Transformados por la Santa Comunión
El maravilloso intercambio que sucede en la Santa Misa
Si uno se fija bien, la liturgia de la Sagrada Eucaristía es una ceremonia bastante terrenal.
A pesar de todo el "misterio" que rodea al sacramento, su celebración continúa utilizando sustancias muy naturales y de uso diario en la vida humana. Por ejemplo, los elementos básicos de la Comunión no son otros que el trigo y la uva, ambos reducidos a harina y jugo. Los ingredientes son sumamente sencillos, pero cuando se transforman por la acción del Espíritu Santo, llegan a ser poderosos y vivificantes.
Es interesante observar también la forma en que celebramos la Misa. Mientras se nos exhorta a poner en acción los sentidos espirituales y a concentrarnos en las realidades celestiales, los sentidos físicos están constantemente activos también, cuando nos sentamos, nos ponemos de pie y nos arrodillamos. También cantamos y oramos en voz alta. Con los ojos, contemplamos la sagrada hostia y captamos todo lo que está sucediendo sobre el altar. Con los oídos, escuchamos la proclamación de la Palabra de Dios en las lecturas bíblicas. Con los otros sentidos, captamos el aroma del incienso y saboreamos el cuerpo y la sangre de Cristo. Incluso usamos el sentido del tacto cuando damos la mano o abrazamos a los hermanos en señal de paz, demostrando así la calidez del amor de Dios presente en la vida cristiana. Todos estos elementos interactúan para que la Santa Misa sea una celebración en la que cada uno participa con toda su persona: espíritu, alma y cuerpo.
Del sustento a la transformación. Esta amplia visión de lo que experimentamos en la liturgia nos permite afirmar que Dios actúa en la Santa Comunión. Pero el contacto con Jesús, nuestro Señor, no se limita sólo a la Comunión; el Señor está con nosotros derramando su gracia, su sabiduría y su propia presencia durante todo el tiempo en que permanecemos reunidos. Este concepto de amplitud también nos hace comprender que Dios no desea que menospreciemos la vida terrenal ni que queramos "escapar" de este mundo para mantenernos "en comunión" con el cielo. Más bien, así como Jesús se hizo un ser humano de carne y hueso y vivió en este mundo, así también en la Misa el Señor mismo nos invita a encontrarnos con Él en las realidades terrenales de todo lo que nos rodea.
¿Por qué es esto importante? Porque aquello que Dios quiere hacer en nosotros durante la Misa no se limita simplemente a sustentar nuestra vida espiritual en la Comunión; también quiere invitarnos a entrar en una relación de "intercambio" con Él, con el fin de que seamos transformados. Recordando una frase que solía usar San Agustín, lo que Dios más quiere en la Santa Misa es que nosotros lleguemos a ser aquello mismo que recibimos, es decir, Jesucristo, el Cordero de Dios.
Algunos elementos de este intercambio son bastante claros y sencillos. Por ejemplo, como nos enseña el Concilio Vaticano II, quien habla en la Liturgia de la Palabra es Jesús mismo, no un mero ser humano; o sea que podemos escuchar las lecturas con la confianza de que estamos escuchando la voz de Cristo, que penetra en nuestro corazón con su amor, nos habla de nuestras situaciones particulares y nos guía en las decisiones que debemos tomar (Constitución sobre la Sagrada Liturgia, 7). Otro ejemplo de esto es que, como todos sabemos, al recibir la sagrada hostia recibimos a Jesucristo mismo—su cuerpo y su sangre, su alma y su divinidad—y que Él viene a vivir en nuestro corazón de una manera muy especial.
Pero hay también otras acciones que Dios quiere realizar en nosotros durante la Misa, acciones que involucran al cuerpo y al espíritu por igual, y el Señor espera que aceptemos su invitación. En cada Misa, recordamos y celebramos la donación de sí mismo que hizo Cristo al ofrecerse por nosotros en la cruz, y también celebramos la promesa de que el Señor sigue dándose a nosotros. Pero al mismo tiempo, aceptamos el hecho de que Jesús nos invita a entregarnos a Él una y otra vez. Y así como hay muchas otras realidades espirituales que se expresan en forma corporal en la Misa, hay dos ocasiones particulares en la Liturgia en las que tenemos la oportunidad de ponernos en manos de Jesús y recibir así una vida transformada y renovada. La primera de estas ocasiones es el Ofertorio, y la segunda, la Comunión.
Un sacrificio vivo. Muchas personas caen en la tentación de pensar que el Ofertorio no es más que un "intermedio" entre las lecturas y la Plegaria Eucarística. En la mayoría de las parroquias, esta es la ocasión en la que nos sentamos y depositamos el dinero de la ofrenda que se recoge. En comparación con el período en que escuchamos las lecturas y el sermón, y en comparación con los momentos en los que nos arrodillamos y miramos atentamente al altar durante la Plegaria Eucarística, la colecta de las ofrendas parece una acción bastante pasiva. Pero, en realidad, algo muy importante está sucediendo allí mismo, delante de nuestros ojos.
