La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Abril/Mayo 2011 Edición

Un sacerdocio real

Lo que dice el Antiguo Testamento acerca de los sacerdotes

Un sacerdocio real: Lo que dice el Antiguo Testamento acerca de los sacerdotes

Una de las definiciones que da el diccionario del término “sacerdote” es una persona que consagra su vida exclusivamente a realizar actos de intermediación entre Dios y los miembros de su congregación en la Iglesia.

Tal vez estas palabras no nos parezcan tan elocuentes como quisiéramos, pero si pensamos con más cuidado en la definición dada, veremos que el sacerdote realiza “actos de intermediación”, es decir, ¡es un mediador entre Dios y el ser humano! Es una responsabilidad enorme. Imagínese cómo será saber que la vocación de uno en la vida es actuar como puente entre Dios y su pueblo. Cada vez que el sacerdote bendice el pan y el vino en la misa, hace presente a Jesús en la vida de las personas; cada vez que dice “yo te absuelvo” en el confesionario, está librando a una persona de sus pecados; ¡aquellos pecados que la separaban de Dios Omnipotente!

Como dijo una vez San Juan María Vianney, el santo patrón de los sacerdotes: “Sin el Sacramento del Orden Sagrado, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo puso allí en el tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién le dio la bienvenida a tu alma cuando naciste? El sacerdote. ¿Quién alimenta tu alma y le da fuerzas para su travesía? El sacerdote. ¿Quién la preparará para presentarse ante Dios, bañándola por última vez con la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote.”

En esta temporada de Pascua, queremos reflexionar sobre la vocación del sacerdote lo haremos mirando a Jesús, nuestro Gran Sumo Sacerdote, y cómo Él se presenta ante el Padre cada día para interceder por nosotros y enseñarnos lo que es el sacerdocio perfecto. También meditaremos en lo que significa que todos estemos llamados a participar en este sacerdocio, de un modo general como pueblo de Dios o de un modo más formal como persona consagrada al sacerdocio ministerial ordenado de la Iglesia. Un buen comienzo es mirar cómo Dios creó el entorno adecuado para esta santa vocación, conforme se iba desplegando la historia de Israel en el Antiguo Testamento.

El sacerdocio del Antiguo Testamento se remonta hasta la tribu de Leví, una de las Doce Tribus de Israel. Los sacerdotes, que eran los descendientes de Aarón, formaban parte de la tribu de Leví. Los levitas tenían la misión de cuidar los santuarios y lugares sagrados de Israel. Los sacerdotes debían presidir el culto a Dios delante del Arca de la Alianza (Números 18,7). Siendo así, reflexionaremos sobre los dos cometidos principales que tenían los sacerdotes y los levitas: el servicio de la Palabra y el servicio del altar.

Hombres de la Palabra. Como posesión especial de Dios dentro de Israel, los levitas y los sacerdotes tenían la tarea de asegurar que el pueblo escuchara la Palabra de Dios y aprendiera a vivirla. En cierto modo, eran los predicadores y los catequistas de sus días. A ellos les correspondía explicar las leyes contenidas en la alianza y conservar la historia de lo que Dios estaba obrando en la vida del pueblo. Eran los encargados de preservar la historia misma de Israel: su liberación de Egipto, su encuentro con Dios en el Monte Sinaí, su peregrinación por el desierto y la conquista de la Tierra Prometida.

En las grandes ocasiones, como la Pascua Judía y la fiesta de Pentecostés, los sacerdotes volvían a relatar los portentos que Dios había hecho y enseñaban lo que significaba el pasado para la vida presente y futura del pueblo. “Dios los rescató de la esclavitud —les decían— por eso ustedes deben ser compasivos con los refugiados y los esclavos que hay entre ustedes” o bien, “Dios le dijo a Moisés que su nombre era Yo SoY. Él es el único Dios verdadero. Por eso, ustedes no deben tener nunca ídolos ni dioses falsos.”

Era precisamente en la proclamación de la Palabra y la narración de su propia historia que el pueblo sabía que Dios estaba con ellos. Cuando se proclamaban las Escrituras, la gente se sentía transportada en el tiempo para presenciar de nuevo aquellos milagrosos acontecimientos y experimentar algo del poder y la gran misericordia de Dios.

Hombres del Altar. Además de la enseñanza de la Palabra de Dios, los sacerdotes también eran ministros en el altar del Señor. Cuando se unieron las doce tribus bajo el reinado del Rey David y Jerusalén fue establecida como capital de la nación unificada, los sacerdotes asumieron funciones más importantes.

Posteriormente, el Rey Salomón, hijo de David, construyó una morada espléndida para el Arca: el Templo de Jerusalén, a donde todo Israel venía a celebrar sus grandes fiestas religiosas anuales. La misión principal que cumplían los sacerdotes era celebrar el Día de la Expiación, o Yom Kippur, en el cual, el sumo sacerdote llevaba la sangre de los animales sacrificados hacia la cámara más interior del Templo, la presentaba ante Dios y la rociaba sobre el altar. Aquella sangre limpiaba al pueblo de todos sus pecados cometidos desde el año anterior hasta entonces. Sólo el sumo sacerdote podía realizar esta obra y solo podía hacerla después de haberse purificado antes él mismo, de modo que pudiera entrar en la presencia del Señor.

El día de Yom Kippur era la ocasión en que la nación entera se purificaba de toda mancha espiritual. Era una fiesta solemne en que todos celebraban la bondad y la misericordia de su Dios, que siempre estaba dispuesto a perdonarlos y recibirlos de nuevo (Levítico 16,29-34). Y todo era posible gracias al ministerio de los sacerdotes.

La Palabra y el Altar hoy en día. A la luz de esta historia, no es difícil entender la conexión que hay entre los sacerdotes del Antiguo Testamento y los sacerdotes de hoy. A los sacerdotes y a los levitas de antiguo se les había encomendado ser ministros de la Palabra de Dios; así también nuestros sacerdotes están llamados a proclamar, enseñar y explicar la Palabra de Dios. En efecto, su tarea especial es mantener viva la historia de nuestra salvación en Cristo, e inspirar y exhortar a los fieles a llevar una vida digna de la redención que Jesús ganó para nosotros en la cruz. De modo que tanto en su predicación en la Misa, como en todas sus otras labores apostólicas, los sacerdotes tienen la misión de enseñarnos a hacer nuestra la salvación que el Señor Jesucristo obtuvo para nosotros.

Pero su ministerio no termina con la Palabra de Dios. Los sacerdotes también deben cumplir el doble ministerio de la Palabra y los Sacramentos, de modo que, tal como los sacerdotes del antiguo Israel, ellos también son hombres del altar, pero con la salvedad de que ahora los ritos que ellos realizan son más eficaces e importantes que obtener la expiación anual de los pecados. El altar de su ministerio es la Mesa de la Sagrada Eucaristía, donde ellos celebran nuestra eterna redención. Y ya no ofrecen animales sacrificados; ahora ofrecen el pan de vida y el cáliz de la salvación.

Queridos hermanos, propongámonos reconocer y respetar a aquellos hombres que han dedicado su vida por completo a cumplir este ministerio; mirémoslos con nuevos ojos y veamos tanto el privilegio como la enorme responsabilidad de su vocación, porque nuestro crecimiento en la vida espiritual depende de ellos. Es hora pues de reconocer el enorme valor de tantos y tantos que se han entregado del todo al Señor y renunciado a mucho para ser instrumentos de nuestra salvación durante años y años. ¡Lo que han dado de sí es extraordinario; por eso, nos corresponde a nosotros, los fieles, darles muestras de gratitud, cariño y honor!

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