Un faro de esperanza para los sufrientes
San Vicente de Paúl y su magnífico apostolado
Por: Luis E. Quezada
En el siglo XVI surgieron dos grandes potencias mundiales en Europa: España y Portugal que, con sus exploraciones y conquistas, primero hacia el Oeste y luego hacia el Este, lograron extenderse por vía marítima y llegaron a repartirse el mundo mediante el Tratado de Tordesillas. En esa época, y también en el siglo XVII, Europa estuvo azotada por graves conflictos políticos, económicos y religiosos, como sucedió con la Reforma Protestante.
La Iglesia Católica no estuvo ajena a la turbulencia de los tiempos y se vio en la necesidad de hacer frente a los problemas que había en el mundo exterior y de efectuar un cambio espiritual profundo en su propio interior. En tales circunstancias se llevó a cabo el Concilio de Trento (1545-1563), como consecuencia del cual la Iglesia asumió una clara posición de defensa de la fe y de la disciplina de la liturgia, corrigió los abusos y aclaró las doctrinas.
Pero los grandes trastornos sociales y políticos habían dejado como secuela una enorme pobreza material y espiritual generalizada en toda la sociedad europea. En medio de esta oscura situación de incertidumbre material y emocional, surgió una señal iluminadora en la figura humilde pero visionaria de un hombre sencillo que llegó a ser un faro de esperanza para la sociedad francesa y mundial: San Vicente de Paúl.
Una situación aterradora. Un sacerdote acabado de llegar de las misiones al campo, en Francia, le escribió a Vicente presentándole una lúgubre situación para el trabajo misionero: “No hay lengua que pueda decir, ni pluma capaz de expresar, ni oído que se atreva a escuchar lo que hemos contemplado desde los primeros días de nuestra estancia en estas tierras. Se suceden las guerras, se triplican los impuestos y los pobres siempre son los perdedores. La miseria es espantosa. Todas las iglesias y los más santos misterios han sido profanados; los ornamentos saqueados; las pilas bautismales destrozadas; los sacerdotes asesinados, torturados u obligados a huir; las viviendas demolidas; las cosechas robadas; las tierras están sin labrar ni sembrar; el hambre y la mortandad son casi absolutas; incluso los cadáveres se hallan sin sepultar.
“Hay tanta miseria que la gente se ve obligada a recoger los granos de trigo o avena que quedan en los campos. El pan que consiguen hornear es incomible y la vida es tan insana que más parece una muerte viviente. Casi todos están enfermos, la mayoría de la gente duerme en el suelo o sobre paja podrida, sin tener más ropa que unos miserables harapos.”
¡Qué gran tragedia! ¡Cuánto sufrimiento! Lo único que podría aliviar la situación sería la gracia y la misericordia de Dios. Vicente vio que era imprescindible hacer algo para paliar el sufrimiento de los pobres, tanto espiritual como material: “La Iglesia de Cristo no puede abandonar a los pobres. Ahora bien, hay diez mil sacerdotes en París, mientras que en el campo los pobres se pierden en medio de una ignorancia lamentable.”
En su afán de conseguir sacerdotes para enviarlos en “misión” a las zonas rurales, escribe en sus reflexiones: “Cuando servimos a los pobres, servimos a Jesucristo. Por eso, uno debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo. No me basta con amar a Dios, si no amo mi prójimo. ¿Cómo puede un cristiano ver a un hermano afligido sin llorar con él ni sentirse enfermo con él? Eso es no tener caridad; es ser cristiano solo de nombre. No puede haber caridad si no va acompañada de justicia.”
Después de iniciada la Reforma Protestante, los papas de la época trabajaron incansablemente para que la Iglesia alcanzara una nueva vitalidad y un espíritu renovado, y para que los laicos también sintieran más confianza y más celo evangelizador. El nuevo fervor así logrado inspiró la formación de nuevas órdenes religiosas y surgieron misioneros, confesores, predicadores y maestros muy destacados, como Ignacio de Loyola (1491-1556), Teresa de Ávila (1515-1582), Juan de la Cruz (1500-1569), Alfonso María de Ligorio (1696-1787), Vicente de Paúl (1580-1660) y otros, que abrieron las compuertas a una nueva y caudalosa corriente renovadora de conversión, apostolado y fuerza del Espíritu Santo.
Reseña biográfica. Pero, ¿quién fue San Vicente de Paúl? Nació en 1581 en la aldea de Dax, cerca de Pouy, en el sudoeste de Francia. Fue hijo de Jean de Paul y Bertrande de Moras y el tercero de seis hermanos. La familia era de condición modesta, por lo que en su infancia tuvo que dedicarse a trabajar cuidando reses, ovejas y cerdos; pero también dio muestras de una inteligencia iluminada.
Años más tarde, y tras cursar estudios de filosofía y teología en Tolosa, fue ordenado sacerdote a la edad de veinte años. Durante dos décadas ejerció como párroco y capellán de una familia aristocrática y también fue nombrado capellán general en la marina francesa. En sus memorias escribe que, al principio, quería hacer una carrera brillante, pero Dios lo purificó con tres sufrimientos muy fuertes.
