Toquen la trompeta! ¡Congreguen al pueblo!
Las bendiciones del ayuno
Cada año, en Cuaresma, cuando la Iglesia nos invita a acercarnos al Señor, nos llama a adoptar la antigua práctica del ayuno.
En cada Miércoles de Ceniza se nos insta a volver al Señor “con ayuno, llanto y lamento”, a dejar atrás el pecado y buscar la misericordia de Dios, y cada año se nos invita a “tocar la trompeta en el monte Sión” y “proclamar ayuno” (Joel 2,12.15).
El pueblo de Dios ha venido ayunando por miles de años, pero en las décadas recientes son menos las personas que adoptan esta práctica que ha sido honrada por mucho tiempo. Parte del problema es que vivimos en una cultura que se ha acostumbrado a buscar la satisfacción instantánea y, además, que la sociedad no percibe el valor que tienen la disciplina y la negación propias, y por eso, no siempre se le atribuye valor al ayuno.
¿Qué significa ayunar? Significa abstenerse de tomar alimento o bebida por un tiempo, a fin de dar atención a la vida espiritual. Cuando nos privamos de los alimentos o bebidas —satisfacciones físicas que no son malas en sí mismas— podemos recibir mejor las bendiciones espirituales que el Señor quiere darnos. Asimismo, si buscamos más al Señor cuando ayunamos, podemos percibir su voz o su inspiración con mayor claridad a la hora de tomar decisiones importantes. Incluso podemos descubrir que el ayuno nos ayuda a ser más audaces cuando tenemos que pedirle al Señor algo muy difícil, o sea, prácticamente un milagro. Ahora, al comenzar esta santa temporada de Cuaresma, daremos una mirada a las bendiciones que trae el ayuno: bendiciones para nuestra propia vida, para la familia y para la iglesia.
La idea central del ayuno. La Escritura nos invita a ayunar y, en varias ocasiones, plantea claramente el enorme valor de esta práctica. Personajes bíblicos de gran importancia, como Moisés, Elías, Juan el Bautista y San Pablo, practicaban el ayuno. El propio Jesús ayunó durante 40 días antes de iniciar su ministerio público. Por eso, la Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Señor y otros héroes bíblicos, ha incorporado el ayuno en su propia vida. Junto con otros preceptos, como los de asistir a Misa cada semana y en días de obligación y confesar nuestros pecados antes de recibir la Sagrada Eucaristía, la Iglesia ha declarado que hay días y épocas en los que debemos abstenernos de ciertos alimentos o ayunar del todo (Catecismo de la Iglesia Católica,2043).
Precisamente por el hecho de mencionarelayunojuntoaotrospreceptos tan importantes, la Iglesia nos señala lo valiosa que puede ser esa disciplina. Naturalmente, hay que poner énfasis en la palabra “puede”. En efecto, el ayuno implica mucho más que simplemente dejar de comer durante un tiempo. Es una hermosa combinación de lo espiritual con lo físico; pero no se trata solamente de sentirse con hambre, sino de dejar que esa hambre física nos permita descubrir el hambre espiritual que todos tenemos. Se trata de librarnos del apego a lo físico para volvernos al Señor y pedirle su alimento espiritual; es decir, vaciarnos de nosotros mismos, para que el Señor nos llene de su gracia.
En la parábola del fariseo y el cobrador de impuestos, Jesús dejó en claro que ayunar, incluso dos veces a la semana, no tiene mucho valor si se hace con una actitud de autosuficiencia (Lucas 18,12). También nos aconsejó no llamar la atención aparentando debilidad y tristeza: “Tú, cuando ayunes, lávate la cara y arréglate bien, para que la gente no note que estás ayunando. Solamente lo notará tu Padre, que está a solas contigo, y Él te dará tu premio” (Mateo 6,17-18). Queda claro, pues, que el hecho de ayunar con una actitud incorrecta no nos acerca a Dios ni nos mueve a amar al prójimo de un modo más auténtico.
Entonces, ¿cuál es el ayuno correcto? Es privarse de lo que más nos gusta, diciéndole al Señor que no queremos fijarnos en nosotros mismos, sino en Él. Es como decir: “Quiero hacer algo extraordinario que me ayude a centrar la atención en el Señor”; es decirle a Dios que no queremos dejarnos dominar por el apetito ni las inclinaciones del cuerpo, sino someternos a nuestro Salvador.
Un ayuno “del mundo”. Aun cuando no lo llamemos de esta manera, es probable que muchos de nosotros ayunemos, pero que lo hagamos de un modo “mundano”. Por ejemplo, pensemos en aquellos que se dedican tanto a su ocupación que a veces se pasan por alto la hora de comer y se quedan trabajando hasta altas horas de la noche, tal vez porque algún proyecto súbitamente se ha hecho urgente y ellos responden dedicándose del todo a esa labor, sin importarles nada más. Es como si el profeta Joel hubiera dicho: “¡Toquen la trompeta! ¡Congreguen a todos! ¡Prepárense porque tienen que seguir trabajando!”