Por lo general, el Ofertorio se divide en dos partes. En la primera, se nos invita a ofrecer un aporte de dinero para el trabajo de la iglesia; en la segunda, algunos de los feligreses presentan al sacerdote los dones de pan y vino y también la contribución de dinero. Pero, ¿qué sucedería si pensáramos que aquello que le estamos ofreciendo al Señor no es solamente el dinero, que es símbolo de toda nuestra vida? ¿Qué pasaría si consideráramos que el dinero que aportamos está íntimamente ligado a las ofrendas de pan y vino? ¿Qué sucedería si nos imagináramos que nosotros mismos nos ofrecemos ante el altar?
La próxima vez que usted vaya a Misa, sitúese en esta posición. En su imaginación, piense que usted mismo está allí sobre el altar junto con el pan y el vino y que se está ofreciendo a Dios como un "sacrificio sin mancha". Imagínese que usted, junto con todos sus hermanos feligreses, están incluidos en la plegaria que pronuncia el sacerdote: "Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu"; piense que el sacerdote se refiere a usted cuando dice: "Este sacrificio santo y puro que te ofrecemos".
Este no es un mero ejercicio curioso o interesante; es una forma de oración que nos transforma y nos eleva; es una manera de rezar que nos permite dejar de ser nada más que espectadores para llegar a ser una parte vital y necesaria de la celebración de la Santa Misa. Sabemos que Dios desea que nos entreguemos de corazón, para que así Él nos llene de su Espíritu y nos envíe transformados al mundo como servidores suyos. ¿Qué mejor que la Misa para entregarnos de esta manera al Señor? ¿Qué mejor que hacerlo en medio de un sacramento que está lleno de gracia divina y misericordia? ¡Imagínese nada más cuánta más gracia y poder se derraman cuando nos ofrecemos a Dios durante la Santa Misa y cuánta más curación, consolación y esperanza recibimos!
"El cuerpo de Cristo". Pero las ofrendas no se quedan sobre el altar. Llega el momento en que nos acercamos para recibir con fe el pan y el vino transformados en el cuerpo y la sangre de Cristo. Llega el momento en que recibimos las mismas ofrendas que llevamos al altar, pero ahora han dejado de ser solamente ofrendas físicas ordinarias.
Esta es la esencia del misterio de la Sagrada Eucaristía. El pan y el vino, elementos simples, que se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo. Aquel trigo molido y aquellas uvas trituradas se transforman en alimento espiritual que nos eleva al cielo y nos colma del amor de un Dios que es Padre y a la vez Esposo de nuestra alma. Y en la esencia de este misterio está la posibilidad de una transformación igualmente esplendorosa, aquel misterio del que se maravillaba San Agustín hace tanto tiempo cuando decía: Nosotros, los fieles, podemos llegar a ser aquello mismo que recibimos. En cada Misa, tenemos la oportunidad de ser transformados un poquito más hasta que nos llenemos tanto de la vida de Cristo y de su Espíritu que podamos empezar a pensar, orar, esperar y sentir como lo hace Jesús.
Pero hay una diferencia esencial entre estos dos misterios. En el primero, creemos que el pan y el vino siempre se transforman cuando un sacerdote católico ofrece la Plegaria Eucarística. Cualquiera que sea la condición del sacerdote o de la congregación, Jesús siempre se hace presente en las especies consagradas. En el segundo misterio, los fieles nos transformamos solamente si nos unimos espiritualmente a los dones que se ofrecen sobre el altar, pero esto no significa solamente estar de acuerdo intelectualmente con el concepto; significa hacer algo en el diario vivir para rechazar las tentaciones y vivir diariamente en la presencia del Espíritu Santo.
Significa también dedicar cierto tiempo cada día para presentarnos ante el Señor en oración; finalmente significa aportar nuestras energías y recursos para dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y liberar al oprimido.
Son diferencias importantes, pero debemos recordar que el resultado final es el mismo: la transformación por el poder del Espíritu Santo. De hecho, mientras más completamente nos ofrezcamos nosotros mismos sobre el altar, más plenamente experimentaremos el poder y la gracia de Dios al recibir la Santa Comunión, porque ambas cosas están íntimamente ligadas entre sí.
En su recuerdo y en su honor. En la Última Cena, Jesús les dijo a sus apóstoles: "Hagan esto en memoria de mí" (Lucas 22,19). Así como la Misa tiene muchas dimensiones físicas y corporales, también las tiene el hecho de celebrar la Santa Eucaristía en "recuerdo" de Jesús. En un sentido, podemos tomar las palabras de Jesús como una orden, de celebrar la Eucaristía hasta su regreso. Pero en otro sentido, podemos tomarlas como una orden de hacer lo mismo que Él hizo—ofrecernos al Padre— en recuerdo de Él. Podemos leerlas como una promesa de que si nos dedicamos a honrar a Jesús y nos entregamos al servicio de su reino, seremos bendecidos y transformados. Quiera el Señor que todos lleguemos a parecernos un poco más a Aquel que dio su vida por nosotros y que continúa dándonos su vida día tras día en la Sagrada Eucaristía.
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