Tengo que…
¿Qué impulsó a Jesús a servir a su Padre?
¿Cuándo crees que es la primera vez que Jesús habla en la Biblia? ¿Sería en el Evangelio según San Juan, cuando le preguntó a dos de los discípulos de Juan el Bautista: “¿Qué están buscando?” (Juan 1, 38)? O quizá fueron las palabras que dirigió a Juan el Bautista cuando Juan intentó evitar que se bautizara: “Déjalo así por ahora, pues es conveniente que cumplamos todo lo que es justo ante Dios” (Mateo 3, 15).
Quizá, pero si estás buscando en la línea del tiempo de su vida, la respuesta se encuentra en el momento en que Jesús tenía solamente doce años de edad. Jesús se les perdió a María y José durante un peregrinaje a Jerusalén y lo encontraron en el templo después de tres días de búsqueda. “¿Por qué me buscaban?”, les preguntó. “¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?” (Lucas 2, 49).
Desde aquel momento y hasta el día en que ascendió al cielo, Jesús vivió estas palabras. Durante toda su vida, se dedicó a estar “en la casa de mi Padre”, o, como dicen otras traducciones de la Biblia, a ocuparse “en los negocios de mi Padre”.
Durante este mes queremos meditar en este deseo profundo e imperioso de Jesús de estar en la presencia de Dios y de hacer su voluntad. En este artículo, nos centraremos en la convicción que Jesús tenía de que él debía vivir para su Padre. En el siguiente artículo (página 10), meditaremos a qué se refería cuando dijo que quería estar en la “casa” de su Padre y qué significa eso para nosotros. Y en nuestro artículo final (página 16), consideraremos cómo puede haberse sentido al involucrarse en los “negocios” de su Padre, así como qué implican los negocios de Dios para nosotros.
Obligados, pero libres. “Tomás, ¡tienes que hacer tu tarea!” “Isabel, debes entregarme ese reporte de ventas a más tardar mañana en la mañana.” Nada de esto suena muy atractivo, ¿no es cierto? Generalmente no nos gusta que nos digan lo que debemos hacer. Puede sonar amenazante o grosero.
De modo que cuando leemos que Jesús dijo: “tengo que estar en la casa de mi Padre”, pareciera que no tenía mucho de dónde elegir. Pero, ¿cómo podía suceder eso si él es Dios? ¿No tiene él, más que la mayoría de nosotros, la libertad de hacer lo que desee?
Por un lado, Jesús era completamente libre. No había ninguna amenaza o castigo o consecuencia severa que lo amenazara si decidía ir por otro camino. Pero por otro lado, Jesús vivía bajo el sentido diario de la obligación de hacer lo que su Padre quería que hiciera. La obligación no provenía de una fuente externa, como un supervisor del trabajo o un padre impaciente. El Padre no estaba forzando a su Hijo a obedecer. Más bien, la obligación era interna. Algo dentro de Jesús lo exhortaba a dedicarle su vida a su Padre, a decir sí a la voluntad del Padre y a seguir el camino que él le pusiera por delante.
Impulsado por el amor. ¿De dónde provenía ese impulso interior? Provenía del amor. Aun cuando estaba en la tierra, Jesús era uno solo con el Padre, y esa era una unión de amor. Desde el principio de los tiempos, el Padre derramó su amor en su Hijo y el Hijo le correspondió ese amor. Debido a que Jesús lo amaba tan profunda y perfectamente, los deseos del Padre se convirtieron en los suyos propios. La voluntad de su Padre se convirtió en su deleite, una “enseñanza” que conmovió su corazón (Salmo 40, 8). Aun hoy, los ojos de Jesús están fijos en su Padre mientras busca compartir el amor de Dios con todos los que se acercan a él.
Este es el amor que impulsó a Jesús aquel día en el templo cuando solamente tenía doce años de edad. Es el mismo amor que lo impulsó cada día de su vida. Aun cuando se sintiera fatigado o cansado, nunca se cansó de hacer la voluntad del Padre.
Tampoco se cansó de buscar la presencia del Padre. La Escritura nos dice que a veces se apartaba de sus discípulos para poder pasar la noche en oración (Lucas 6, 12). Antes de realizar milagros, ofrecía una oración a su Padre (Juan 11, 41-42; Mateo 14, 19; Marcos 7, 33-34). Y, por supuesto, antes de enfrentar su propia muerte en la cruz, Jesús le abrió su corazón al Padre cuando rezó: “Que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mateo 26, 39).
El amor que Jesús tiene por su Padre se derrama eternamente sobre nosotros. Es más, él está tan comprometido con nosotros como lo está con el Padre. Así como su amor lo impulsa a hacer la voluntad de su Padre, también lo impulsa a solamente desear la belleza y la bondad de la voluntad de Dios para nosotros. El Señor Jesús solo quiere lo mejor para nosotros.
