se ha hecho como prueba de la promesa de Dios por el futuro. Ven y adora al Cristo crucificado que está en medio nuestro para que puedas formar parte del reino eterno por medio de la gracia y el amor de Dios.
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