Un milagro al pie de la cruz
Jesús salvó mi vida… ¡literalmente!
Por: Wendy Le
Allí estaba yo, arrodillada frente a la enorme cruz, de un metro y medio de alto que mis padres tenían en su cuarto de oración, pero este no era un tiempo ordinario de oración.
En la mano tenía yo el cuchillo más agudo y filoso que pude encontrar y mis palabras eran más cortantes aún: “Jesús, tú eres un falso y un mentiroso. Tú eres el culpable de todo mi dolor.”
¿Qué puede llevar a una persona a sentirse tan rencorosa y desesperada? ¿Cómo había llegado yo a este punto? No mucho tiempo antes me parecía que yo tenía todo lo que pudiera desear: una familia unida, padres cariñosos, varios amigos, una casa grande y dinero para comprar todo lo que quisiera. Pronto obtendría mi título universitario, me casaría con el hombre a quien amaba e iniciaría mi propia familia. Incluso mi vida espiritual lucía bien: yo iba a Misa cada semana con mi familia y sabía todo acerca de Dios y su amor.
La vida comienza a desmoronarse. Pero por debajo de todo esto, el tejido de mi familia empezaba a romperse por completo. Mis hermanos hicieron amistades con gente de malos caminos; mis padres luchaban por salvar su matrimonio, y a pesar de que mi vida parecía avanzar según lo planeado, por las noches yo lloraba hasta dormirme sintiéndome sola, deprimida y vacía.
Fue entonces cuando mi novio rompió conmigo, y el mundo se me vino abajo. Comencé a pasar por etapas de cólera extrema, rencor, desorientación y desesperación. A todos los que se me ocurría les culpaba de mi situación: mi ex novio, mi familia, mis amigos y especialmente yo misma. Comencé a aislarme de todos los que se preocupaban por mí, y para aliviar el dolor, comencé a beber en exceso.
Una vez que superé el choque inicial del rompimiento y el trastorno que éste me había causado, traté de reordenar mi vida, antes que nada con mi novio. En un esfuerzo desesperado por reconquistarlo, me dediqué a mejorar mi aspecto haciendo ejercicios y adoptando una dieta tan rigurosa que desarrollé un desorden nutricional. Me iba días enteros de compras y volvía con prendas exclusivas y joyas muy caras con la idea de mostrarle a mi ex novio lo que se estaba perdiendo. Pero todo lo que pude conseguir fue una deuda de diez mil dólares y un profundo sentido de desconsuelo y desdicha.
Tenía miedo de despertarme por las mañanas, porque la gravedad de toda la situación era un peso demasiado grande para mí. Por eso decidí que simplemente ya no valía la pena seguir viviendo.
“Muéstrame.” Así fue como llegué aquel día frente a la enorme cruz en el cuarto de oración decidida a quitarme la vida. Pero algo en mí seguramente deseaba encontrar algún motivo para vivir, porque me encontré no sólo acusando a Jesús, sino desafiándolo a que me convenciera de no llevar a cabo mi decisión.
“Si tú realmente me amas, ¡muéstrame quién eres!”
Nada. Agarré el cuchillo con más fuerza aún y puse la hoja contra las venas de mi muñeca, preparándome para iniciar el corte. Pero no pude hacerlo. Sollozando sin control, caí al suelo. Nada me resultaba bien, ni siquiera esto. En realidad, yo no tenía el coraje para hacerlo.
Mientras yacía postrada ante la cruz presa del llanto, percibí alrededor de mí el resplandor de una luz blanca muy brillante, que iluminaba todo el cuarto. Incluso con los ojos cerrados podía ver la luz. También sentí un calor que yo jamás había sentido antes y en mi corazón escuché claramente una voz que me decía:
¡Wendy, yo te amo! Siempre te he amado; te he amado con amor eterno. Yo te he querido desde antes de la fundación del mundo. Yo te amo, te amo a ti.
Allí empecé a sentir un gran alivio en mi corazón a medida que esas dulces y tiernas palabras penetraban en mi ser, y sentí que el peso del dolor comenzaba a disminuir y me sentí consolada y apreciada. Una quietud inexplicable empezó a brotar de mi interior y los pensamientos de suicidio desaparecieron por completo; más bien, me sentí llena de paz y esperanza. ¡Ahora sí quería vivir!
