La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Julio/Agosto 2022 Edición

Toma consciencia del agua

El poder de la oración del Examen de San Ignacio

Toma consciencia del agua: El poder de la oración del Examen de San Ignacio

Un día, mientras dos peces jóvenes nadaban juntos por el océano se encontraron a un pez más viejo que les dijo: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?” Los dos jóvenes siguieron nadando, y eventualmente uno de ellos le preguntó al otro: “¿Qué es el agua?”

¿Cuál es el sentido de esta historia? Que las realidades más importantes a menudo son las que nos resultan más difíciles de ver y de las que más nos cuesta hablar. Para los cristianos, eso significa que podemos “nadar” por la vida sin reconocer la presencia de Dios, y vivir una vida que no examinamos con frecuencia. Pero como dijo Sócrates, el famoso filósofo griego: “Una vida que no ha sido examinada, no merece ser vivida”.

Afortunadamente, el santo del siglo XVI, Ignacio de Loyola, nos ofreció una herramienta que nos permite descubrir el agua, es decir, ser conscientes de la presencia de Dios en nuestra vida cotidiana. Este método de oración ha sido utilizado por incontables cristianos en los últimos quinientos años para ayudarlos a vivir una vida examinada, y puede ayudarte a ti también.

En los artículos de la edición de este mes, quiero guiarte a través de dos plegarias ignacianas: El Examen y el Acto de entrega de sí (Suscipe). A pesar de que estas son oraciones separadas, en realidad conforman un solo método porque ambas son parte de una sola forma de rezar. Quiero desarrollar estas dos oraciones a través del lente de la vida de San Ignacio, debido a que he encontrado que usar su vida como ejemplo puede ser una forma particularmente fructífera de ver los efectos positivos y concretos que estas plegarias pueden tener en la vida de una persona.

El Examen general. Comencemos con el Examen general. Es un examen de consciencia sencillo y directo, que consiste en cinco pasos: (1) Doy gracias a Dios por los favores recibidos; (2) pido la gracia para reconocer mis pecados; (3) examino mis pensamientos, palabras y obras desde que me despierto hasta la hora en que estoy realizando el Examen; (4) pido perdón; y (5) resuelvo reparar mis faltas con la gracia de Dios. Finalmente, termino rezando un Padre Nuestro. Es un método muy sencillo.

Pero la sencillez de esta herramienta oculta su poder. Para San Ignacio, el Examen era la forma de vivir una vida consciente de la presencia de Dios. Al escribir a los miembros más jóvenes de la orden que fundó —los jesuitas— Ignacio dijo que especialmente deberíamos:

Practicar la búsqueda de la presencia de nuestro Señor en todas las cosas: en el trato con otras personas, en el caminar, en el ver, en el gustar, en el oír, en el entender y en todas nuestras actividades. Porque su Divina Majestad está verdaderamente en todo por su presencia, poder y esencia. Este tipo de meditación —encontrar a Dios nuestro Señor en todo— es más fácil que elevarnos y hacernos presentes laboriosamente a realidades divinas más abstractas.

El Examen enseña la práctica de “buscar la presencia del Señor en todas las cosas.” Esa es la razón por la cual uno de los mayores discípulos de Ignacio, San Francisco Javier, enseñó a sus compañeros misioneros jesuitas a “cuidar de nunca faltar a hacerlo [el Examen] dos veces al día, o al menos una, según nuestro método común, sea lo que sea que estemos haciendo.” ¡Ni siquiera un misionero tan ocupado como Francisco Javier podía omitir el Examen! Después de todo, ¿qué podría ser más fructífero para un misionero que apartar un momento del día para identificar la presencia de Dios y el movimiento del Espíritu para seguir mejor su guía?

Antes de analizar más de cerca el Examen, veamos cómo fue la vida de Ignacio para entender cómo fue que él mismo lentamente tomó consciencia del “agua” de la presencia de Dios.

La vanidad de la atención. Íñigo (el nombre de pila de San Ignacio) nos dice al comienzo de su autobiografía que hasta la edad de veintiséis años, él era un “hombre dado a las vanidades del mundo.” Él persiguió estas vanidades incansablemente, era un hombre que esperaba recibir alabanza y afirmación. Su madre, Doña Marina, murió cuando él era muy joven, y su padre, Beltrán de Ónaz, murió cuando Ignacio tenía dieciséis años. Ignacio era un joven de un metro y medio de estatura, bajo entre los españoles vascos, pero también muy orgulloso de su largo cabello rubio y sus piernas bien formadas. También era el más joven de trece hermanos. Quizá fue la pérdida de ambos padres, siendo él muy joven, junto con el hecho de haber tenido muchos hermanos con los cuales competir, que provocó que él buscara tanta atención.

