Tengo sed
Cómo lograr una mayor comunión con Dios en la oración
Laura y Jorge pensaban en su alegre y feliz retorno a casa tras el nacimiento de su primera hijita, Alicia. Pero, cuando se preparaban para salir, una de las enfermeras les dio una noticia alarmante: “El nivel de audición de Alicia no corresponde al rango normal de los recién nacidos. No significa necesariamente que tenga pérdida de audición, pero tienen que ver a su pediatra.” Esta fue la primera de muchas y difíciles conversaciones médicas que luego vendrían.
Alicia tenía efectivamente una grave pérdida auditiva. No reaccionaba ante los ruidos fuertes ni miraba de dónde provenían. Sonreía cuando veía a sus padres cara a cara, pero no giraba la cabeza cuando ellos le hablaban desde el lado o detrás de ella. ¡Jorge y Laura sintieron que el corazón se les destrozaba! Agobiados, buscaron toda la ayuda posible para su hijita, y tras muchas citas médicas, un día el pediatra le puso audífonos a la niña.
Laura tuvo a Alicia en el regazo mientras el médico le insertaba los dispositivos y Jorge observaba fijamente a la pequeña. Luego, Laura llamó: “¡Alicia, Alicia!”, detrás de su hijita. Nada.
“Alicia, ¿dónde está tu mami?” le preguntó Jorge, pero no hubo reacción.
“Alicia, ¡aquí estoy!”, le dijo Laura, tratando de reprimir las lágrimas. Silencio.
Pero, unos momentos después, de repente cambió la expresión de la niña y se volteó a mirar hacia atrás, a su madre. “Alicia, ¡aquí estoy!” Una sonrisa asomó en la carita de Alicia y todo su cuerpecito se estremeció de alegría.
“¡Alicia!” llamó Jorge y la niña giró la cabeza hacia su padre con una gran sonrisa. ¡Casi no podían creerlo! Laura y Jorge empezaron a reír y llorar a la vez: ¡Su hijita podía escucharles! Alicia, por su parte reía, saltaba y aplaudía con deleite.
Esta muestra de gozo y júbilo podemos experimentarla nosotros también cuando profundizamos la comunión con Dios en la oración.
Un encuentro con Dios. Hay muchas maneras de orar. Tenemos, por ejemplo, las oraciones tradicionales que aprendimos en la niñez, y las plegarias y súplicas que nos brotan del corazón cuando le pedimos algo importante a Dios, y naturalmente, las oraciones de la Misa. Todos estos tipos de oración son muy diferentes, pero tienen un objetivo en común: llegar a un encuentro íntimo con Dios.
Santa Teresita de Lisieux, religiosa carmelita del siglo XIX, describía así la oración: “Para mí, la oración es un ensanchamiento del corazón, una simple mirada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor.” Esto se parece bastante a lo que la pequeña Alicia experimentó cuando escuchó por primera vez las voces de sus padres. Es la experiencia del corazón cuando se une a nuestro Padre celestial: Dios mismo.
Este mes abordaremos el tema de cómo experimentar más profundamente la presencia de Dios en la oración; exploraremos cómo podemos encontrarnos con Dios como lo hacía Santa Teresa, cómo podemos oír su voz como Alicia escuchó a sus padres, y cómo podemos responder a esa voz de una manera que nos transforme.
Tenemos sed de Dios. En la Sagrada Escritura leemos que Dios nos creó a su imagen y semejanza (Génesis 1, 26-27), y que Dios programó al ser humano para buscarlo hasta encontrarlo. Es decir que, en lo profundo del corazón, todos anhelamos la comunión con Dios. Incluso cuando pecamos, “el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2566). O, como lo dice el Eclesiastés, Dios “ha puesto la eternidad en el corazón del hombre” (3, 11), para que reconozcamos que estamos destinados a pasar la eternidad con Dios, nuestro Padre.
Sin embargo, si bien todos tenemos el deseo de comunión con Dios, no siempre reconocemos que el anhelo que nos inquieta apunta al Todopoderoso, y tratamos de saciar esa sed del Dios eterno buscando cosas pasajeras. Placer, poder, prestigio y posesiones son cosas que nos causan satisfacción, pero solo en forma temporal.
Aun cuando hay cosas positivas que nos atraen, como una buena formación académica, logros en el trabajo o éxito en los negocios y la vida matrimonial, todo lo cual ayuda a sobrellevar la vida, en realidad tales cosas tampoco nos satisfacen del todo. Lo que anhelamos es otra cosa, y esto se debe a que, como decía San Agustín, fuimos hechos para Dios y “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en él”.
Dios tiene sed de nosotros. Pero, no somos nosotros los únicos que tenemos sed. ¡Dios también tiene sed de sus hijos! Y siempre nos ha llamado a tener un encuentro personal con su Persona. El Salmo 139 nos dice que él sabe todo lo que hacemos, cuando nos sentamos y cuando nos levantamos; cuando caminamos y cuando reposamos. Siempre está cuidándonos, ofreciéndonos su guía para que encontremos el camino que nos lleva a su lado (v. 2, 3, 10).