¡Jesús vive! Esta fue la primera vez que experimenté la presencia del Señor, y puedo decir con toda honestidad que ese día lo conocí como mi Señor y Salvador. ¡Jesús me salvó literalmente de quitarme la vida! Esa noche Jesús llegó a ser alguien que yo conocía en persona, no sólo alguien de quien había oído hablar.
En los días y meses siguientes vi que mi vida empezaba a reconstruirse desde sus bases. Ya no tenía mis sesiones de autocondenación ni de sentir lástima de mi misma ni arremetía contra mis hermanos. Sentía una paz profunda y había encontrado el amor que yo añoraba cuando lloraba hasta dormirme. Pero sobre todo, tenía una nueva esperanza. En lugar de temer despertarme por la mañana, comenzaba cada nuevo día con la sensación de que algo bueno y grande iba a suceder.
También descubrí un nuevo deseo de ir a Misa. ¿Cómo pude haberla encontrado aburrida o rutinaria? Quise estar con Jesús y conocerlo cada vez mejor. Si en un instante él pudo llenarme de tanta esperanza y paz, ¡cuánto más sería lo que tenía reservado para mí!
Empecé a buscarlo leyendo la santa Biblia, y las escrituras comenzaron a cobrar vida delante de mis propios ojos. Una y otra vez encontré versículos que reafirmaban el convencimiento que ahora tenía de cuánto me ama Dios y de que el Señor incluso se deleita conmigo: “Tú me conoces, Señor, profundamente: tú conoces cuando me siento y me levanto, desde lejos sabes mis pensamientos… Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el seno materno. Te doy gracias por tan grandes maravillas; soy un prodigio y tus obras son prodigiosas” (Salmo 138, 2. 14). Antes, me parecía que Dios estaba tan distante de mí que era casi inexistente; pero ahora yo veía que estaba realmente muy cerca y actuando en mi vida día a día.
Discípula suya. Pero incluso con esta paz recién descubierta, las dificultades de la vida no desaparecieron por arte de magia. Perdonar a mi novio fue un proceso largo y difícil. Y cuando el Señor me mostró que yo también le había causado daño a este hombre y que tenía que pedirle perdón, pasaron dos años antes de que pudiera hacerlo. La bulimia y la adicción a las compras tampoco desaparecieron de la noche a la mañana. Con la ayuda de mi familia, pude afiliarme a un gimnasio, volver a comer alimentos saludables y pagar mis deudas.
La aceptación de mí misma y la inseguridad siguen siendo una lucha diaria, pero estoy aprendiendo a no verme como me veía antes, sino a aceptar la verdad de cómo me ve Dios. En lugar de dejarme convencer por ideas falsas de que soy gorda y no tan inteligente, ni deseable ni bonita como quisiera, estoy aprendiendo a combatir esos pensamientos afirmando las cualidades que Dios dice que yo tengo: “Soy capaz, magnífica, bendecida y hermosa.” Al principio me parecía realmente extraño o incómodo afirmar estas cosas, pero conforme he seguido insistiendo, las falsedades van perdiendo su garra en mí y en mí se va reafirmando mi confianza como hija querida de Dios.
Lo que me ha ayudado sobremanera es que me uní a un grupo de oración cercano en el que encontré que muchos jóvenes también están buscando profundizar su relación con el Señor y están comprometidos a seguir creciendo juntos en la fe. Con la ayuda de estos amigos, he sentido que el Espíritu Santo ha ido cambiando mi forma de pensar y actuar y he descubierto que tengo el deseo de compartir con cualquier persona la buena noticia de que el Señor es un Salvador real y verdadero.
Ahora, estoy trabajando en una entidad que ayuda a jóvenes en situación de riesgo, y veo que ellos tienen el mismo hambre y el vacío que yo tenía. Por eso, cada día quiero vivirlo de una forma que anime a mis estudiantes a dirigir sus pasos hacia un Salvador que es real, auténtico y lleno de amor: Jesús, mi Señor, a quien encontré al pie de la cruz.
Wendy Le vive y trabaja en Florida.
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