Uno de ellos fue el cautiverio. En 1605, al regresar de un viaje por barco a Marsella y luego a Narbona, en el sur de Francia, unos piratas turcos asaltaron el barco, tomaron preso a Vicente y finalmente lo vendieron como esclavo en Túnez, en el norte de África, donde permaneció hasta 1607.
Cuando finalmente logró huir, volvió a Francia y se hospedó en casa de un conocido, pero a éste se le desaparecieron 400 monedas de plata y creyó que Vicente se las había robado. Durante meses lo estuvo acusando públicamente de ladrón, pero Vicente callaba y respondía: “Dios sabe que yo no robé ese dinero.” A los seis meses apareció el verdadero ladrón y se supo toda la verdad. El santo, al narrar más tarde esta experiencia a sus discípulos, les decía: “Es muy provechoso tener paciencia, saber callar y dejar que Dios tome nuestra defensa.”
La tercera prueba fue una terrible tentación contra la fe, la cual le causó un gran sufrimiento; fue “la noche oscura” de su alma. Años más tarde, amargado por los desengaños humanos, decidió pasar el resto de su vida recluido en una humilde ermita.
Una conversión más profunda. Esta vida de aislamiento, reflexión y oración profunda lo llevó a consagrarse totalmente a las obras de caridad para con los necesitados, y así comienza su verdadera historia. Su nuevo entendimiento lo motivó a dedicarse de lleno a auxiliar a los pobres y los más destituidos, objetivo que luego sería todo lo que ocupaba su mente y su corazón. Bajo la dirección espiritual de otro santo sacerdote, hizo retiros espirituales que le sirvieron de base para iniciar el apostolado que consideraba lo más importante.
“Me di cuenta de que mi temperamento era irritable y áspero y vi que de ese modo hacía más mal que bien en el trabajo con las almas.” Sobre esto, el santo contaba a sus discípulos: “Tres veces hablé cuando estaba de mal genio y con ira, y las tres veces dije barbaridades. Por eso, le pedí al Señor que me quitara el mal genio y me diera una actitud amable y apacible, para lo cual me dediqué a intentarlo día tras día. Ahora, cuando me ofenden, no respondo con aspereza, sino que permanezco en silencio, como Jesús en su santísima Pasión.” Efectivamente, consiguió su propósito, pues más tarde la gente comentaba lo amable que era el padre Vicente.
En aquella época, el Gobierno de Francia lo nombró capellán de los marineros y los galeotes (esclavos) que eran forzados a remar para impulsar las galeras por el mar. Allí pudo presenciar la vida horrorosa que sufrían los esclavos y prisioneros, pues eran obligados a remar durante muchas horas en un ambiente sofocante, en medio del hedor, sufriendo hambre y sed, extenuados al máximo y recibiendo los constantes azotes de los capataces. Horrorizado al comprobar una situación tan inhumana, un día él mismo quiso reemplazar a un pobre prisionero que estaba rendido de cansancio y de debilidad. Finalmente, consiguió con el Ministro de Marina que se les prohibiera a los capataces tratar tan cruelmente a los galeotes.
A su vez, la situación de los campesinos no era muy diferente, pues vivían en la pobreza y el desamparo total. Además, Vicente se dio cuenta de que los campesinos ignoraban totalmente la religión; que las pocas confesiones que hacían no eran válidas porque callaban casi todo. Esto se debía a su falta total de instrucción en la fe y la doctrina cristiana, por lo cual organizó un grupo de sacerdotes amigos y los envió a predicar misiones en todas las comarcas. El éxito fue rotundo: La gente acudía por miles a escuchar los sermones, se confesaban y enmendaban su vida.
La Familia Vicenciana. De ahí le vino la idea, en 1625, de fundar la Congregación de la Misión, asociada con los Padres y Hermanos Vicentinos, que se dedican a instruir y ayudar a las gentes más necesitadas. Impartían cursos especiales para los seminaristas y a los que ya eran sacerdotes le daban conferencias acerca de los deberes del sacerdocio.
Además, creó otras instituciones de obras sociales, como las Hermanas de la Caridad, fundada en 1633 bajo su dirección y con la ayuda de Santa Luisa de Marillac (1591-1660). La Familia Vicenciana comprende ahora muchos grupos de cristianos que siguen los pasos de San Vicente de Paúl y anuncian la buena nueva del amor de Dios dedicándose al servicio corporal y espiritual.
Algunas de las agrupaciones que trabajan entre gente de habla hispana son, entre otras, las siguientes: Asociación Internacional de Caridades, Congregación de la Misión, Hijas de la Caridad, Sociedad de San Vicente de Paúl, Juventudes Marianas Vicencianas y Asociación de la Medalla Milagrosa. La Sociedad de San Vicente de Paúl fue fundada en 1833, bastante más tarde de su fallecimiento en 1660. Actualmente, la Familia Vicenciana actúa en más de 150 países y cuenta con unos 800.000 socios y más de un millón y medio de colaboradores. San Vicente de Paúl fue canonizado en 1737 y nombrado patrón de las obras de caridad en 1885. Su fiesta se celebra el 27 de septiembre.
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