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Septiembre 2013 Edición

Un gigante de la caridad

Reseña biográfica de san José María de Yermo y Parres

Por: Compilada por Luis E. Quezada

Un gigante de la caridad: Reseña biográfica de san José María de Yermo y Parres by Compilada por Luis E. Quezada

En la misa de beatificación celebrada en 1990 en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, el Beato Juan Pablo II expresó lo siguiente: “El mandato por excelencia que Jesús dio a los suyos es amarse fraternalmente como él nos ha amado (v. Juan 15, 12)…

Este se puede decir que fue el camino emprendido por José María de Yermo y Parres, que vivió su entrega sacerdotal a Cristo adhiriéndose a él con todas sus fuerzas, a la vez que se destacaba por una actitud primordialmente orante y contemplativa. En el Corazón de Cristo encontró la guía para su espiritualidad, y considerando su amor infinito a los hombres, quiso imitarlo haciendo la regla de su vida la caridad.”

José María de Yermo y Parres nació en Malinalco, México, el 10 de noviembre de 1851. De niño, estudió en casa con tutores privados y luego fue enviado a una escuela privada, tras lo cual obtuvo un premio académico, que recibió de manos del propio Emperador Maximiliano.

Desde temprano había descubierto su vocación al sacerdocio y a los 16 años de edad, ingresó en el Seminario de la Congregación de los Padres Paúles, donde completó el noviciado e hizo sus votos en 1869. Posteriormente, fue enviado a París a estudiar teología.

Poco después de un año de regresar a su patria comenzó a desarrollar un intenso y ferviente apostolado en diversas misiones, pero su precaria salud le impidió prolongar estas labores por mucho tiempo, por lo cual regresó a su familia por un breve período.

Ordenación sacerdotal. Fue ordenado sacerdote en 1879, en la Catedral de Nuestra Señora Madre de la Luz y, pese a que su salud era aún frágil, sus primeros años de sacerdocio fueron fecundos de actividad y celo apostólico. Era un elocuente orador, promovió la catequesis juvenil y desempeñó con esmero algunos cargos de importancia en la curia.

En 1885, llegó un nuevo obispo a León y el padre Yermo fue nombrado capellán de dos parroquias situadas en comunidades sumamente pobres en las afueras de la ciudad, las comunidades de El Calvario y el Santo Niño.

El padre Yermo fortaleció la vida espiritual de sus feligreses promoviendo la devoción a la Sagrada Eucaristía, el Sagrado Corazón de Jesús y nuestra Señora Madre de la Luz. También completó dos proyectos de construcción que el capellán anterior había dejado inconclusos, el templo y una casa de retiro para sacerdotes, cambiando más tarde el servicio de la misma.

Era muy buen predicador y la gente que iba a oírle no cabía en el templo; era también un excelente director espiritual y largas filas de gente esperaban ante su confesionario.

Una experiencia horrorosa. En 1885, el padre Yermo tuvo una terrible experiencia que iba a marcar su vida para siempre. Mientras caminaba hacia la capilla llamada “El Calvario”, vio a la orilla del río que dos puercos destrozaban los cuerpos de dos bebés. Horrorizado, ordenó que la construcción destinada a centro de retiro para sacerdotes fuera convertida en un albergue para niños abandonados y personas pobres.

Necesitaba ayuda para atender a tantos niños y adultos necesitados, invitó a la congregación de las Hermanitas de los Pobres, situada en París, a venir a ayudarle en la parroquia, pero debido a que el gobierno mexicano de la época era marcadamente anticatólico, no se autorizó el traslado a México de las religiosas francesas.

En vista de esto, cuatro señoritas se ofrecieron a ayudar. En diciembre del mismo año, 1885, el sacerdote y estas mujeres inauguraron el Asilo del Sagrado Corazón de Jesús, con 60 indigentes, personas sin casa, huérfanos y ancianos. En poco tiempo, estas voluntarias laicas fundaron la que hoy es la Congregación de las “Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y los Pobres.”

A las primeras hermanas de su Congregación les explicaba que el trabajo de servicio y atención a los pobres y necesitados era muy sacrificado y requería un olvido total de sí mismo, diciéndoles: “Bien sé que nuestra naturaleza se resiste a respetar a los ancianos achacosos, sucios, impertinentes, groseros o viciosos; pero vendrá luego la fe a descubrirles, bajo aquél repugnante aspecto, a un alma redimida con la preciosa Sangre de Cristo, un alma que ustedes pueden ganar para el cielo… Cada uno de ellos lleva en sus padecimientos los sufrimientos de Cristo.”

El apostolado del padre Yermo iba progresando bastante con los pobres y personas de las zonas vecinas. De Puebla, le solicitaron los servicios de las hermanas para un asilo de ancianos. Y fue así como continuó ahí un ministerio similar al que había desempeñado en León: dar de comer a los pobres, dar hogar a quien no lo tiene y educación a la niñez, proveer ropa para los indigentes, dar enseñanza a los niños y jóvenes acerca de la fe, absolver a los adultos de sus pecados en la confesión y asistir a los ancianos.

Heroísmo en la catástrofe. A su regreso de Puebla, en junio de 1888 se produjo una terrible inundación, fenómeno no poco usual en la ciudad. La inundación fue devastadora; hubo muchas víctimas y gente pobre que perdió sus casas y todas sus pertenencias quedando en un total desamparo. En tan tristes circunstancias, el Padre Yermo dio muestras de extraordinario heroísmo y coraje, olvidándose de sí mismo y dedicándose a socorrer a los damnificados.