Este sencillo ejemplo nos muestra que a veces todos estamos dispuestos a “ayunar” de alimento, sueño y hasta de tiempo familiar, para dar atención a algún asunto muy importante del trabajo. Bien, entonces, la pregunta que a todos nos toca responder en esta Cuaresma es la siguiente: “¿Considero que Dios es tan importante como para dedicarle toda mi atención haciendo ayuno? ¿Es el Señor, que nos ha salvado, digno de que hagamos un sacrificio como éste para conocerle mejor?” Es obvio que hay otras exigencias, como las del trabajo o de los hijos, especialmente cuando son pequeños, que nos imponen ciertos sacrificios y privaciones y los hacemos como obligaciones naturales que debemos cumplir. ¿No hay entonces alguna ocasión en que la vida espiritual nos pide también hacer algún sacrificio similar?
Las bendiciones del ayuno. En la Sagrada Escritura leemos que, cuando se produjo el diluvio que duró 40 días y 40 noches, Noé y su familia se salvaron en el arca. Cuando las aguas retrocedieron y Noé encontró tierra seca, Dios hizo un pacto con él y su familia. De modo similar, cuando Moisés llevó a los israelitas al desierto, el Señor lo guió al Monte Sinaí, a cuyo pie acampó el pueblo. Moisés subió a la montaña y allí oró e hizo ayuno durante 40 días. Al cabo del ayuno, Dios se le apareció e hizo un pacto con él y con todo Israel. Siglos más tarde, el profeta Elías pasó 40 días en el desierto, al cabo de lo cual Dios le habló y le dio instrucciones y fortaleza para que cumpliera la obra de restauración espiritual que le encomendaba.
Desde un punto de vista humano, el desierto es un lugar de peligro: calor abrasador de día, frío de noche, alimañas mortíferas y animales salvajes, agotamiento, hambre y sed; pero desde el punto de vista de Dios, el desierto es un lugar en que el Señor prepara a su pueblo para el ayuno y la reflexión. El desierto nos ofrece una magnífica oportunidad para dominar los apetitos naturales, dejar de lado los demás afanes y distracciones, dedicarnos a escuchar la voz de Dios con mayor claridad y recibir su gracia en mayor plenitud.
Como decíamos, Jesús pasó 40 días de ayuno en el desierto justo antes de iniciar su vida pública, para dedicarse a orar y prepararse para enseñar, curar a los enfermos y, lo más importante, establecer un nuevo pacto o alianza con el pueblo de Dios mediante su muerte en la cruz.
Por eso, cuando la Iglesia nos invita a ayunar y orar en estos 40 días de Cuaresma, no deberíamos pensar que se trata sólo de una exigencia o privación más que nos impone la Iglesia, sino del comienzo de una aventura espiritual que nos llevará a una vida nueva. Cuando lo hacemos con una actitud correcta, el ayuno nos ayuda a prepararnos para hacer las obras que Dios tiene preparadas para nosotros, obras que son portadoras de sanación y restauración y que realmente edifican su reino en la tierra.
Hay también algo más que el ayuno hace para nosotros: allana el camino para recibir una mayor unción del Espíritu Santo. En efecto, el ayuno nos ayuda a disponer el espíritu para recibir un mayor entendimiento de la vida espiritual, comprender mejor la voluntad de Dios, actuar con prudencia y sabiduría en las decisiones importantes que tenemos que tomar, y entender la razón fundamental por la cual Dios decidió crearnos.
Comencemos. Así pues, al iniciar esta venturosa época de Cuaresma, empecemos dando los pasos correctos que hay que dar: confesarnos y reconciliarnos con Dios; el Señor es un Padre misericordioso que nos perdona y nunca nos reprocha.
Dediquemos un momento específico cada día para hacer oración. ¿Cómo podemos encontrarnos con el Señor si no lo buscamos? ¿Cómo vamos a cosechar algún fruto del ayuno si no dejamos que el hambre nos acerque al Señor?
Lo principal es recordar que el ayuno es una disciplina espiritual que se relaciona con la vida física cotidiana, pero si no lo combinamos con el deseo de buscar a Dios en la oración y los sacramentos, la privación tendrá poco o ningún efecto en nuestra vida espiritual.
Efectivamente, cuando hacemos ayuno queriendo buscar al Señor y glorificarlo, las cosas que suceden son maravillosas. No sólo descubrimos que recibimos respuestas inesperadas a nuestras peticiones, sino que el Señor realmente aprecia que lo estemos buscando, y vemos que bendice nuestra oración de una manera maravillosa. También descubrimos que Dios cumple en nuestra vida las promesas que pronunció por boca del profeta Joel hace tantos siglos atrás: “Ustedes comerán hasta quedar satisfechos, y alabarán al Señor su Dios… Nunca más quedará mi pueblo cubierto de vergüenza, y ustedes habrán de reconocer que yo, el Señor, estoy con ustedes, que yo soy su Dios y nadie más” (Joel 2,26.27).
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