Un martirio diferente
Cómo aprendí a dejar de hablar y comencé a escuchar
Trece años más tarde, con una idea más realista del martirio, pero sin perder el deseo de estar con Jesús para siempre, comencé mi primer semestre en una enorme universidad secular.
Yo sabía que la vida allí sería bastante diferente del ambiente cristiano en el cual había crecido en casa y en las escuelas católicas a las que había asistido, pero me sentía bien preparada para defender mis convicciones religiosas ante cualquier estudiante, profesor o colega.
Pero después de un año y medio de batallas intelectuales en el aula, me sentí preocupada. Aunque veía que yo “ganaba” muchos de los debates, no veía ninguna transformación positiva en la gente a quienes yo les hablaba. Mientras más defendía mi fe, más sentía que no la estaba comunicando. ¿Qué era lo incorrecto que estaba haciendo?
Finalmente, decidí cambiar de estrategia: Dejaría de hablar y comenzaría a escuchar. Cuando lo hice, comencé a experimentar una clase diferente de martirio, uno que no implica morir físicamente por Cristo.
Un nuevo modo de testimonio. Yo quería ser trabajadora social para ayudar a la gente que sufría y que estaba en situaciones difíciles. Así fue que, mientras más usaba mi nuevo plan de escucha —haciendo preguntas y procurando tratar a cada persona con humildad y amor— más se me iban abriendo los ojos para ver la inmensidad del sufrimiento que hay en el mundo.
Era fácil ver el dolor cuando alguien estaba sufriendo abiertamente, pero no tanto cuando el dolor permanecía oculto tras una máscara de cólera, actitud defensiva o desconfianza e incredulidad. Para ver ese sufrimiento y responder con amor, tuve que empezar por derribar las barreras que yo me había construido en torno a mí misma.
Un día en clase, una estudiante, con una clara expresión de irritación, afirmó: “¡El embarazo entre las adolescentes sigue aumentando porque la Iglesia Católica quiere impedir que se usen los anticonceptivos!” Sintiéndome personalmente atacada, estuve a punto de levantarme y silenciar de una vez a esta joven con un argumento agresivo sobre lo que enseña la Iglesia; pero justo en el último momento, el Espíritu Santo me tocó el corazón y me ayudó a percibir que esta joven sin duda había sufrido un daño profundo que la llevaba a proferir ataques como éstos a diestra y siniestra. Finalmente, en lugar de darle una respuesta airada, le ofrecí una cortés sugerencia en sentido contrario.
Después de clase encontré la oportunidad de hablar a solas con ella y le dije: “Parece que tienes sentimientos muy fuertes respecto a la Iglesia Católica.” Ella se desarmó y me confió que había tenido una experiencia que la había dejado devastada: una relación sentimental con un católico.
“¿Sabes? —le dije— yo soy católica y lamento muchísimo que hayas experimentado todo ese dolor. A veces hay grandes defectos e imperfecciones en el Cuerpo de Cristo.”
Cuando le di un abrazo de despedida, me pareció percibir una silenciosa sanación. ¡Qué agradecida me sentí de no haberla atacado verbalmente al principio y así haberla alejado más aún del amor de Dios! En cambio, cuando prosiguió el semestre, vi que ella estaba mejor dispuesta a aceptar las cosas de Dios y que se había liberado de gran parte de su enojo contra la Iglesia.
Abrir el corazón. Dejar de ser defensivo y comenzar a escuchar a las personas que rechazan las convicciones de uno es un camino cuesta arriba. Sin aceptar los puntos de vista de los opositores, uno puede abrir el corazón para tratar de comprenderlos y solidarizar con ellos, pero al mismo tiempo te expones a ser traspasado de dolor por el sufrimiento y el distanciamiento de Dios que experimentan esas personas.
Este nuevo “martirio” es lo que siento cuando me identifico con algunas de las jóvenes que tengo en mi programa de trabajo social. Casi todas ellas llevan una vida que yo calificaría de moralmente desolada. Al volver de sus fines de semana, me cuentan de sus aventuras sexuales de una sola noche, reuniones pro-aborto y otras experiencias que me destrozan el corazón. También me cuentan historias extremadamente dolorosas que las marcaron desde su niñez; muchas de ellas vienen de hogares totalmente destruidos y todavía evidencian heridas abiertas; incluso hay algunas a quienes desde antes de cumplir los cinco años ¡ya les habían dado alcohol o drogas!
Así fue como brotó en mí un amor profundo por cada una de estas mujeres. Ellas saben que yo soy católica comprometida y que no estoy de acuerdo con su estilo de vida, pero no tienen temor de que yo las juzgue o las condene. Una vez, una me dijo: “Yo siempre pensaba que las iglesias me considerarían una perdida, porque yo era muy joven cuando perdí mi virginidad. Pero tú me miras como amiga. Si las iglesias fueran así, creo que me gustaría volver.”
Por supuesto, yo les explico claramente cuáles son mis convicciones a estas amigas, pero de la manera más humilde y suave que puedo, y esto nos abre la puerta para hablar de temas como la castidad, el aborto y la oración. Con el tiempo me di cuenta de que estaban comenzando a escuchar, entender y cambiar de opiniones. A medida que se van abriendo al amor de Dios, empiezan a ver que la Iglesia es una fuente de amor y sanación, no un juez o enemigo que las persigue.
Como Jesús lo hizo. Con lo estupendo que ha sido ver que mis intentos de escuchar con cuidadosa atención van dando buenos frutos, la experiencia también ha sido una de las más dolorosas para mí. Aunque mis amigas no me ofenden a propósito, es muy difícil escuchar cómo se expresan sobre algunas de las creencias y valores que son más valiosos y atesorados para mí. En ocasiones he llegado a casa angustiada y me he puesto a llorar, pensando: ¿Qué pasaría si yo simplemente ignorara a estas mujeres en lugar de empeñarme en conocerlas? Si yo me escudara tras mis barreras de defensa, ¡cuánto más fácil sería mi vida!
Pero luego pienso en Jesús, que dio el ejemplo de amar a los que nos causan daño, sin rechazarlos ni atacarlos. Cuando estaba crucificado y a punto de morir, no amó sólo a los que estaban de acuerdo con él; también amó a quienes estaban gritando “¡crucifícalo!” y quienes le clavaban las manos y los pies.
Hoy le pido a Dios la gracia de seguir diciendo que sí a esta nueva forma de martirio. Le pido que me ayude a mantener bajas mis defensas y abrir mi corazón, incluso cuando tratan de clavarme clavos. En efecto, quiero dejar que estas personas se acerquen lo suficiente para ver a Jesús en mí, pero para eso necesito toda la ayuda del Señor, porque deseo ofrecer mi vida como sacrificio de amor a fin de compartir el mensaje de Cristo.
Me he convencido de que no se puede evangelizar fácilmente a nuestro mundo valiéndose sólo de las acciones, los documentos o las enseñanzas. Estas son cosas importantes, pero lo que realmente transforma los corazones es el amor demostrado en la práctica.
Rosa Almeter Dominey vive en Augusta, Georgia.
Comentarios