La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Abril/Mayo 2011 Edición

Un calvario y una resurrección

Testimonio personal de Alicia Márquez

Un calvario y una resurrección: Testimonio personal de Alicia Márquez

Mi pasión. Un viernes de agosto de 2002, me fui con mi familia desde la ciudad de Indio a Los Ángeles, California, a disfrutar de un fin de semana juntos, aunque dos de mis hijos, Hernán y Emmanuel, se quedaron en casa.

Hernán cumpliría 28 años en tres semanas. El domingo, cuando íbamos saliendo de San Pedro, recibí una llamada en la que me decían que mi amado hijo Hernán (a la izquierda en la foto) acababa de morir trágicamente. Lo único que recuerdo es que solté el teléfono y comencé a dar gritos, con un dolor inmenso en mi corazón.

Muchas preguntas se agolparon en mi mente y sentía que moría de dolor. ¿Cómo era eso posible? ¿Qué pasó? ¡Mi hijo estaba bien, lleno de salud y ahora me decían que había muerto! No, no podía ser posible. Tenía que ser una espantosa equivocación. Mi hijo no podía estar muerto.

El esposo de mi hija tuvo que detener el carro, pues yo estaba enloquecida y todos en mi familia se negaban a creer lo que estaban escuchando. Inmediatamente nos fuimos a nuestra ciudad, que queda más o menos a dos horas de San Pedro. Fueron las dos horas más espantosas y más largas de mi vida. Quería tener alas y llegar pronto para ver a mi Hernancito, abrazarlo, besarlo y decirle cuánto lo amaba.

Mi muerte. Hernán siempre fue muy apegado a mí. Era feliz cuando me veía feliz y siempre fue mi más grande apoyo, mi defensor y uno de mis más grandes orgullos. Cuando comprobé que era verdad que había fallecido, sentí que la vida había terminado para mí. Aunque tengo —gracias a Dios— dos hijos más, el haber perdido al mayor de ellos, me hundió terriblemente en una depresión de la que no pensé que podría salir.

Se me terminaron las ganas de vivir, de reír, se fueron mis ilusiones, no quería ver a nadie y solo deseaba estar en el cementerio, junto a la tumba de mi amado hijo. Me sentía muerta en vida y prácticamente me enterré en la tumba de mi hijo.

Recuerdo que todo lo hacía a la fuerza, porque se me habían ido las energías, arrastraba los pies al caminar, trabajaba solo por obligación, pero mi alma estaba sumida en la tristeza y en un profundo dolor que no me dejaban ni respirar normalmente. Solo seguía viviendo porque sabía que si cometía suicidio, no tendría jamás la esperanza de algún día reunirme con él.

A mis otros dos hijos les dolía mi actitud, porque pensaban que ellos no eran tan importantes para mí, pero la depresión no me dejaba ver nada de lo que sucedía a mi alrededor. Solo deseaba que ese espantoso dolor clavado en mi corazón por la ausencia de mi hijo se terminara.

Los días pasaban y yo solo quería que llegara la noche para dormir y descansar unas horas del horrible dolor que no se calmaba con nada. Le pedía a Dios con gritos y lágrimas de desesperación que me llevara junto a mi hijo, pero al día siguiente volvía a despertar a mi terrible realidad: Hernán ya no estaba conmigo; no podía ver sus ojos oscuros mirándome, no podía oír su hermosa voz, no podía reír con sus bromas, no podía sentir ese amor tan especial que siempre me demostró. ¿Cómo era posible seguir viviendo con este insoportable dolor que rasgaba cada parte de mi ser y lo hacía sangrar con miles de heridas? Yo sentía que mi alma estaba muerta y enterrada con mi hijo.

Mi resurrección. Antes de perder a Hernán, él y yo éramos lectores en mi parroquia. Él también cantaba en las misas con mi hija Vanessa; se acoplaban tan bien que cantaban como los ángeles. Después de su muerte y debido a mi fuerte depresión, abandoné mi ministerio, pero Vanessa siguió cantando. Sin embargo, Dios tenía un plan perfecto y comenzó a mover las piezas necesarias para mi proceso de sanación.

Cuando recién perdí a mi hijo, recuerdo que Laura López, nuestra actual Coordinadora Pastoral, trabajaba en la oficina de mi parroquia y, al enterarse de mi tragedia, me envió por correo un libro que me ayudó mucho en mi duelo. Además, inició un pequeño grupo de apoyo para las personas que habían perdido a un ser querido, grupo que me ayudó en los primeros meses de mi duelo. Un tiempo después, Laura se marchó a otra ciudad para estudiar.