Como lo informó un periódico local: “Anoche, en medio de la tempestad y con el agua a la cintura, el señor presbítero Yermo, acudía a todas partes en donde había peligro. Parecía multiplicarse. Hizo levantar un bordo cerca de la Garita y después de titánicos esfuerzos, él y los que quisieron imitar su ejemplo, tuvieron que abandonar la empresa...” Fue sobre todo esta hazaña, en la que dio pruebas de inmenso amor y valentía, y las acciones que le siguieron en favor de los damnificados las que hicieron que el entonces gobernador del Estado de Guanajuato le elogiara con el título de “Gigante de la Caridad”.

El padre Yermo estaba completamente dedicado a la evangelización y la promoción del pobre y el necesitado, especialmente de la mujer. Sabía que una mujer bien formada es la base de una sociedad más justa y cristiana.

Por eso sentía especial preocupación por las mujeres de la calle, porque la prostitución era una condición generalizada en la ciudad. Consciente de que algo debía hacerse para cambiar la situación de estas mujeres, les ofrecía guía espiritual, apoyo emocional, atención médica e instrucción vocacional, e incluso en Puebla abrió un centro asistencial denominado “Misericordia Cristiana”, al cual llegaron voluntarias para trabajar enseñando nuevas oficios a las mujeres.

En sus propias palabras. El espíritu apostólico del padre Yermo era admirable e incansable, y el fuego del amor a Cristo ardía en lo profundo de su corazón. Así fue que una vez escribió en sus notas: “Quiero imitar a Cristo, mi buen Jesús, que vino a enseñarnos con su Palabra y con su ejemplo, el amor de preferencia para con los pobres y desgraciados que el mundo desprecia.”

En otros de sus escritos declara que siente que su obra “ha de dirigirse a atender a los mendigos, los ancianos, los enfermos, las mujeres de mala vida, los niños recién nacidos y los más marginados, como los hay en todas las ciudades del mundo. Siempre faltan brazos para atender a los menesterosos, los hambrientos, los desempleados y gente desvalida y sin casa.”

Algunas religiosas de su tiempo constataron que durante la noche pasaba muchas horas en oración contemplativa y adoración frente al Sagrario, donde pronunciaba oraciones como la siguiente: “En tu Corazón Santísimo descargo todos mis temores y pesares, deposito ahí todos mis anhelos, mis esperanzas y todo mi amor. Quedo tranquilo, sé bien que todo mi ser está en tus manos.”

Entre sus notas personales, pueden leerse las siguientes reflexiones que se hacía sobre su misión sacerdotal: “Yo sacerdote, consagrado y constituido mediador entre Dios y los hombres, con gracias y poderes inauditos para hacerme ministro y ejecutor de la voluntad de Dios que quiere que todos los hombres se salven… No permitas que mis infidelidades me separen de ti…” “Los sacerdotes somos también santificadores, pues por nuestro ministerio vienen al mundo las gracias… cuando rezamos nuestro Oficio, bendecimos, predicamos, etcétera, abrimos en favor de los fieles los cráteres de las gracias del cielo… El ministerio sacerdotal y las funciones que desempeño son santas; luego para llenar mi deber, necesito ser santo… Sé que soy otro Cristo y por esto llevo la bendición, la salvación y la presencia divina, aunque yo no lo sienta y sea para mí mismo un misterio tremendo que jamás podré comprender.”

El final del camino. Debido a unos males estomacales que le aquejaron desde joven y al paludismo que contrajo en León, su salud se quebrantó mucho. Poco después de celebradas sus bodas de plata sacerdotales, se fue al cielo, en la mañana del 20 de septiembre de 1904.

Su muerte estuvo envuelta en un clima de oración y gratitud. Al comunicársele su fin, se alegró muchísimo, porque sabía que se iba con su Señor, el fiel amigo que nunca le había fallado; por eso al morir pidió que le cantaran el himno mariano “María la Estrella de los Mares”, quien le hizo arribar al puerto de la eternidad.

La fama de santidad del padre Yermo se extendió rápidamente entre el pueblo de Dios, que se dirigía a él pidiendo su intercesión. Cuando fue beatificado el 6 de mayo 1990 en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México, el Papa Juan Pablo II expresó: “La gracia del Espíritu Santo resplandece también hoy en otra figura que reproduce los rasgos del Buen Pastor: el padre José María de Yermo y Parres. En él están delineados con claridad los trazos del auténtico sacerdote de Cristo, porque el sacerdocio fue el centro de su vida y la santidad sacerdotal su meta.”

En la misa de canonización de san José María de Yermo y santa María de Jesús Sacramentado Venegas, celebrada el 21 de mayo de 2000 en Roma, el mismo Beato Juan Pablo II oró diciendo: “Que la Virgen de Guadalupe, a la que ellos profesaron tan tierna devoción, acompañe con su materna protección los buenos propósitos de quienes honran hoy a los nuevos santos y ayude a los que siguen sus ejemplos, guíe y proteja también a la Iglesia para que, con su acción evangelizadora y el testimonio cristiano de todos sus hijos, ilumine el camino de la humanidad en el tercer milenio.”

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