Es más, era esta búsqueda de atención la que provocó que él, de forma insensata, convenciera a sus compañeros soldados a defender la fortaleza de Pamplona durante el levantamiento de 1521. Todos los demás vieron “claramente” —en palabras de San Ignacio— que no podía ser defendida. Pero su honor estaba en juego, lo que se tradujo en este caso en vanidad.

En la batalla, Ignacio fue herido en su pierna por una bala de cañón. Pero fue su vanidad —no una bala de cañón— la que lo postró en cama en su castillo en Loyola. Acostado ahí, puede haber recordado las palabras que su tía, Doña Marina de Guevara, una vez le dijo: “Íñigo, no aprenderás ni te harás más sabio hasta que alguien te rompa una pierna.” Los médicos fijaron su pierna, la cual sanó, pero una “antiestética” protuberancia del hueso siguió siendo visible en uno de sus muslos. Íñigo no podía soportar esto. Así que, mártir de su propia vanidad, soportó la “carnicería” de que le aserraran el hueso, ¡sin anestesia! Fue esta segunda cirugía la que transformó su cama de convalecencia en una cama de conversión.

Este es un ejemplo gráfico de la forma en que el “defecto principal” de Íñigo —su necesidad desesperada de atención y afirmación por parte de los hombres y las mujeres— dominó su vida en la juventud. Él necesitaba que los hombres lo amaran y lo respetaran. Necesitaba que las mujeres lo vieran atractivo. Y necesitaba estas cosas, como lo explicó más adelante, en una forma “desordenada”. Íñigo tuvo que soportar la tortura antes de poder aprender que Dios es suficiente, “Dame tu amor y gracia, que esto me basta”, como escribió en su Acto de entrega de sí (Suscipe).

Vivir de su imaginación. Mientras convalecía en el castillo de su familia en Loyola, Íñigo pasó mucho tiempo viviendo dentro de su imaginación. Como relata en su autobiografía (la cual escribió en tercera persona), a veces se imaginaba a sí mismo en las historias de Amadís de Gaul, el ficticio caballero errante, y otras veces, en las historias que leía sobre San Francisco y Santo Domingo.

Cuando fantaseaba sobre Amadís de Gaul, podía pasar “dos, tres e incluso cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en servicio de una señora... Estaba tan enamorado con todo esto que no veía cuán imposible era poderlo alcanzar, porque la señora no era de vulgar nobleza.” (No sabemos quién era esta “señora”). Pero luego pasaba horas fantaseando con vivir la vida de los santos: “¿Qué pasaría si yo hiciese esto que hizo San Francisco, esto que hizo Santo Domingo?”

Un día, comenzó a observar que su fantasías sobre las mujeres y las batallas lo dejaban “seco y descontento”, mientras que imaginar vivir como los santos lo dejaba alegre y en paz. Este fue el inicio del Íñigo reflexivo, el San Ignacio que eventualmente nos ofrecería un método para rezar con nuestra imaginación.

Una nueva vida “examinada”. Sin embargo, al ver hacia atrás, San Ignacio se describía a sí mismo en ese tiempo como “todavía ciego”. Ciertamente, mientras se alejaba del castillo en Loyola y se dirigía hacia el santuario de Nuestra Señora de Montserrat donde iniciaría su nueva vida, seguía soñando despierto con Amadís de Gaul y las grandes cosas que iba a realizar por Dios en vez de realizarlas por una mujer. Sus sueños se estaban moviendo en la dirección correcta, pero aún seguían llenos de egoísmo y voluntad propia.

Desde Montserrat, Íñigo viajó veintiocho kilómetros río abajo al pequeño pueblo de Manresa. Fue ahí, recuerda San Ignacio en su autobiografía, que “Dios lo trató como un maestro trata a un niño pequeño.” Fue ahí que ocurrirían las experiencias clave que capacitarían al impulsivo Íñigo a comenzar una vida “examinada”. Fue en ese lugar donde Ignacio comenzaría a aprender todo lo que se convertiría en el centro de sus enseñanzas: Perspectivas llenas del Espíritu de las cuales seguimos beneficiándonos hoy en día. Ahora, continuemos con el siguiente capítulo de la vida de Ignacio para ver cómo se desarrolló todo esto.


Los artículos de este mes fueron escritos por el Padre Nathan O’Halloran, SJ. El Padre Nathan es profesor asistente de estudios religiosos y director del programa de Estudios católicos en la Universidad de Loyola, Nueva Orleans, además es consejero teológico de La Palabra Entre Nosotros.

Comentarios