Así, pasaron seis largos años durante los cuales estuve sumida en la más profunda depresión, pero en los que Dios, de muchas maneras, se hizo presente para sostenerme y ayudarme a seguir adelante. Sin Él, yo no hubiera podido sobrevivir la muerte de mi hijo amado.

Recuerdo que en el transcurso de esos seis años, Vanessa empezó a asistir a Misa diaria. Yo no sentía ganas de nada, pero al verla acudir a misa con sus cuatro hijos, nació en mí el deseo de hacer lo mismo y decidí seguir su ejemplo. Cada día que iba a Misa y recibía a Jesús en la Sagrada Eucaristía, sentía que mis fuerzas se renovaban y me ayudaba para continuar el día. Al principio solo iba para ver a mi hija y sus hijitos, pero sin darme cuenta, Dios empezó a trabajar en mí.

Mi sanación en el servicio al Señor. Yo siempre tuve el anhelo de servir a Dios como Ministro de la Santa Eucaristía, pero por una u otra razón no lo había podido lograr. Al poco tiempo, nuestro párroco invitó a las personas que íbamos a Misa diaria, y que sintiéramos el llamado de Dios, a inscribirnos para recibir formación como Ministros de la Eucaristía. Yo fui una de las primeras que se inscribió.

La primera vez que serví, para mí fue como tocar el cielo, porque se convertía en realidad mi sueño tan anhelado. Yo no era digna de tomar en mis manos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pero Dios, en su infinita misericordia y su inmenso amor, me hizo digna y me permitió tener el privilegio de empezar mi tan ansiado ministerio. Cuando me llamaban a servir, sentía un gozo tan increíble que algunos me dijeron que mi rostro irradiaba luz. Fue entonces que empecé a salir de la depresión.

Cuando nuestro párroco, a quien siempre bendeciré, se fue a otra parroquia, volvió Laura López, que venía preparada para empezar su ministerio como Coordinadora Pastoral. Mi corazón se llenó de alegría y orgullo, porque la admiro mucho y le estoy muy agradecida. Un día, Laura me llamó y me preguntó si quería ser coordinadora de los ministros de la Santa Eucaristía. Yo no podía creerlo, ¡esa invitación era volver a tocar el cielo! ¿Quién soy yo? Nadie, pero Dios, me estaba invitando a través de Laura a seguir sirviéndolo, ahora como coordinadora.

Por supuesto acepté, porque Dios me ama y solo Él sabe tocar nuestros corazones y sanarnos. A partir de entonces, mi vida empezó a cambiar. El ser coordinadora, me mantuvo ocupada y al mismo tiempo me ayudaba a no estar deprimida.

Pero eso no era todo lo que Dios tenía preparado para mí. Mi hija Vanessa siguió cantando en las Misas y un bendito día, Laura me llamó nuevamente para invitarme a comenzar un nuevo ministerio, como sacristán en la Misa en la cual canta Vanessa. Yo simplemente lloré de la emoción y le dije inmediatamente que sí.

Este ministerio me ha ayudado a aprender mucho más de mi fe católica y de nuestra santa Misa. Además, me ha ayudado enormemente en mi autoestima. Ahora, después de casi nueve años de la partida de mi hijo amado, estoy preparándome y estudiando para servir mejor a Dios y al prójimo. Mi servicio al Señor ha hecho el milagro de mi sanación y he resucitado. Dios me sacó de la tumba de mi hijo y me trajo de nuevo a la vida. Sé que mi amado Hernán está a salvo con Él y aunque lo extraño inmensamente, sé que algún día Dios nos reunirá de nuevo.

El milagro de mi sanación vino cuando decidí cambiar mi forma de vivir y de pensar. Pasé de considerar que había “perdido” a mi hijo, o que Dios me lo había “quitado”, a ser agradecida con Dios por la gracia de haberlo engendrado, conocido, criado, educado y amado. La gratitud a Dios la empecé a expresar en mi oración, en mi forma de vivir los sacramentos y la liturgia, en la ofrenda de mí misma y en mi actuar, compartiendo en mi comunidad con pasión los regalos que por amor he recibido de Dios. A Él sea la gloria por siempre.

Alicia Márquez es de origen mexicano, reside en la ciudad de Indio, California, y sirve como coordinadora de los ministros de Eucaristía y sacristán en la Parroquia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

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