Desde el momento en que nuestros primeros padres pecaron por desobediencia hasta el día de hoy, nuestro Dios nos ha estado llamando: “¿Dónde estás?” (Génesis 3, 9); “Vuelvan a mí de todo corazón” (Joel 2, 12). A su vez, el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración” (CIC, 2567).
En la cruz, Jesús nos dio la más clara revelación de que anhela la comunión con sus hijos cuando en su agonía exclamó: “¡Tengo sed!” (Juan 19, 28). Así nos estaba diciendo cuánto añoraba nuestra personal amistad y mostrándonos el extremo hasta el cual estuvo dispuesto a llegar para unirnos a su Persona. Hasta hoy día, dos mil años después de haber pronunciado estas palabras, Jesús continúa teniendo sed del amor de sus fieles; nunca deja de añorar la hora de estrecharnos entre sus brazos con tierno amor y misericordia. Jesús tiene anhelo de ti.
Agua viva que sacia la sed de las almas. ¿Te acuerdas de la conversación que Jesús tuvo con la samaritana junto al pozo de Jacob? (Juan 4, 4-42). Era el mediodía de un día caluroso y Jesús estaba descansando junto al pozo cuando una vecina del pueblo vino a sacar agua. Al verla, le pidió: “Dame un poco de agua” (Juan 4, 7). Pero, algo más había tras esta petición de Jesús. San Agustín dice que “aunque le pedía agua, su verdadera sed era de la fe de esta samaritana.” Según Santa Teresita, “cuando le dijo ‘Dame de beber’, lo que el Creador del universo estaba pidiendo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor.”
Conforme avanza la historia, nos enteramos de que Jesús conoció el pasado de esta mujer; supo que ella había estado casada cinco veces y que el hombre con quien ahora vivía no era su marido. Sabía que ella trataba de evitar el escándalo, pues venía al pozo a la hora más calurosa del día esperando no encontrar a nadie. Pero Jesús no se desanimó por los pecados pasados ni la condición actual de la mujer. “Si conocieras el don de Dios —le dice— si supieras quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías agua viva y él te la daría” (Juan 4 10). Sus palabras dejaron al descubierto que ella había tratado de saciar su sed con otros “amores”.
Jesús condujo a la mujer desde la vergüenza y el rechazo hacia la fe y a una relación de amor con Dios, mostrándole así que ella nunca volvería a tener sed. A su vez, ella había degustado personalmente el agua viva de la presencia y el amor de Cristo, por lo que se sintió tan emocionada que corrió al pueblo y contó a todos sus vecinos acerca de Jesús y del agua viva que él ofrecía (Juan 4, 39-41). Finalmente, ella había encontrado lo que siempre había anhelado: un amor sincero y desinteresado; finalmente, la sed que Dios tenía de su amor se había saciado.
La oración: donde se sacia la sed. Entonces, ¿cómo puedes saciar la sed de tu alma? ¿Cómo se hacen realidad tus anhelos más profundos? Lo puedes hacer mediante el encuentro con Jesús en la oración. Y no solo una vez, sino cada día en tu casa, en Misa y durante la adoración, cuando rezas el rosario u otra forma de oración. Recuerda que Jesús también tiene sed de ti, de modo que no quiere que sea difícil para ti. Al igual que la samaritana, tú puedes pasar tiempo con Jesús y conversar con él. Sentado a sus pies en oración día tras día puedes disponerte a experimentar su espléndido amor y beber el “agua viva” de su gloriosa presencia.
Esto no quiere decir que la oración vaya a ser siempre fácil. A veces nos sentimos áridos, distraídos o inquietos, y a veces no es fácil encontrar tiempo, o incluso tener el deseo de orar. A lo mejor te parece que la oración es una obligación religiosa, algo que Dios te pide que hagas; tal vez te sientes culpable porque no estás orando lo suficiente o porque acudes a Dios solo cuando necesitas algo. Pero lo cierto es que Dios siempre está contento de escucharte, aunque sea apenas una petición de auxilio de pocos minutos. Pero él quiere mucho más y quiere que tú experimentes mucho más. Lo que desea es tener un intercambio de amor contigo, aquel “impulso del corazón” o la “mirada lanzada hacia el cielo”, como lo puso Santa Teresa de Lisieux.
En los dos próximos artículos, exploraremos cómo puedes tú aproximarte al Padre celestial y experimentar su amor más profundamente; analizaremos cómo puedes encontrarlo, saciar la sed interior y desear más de esa gran bendición. Tú también, como la bebita Alicia, puedes escuchar la tierna voz de Dios, sus palabras de amor, misericordia y aliento.
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