Este deseo de cuidar de nosotros según la voluntad de su Padre era la fuerza conductora detrás de cada milagro que Jesús realizó. Era la fuente de cada palabra que pronunció, desde el Sermón de la Montaña hasta su lamento: “Padre, perdónalos”, cuando estaba en la cruz (Lucas 23, 34). Es el motivo por el cual nos envió su Espíritu, nos dio la Iglesia y prometió venir al final de los tiempos para llevarnos a su Reino. Así como Jesús dijo “tengo que estar en la casa de mi Padre”, también dijo: Debo amar y redimir al pueblo de mi Padre. Y eso te incluye a ti.
Una santa compulsión. Jesús no fue el único que se sintió obligado de esta forma. El profeta Jeremías es uno de los muchos ejemplos de personas que sintieron que “debían” servir al Señor. Jeremías fue llamado por Dios cuando era un joven para profetizar al pueblo de Jerusalén, pero en algunos momentos Jeremías se resistió a este llamado. En algún momento confesó: “A todas horas soy motivo de risa; todos se burlan de mí” (Jeremías 20, 7). Así que tomó una decisión: “No volveré a hablar en su nombre” (20, 9). Pero aun entonces su resistencia no duró mucho tiempo: “Tu palabra en mi interior se convierte en un fuego que devora, que me cala hasta los huesos. Trato de contenerla, pero no puedo” (20, 9). Había algo en la palabra de Dios que era totalmente cautivante, y Jeremías tenía que seguirla proclamando.
San Pablo también conocía esta experiencia de sentirse compelido por el Señor. Al escribir a los creyentes de Corinto, dijo: “El amor de Cristo se ha apoderado de nosotros desde que comprendimos que uno murió por todos” (2 Corintios 5, 14). Una vez que Pablo comprendió cuánto amor le había ofrecido Jesús al morir en la cruz, todo lo que quiso hacer fue vivir para él y predicar el evangelio.
Este deseo interior de servir al Señor, sin embargo, no se limita solo a personajes bíblicos o a los grandes santos. Todos pueden experimentarlo. Moisés una vez exclamó: “¡Ojalá el Señor le diera su espíritu a todo su pueblo, y todos fueran profetas!” (Números 11, 29). Ciertamente este clamor nació de un corazón que había anhelado ver a todo el pueblo de Dios agradar al Señor de la misma forma en que él lo hizo. De un modo similar, San Pedro exhortó a sus lectores a “vivir el resto de su vida conforme a la voluntad de Dios” (1 Pedro 4, 2). Pedro no escribió estas palabras solo para sus hermanos apóstoles o para sus amigos más cercanos. Él quería asegurarse de que todos siguieran al Señor.
Tengo que. Hermanos, Jesús nos ha invitado a seguirlo. El Señor nos ha elegido para “que vayan y den mucho fruto, y que ese fruto permanezca” (Juan 15, 16). Y nos ha dado el Espíritu Santo para que podamos hacer precisamente eso. El Espíritu ha derramado el amor de Dios en nuestro corazón (Romanos 5, 5) y es ese amor el que nos impulsa a vivir para Cristo. Nuestra experiencia del amor de Dios puede encender un fuego en nosotros y motivarnos a responder: Sí, Señor, quiero seguirte. Quiero vivir como tu discípulo. ¿Qué quieres que haga hoy, Señor? Lo que sea, ¡tengo que hacerlo!
Desde luego, cada uno de nosotros se sentirá motivado a servir al Señor de una forma distinta, dependiendo de nuestras circunstancias y de nuestros talentos y habilidades. Pero, a todos nosotros la experiencia del amor de Cristo nos impulsará a buscar a Dios en oración diariamente. Tengo que venir hoy ante tu presencia, Señor. ¡Tengo que escuchar tu voz en la Escritura! ¡Tengo que recibir tu Cuerpo y tu Sangre!
También hay momentos en los que la consciencia de nuestro pecado nos motivará a buscar el perdón y la misericordia del Señor. Cuando vemos la oscuridad de nuestra vida a la luz del amor perfecto de Jesús, nos sentimos motivados a pedirle a nuestro Padre que purifique nuestro corazón (Salmo 51, 12-13).
En otros momentos, nuestras necesidades o las de un ser querido nos impulsan a arrodillarnos y suplicarle al Señor su ayuda. Cuando atravesamos una dificultad personal o cuando vemos a un familiar que sufre, deseamos unirnos al salmista y rezar: “Sálvame, Dios mío, porque estoy a punto de ahogarme… Por tu gran amor, ¡respóndeme!” (Salmo 69, 1. 13).
En cada situación, el Espíritu está a nuestro lado para ayudarnos a decir: Tengo que hacer la voluntad de mi Padre. Cada vez que la hacemos, nos acercamos un poco más al Señor y experimentamos su amor más profundamente.
Esta semana, hazte estas preguntas:
• ¿De qué formas me siento impulsado a hacer la voluntad del Señor?
• ¿Hay áreas en mi vida en las que necesito más celo por el Señor?
“Señor, te pido que me hables y conmuevas mi corazón para hacer tu voluntad. Enséñame tus caminos y lléname con un deseo mas profundo de obedecerte.”
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