La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Junio 2019 Edición

Tenemos la mente de Cristo

Dios quiere renovarnos sanando los corazones divididos

Tenemos la mente de Cristo: Dios quiere renovarnos sanando los corazones divididos

La sabiduría convencional nos dice que la educación universitaria no consiste principalmente en tomar cursos, leer libros o aprobar exámenes. Todas estas actividades son naturalmente importantes en la educación superior, pero tienden a permanecer en un plano más bien superficial. En un nivel más profundo, el valor de la educación universitaria consiste en tratar de moldear la facultad de razonar del estudiante, de manera que aprenda a pensar en forma lógica y expresar claramente ideas concretas. De esta manera su mente será capaz de discernir y ayudar a tomar decisiones bien fundamentadas en el futuro.

Algo similar sucede en la vida espiritual. Todo el tiempo que dedicamos a rezar por otras personas es bueno y valioso y todo el tiempo que dedicamos a ayudar a los necesitados es vital, y sin duda toda la energía y buena voluntad que ponemos al servir a nuestra familia hacen sonreír al Señor. Sin embargo, cualquier persona puede orar cada día, dar tiempo y atención a los pobres, proveer para su propia familia y todavía tener muchas contradicciones en su pensamiento. Es posible hacer todas estas cosas y ser indiferente a la parte más importante de la vida cristiana: el conocimiento de que el Espíritu Santo desea formar nuestra conciencia en la verdad y transformarnos a imagen de Cristo.

Por ejemplo, podemos ser voluntarios para repartir alimentos a los pobres y seguir criticando interiormente a la gente pobre que viene a pedir ayuda; podemos recibir la santa Comunión en Misa y seguir pensando en cómo manipular al jefe en el trabajo; o decirles a nuestros hijos que perdonen a los demás y sin embargo guardar resentimientos contra la esposa o el marido.

Dios quiere transformarnos a su imagen interiormente, en la conciencia y el corazón; quiere que seamos reflejos misericordiosos, amables, humildes y generosos de su Hijo, nuestro Señor. Y para ello, tiene que limar las muchas asperezas que aún quedan en nuestra personalidad. Esta es una labor que el Espíritu Santo está dispuesto a realizar; pero ¿estamos nosotros dispuestos también?

¡Qué espléndido tesoro! La mente humana es asombrosa. Es capaz de razonar, imaginar, comprender y recordar. Es también la sede de la conciencia, donde ponderamos lo bueno y lo malo. Cada día, tu mente analiza los millones de datos que le transmiten los sentidos y los utiliza para tomar cientos de decisiones. Toma como base tus recuerdos y tu imaginación y conecta tus emociones para ayudarte a encontrar la claridad y el coraje necesarios para tomar las mejores decisiones posibles, desde tu punto de vista, en situaciones difíciles y alegrarte por una buena labor realizada.

Además de estos dones y capacidades “naturales”, la mente humana tiene una dimensión espiritual. San Pablo nos dice que “tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2, 16). Dios nos creó con la capacidad de percibir su presencia, comprender sus misterios y tener con él una relación directa y personal basada en el amor. Nuestro intelecto es capaz de pensar como Dios piensa (Mateo 16, 23). Con nuestras emociones podemos amar lo que Dios ama y hacernos una idea clara de lo muy perjudicial que es el pecado. Podemos imaginarnos la belleza esplendorosa del cielo y tener presentes las grandes hazañas de Dios (Salmo 77, 12-16). Además, la conciencia nos ayuda a diferenciar el bien y el mal, así como el pecado y la rectitud (Romanos 2, 15).

¡Lo que Dios ha creado es maravilloso en extremo! Y qué magnífico regalo nos ha dado: ¡Haber sido creados a su imagen y semejanza, capaces de conocerlo y destinados a vivir con él para siempre! Sin embargo, pese a lo impresionante que todo esto nos resulta, sabemos que nuestra mente no siempre razona correctamente. Las experiencias traumáticas y los resentimientos del pasado, los malos ejemplos recibidos, los pecados personales e incluso el sentido de culpabilidad pueden bloquear el flujo de la gracia del Espíritu Santo, y ser grandes obstáculos en nuestra relación con Dios, al punto de hacernos sentir solos e indefensos.

Pero lo más grave es que estas influencias negativas no nos dejan pensar claramente. Cuanto más dejemos que tales circunstancias empañen nuestra capacidad de razonar, menos claros serán nuestros juicios y más difícil nos resultará distinguir claramente entre el bien y el mal, al punto de que podemos comenzar a considerar que algunas conductas pecaminosas son en realidad aceptables, y cada vez damos menos atención a las ideas y voces que pueden influir positivamente en nuestra conducta.

Una mente embotada. David, el Rey de Israel, es un ejemplo claro de cómo un ciclo de mentiras y otros pensamientos negativos puede conducir a pecados cada vez mayores. Dios dijo que David era un hombre “conforme a su corazón” (1 Samuel 13, 14), pero eso no significa que éste era inmune a la tentación. Sucedió que al ver a una bella mujer llamada Betsabé, esposa de Urías, un oficial de su ejército (2 Samuel 11 a 12), se llenó de deseo por ella. La mandó traer y durmió con ella. David era el rey, es decir, su poder era absoluto. Tenía todo lo que podía desear, incluso un harén de concubinas (cosa que en esa época era aceptable). Sin embargo, se fijó en esta mujer, que le pertenecía a un leal oficial suyo, y la tomó sin tener en cuenta la tragedia que esto le causaría a ella, el marido y toda la familia.

Cuando David se enteró de que Betsabé estaba embarazada, trató de encubrir su pecado ordenando que Urías fuese enviado al frente de batalla y luego abandonado allí a merced del enemigo, lo cual tuvo el resultado esperado. Urías murió en la batalla y David pensó que así él quedaba libre. Pero, como suele suceder, el encubrimiento no duró mucho. El profeta Natán le echó en cara a David sus pecados, y así el rey tuvo que reconocer todas las maldades que había cometido. Humillado y avergonzado, David se arrepintió y Dios lo perdonó.

Esta historia es una muestra palpable de que la mente es engañosa cuando está embotada u oscurecida por los deseos egoístas. Todos sabemos que a veces queremos silenciar la conciencia para optar por algo que sabemos que es incorrecto y de alguna manera pensar que tales acciones son aceptables. Hasta el rey David, que era un hombre “conforme al corazón de Dios”, cayó en la tentación.

La buena noticia es que Dios es infinitamente misericordioso. Es cierto que David tuvo que sufrir las consecuencias de su pecado, pero se sintió muy reconfortado al saber que Dios no lo había rechazado, de manera que podía comenzar de nuevo, confiando en que Dios no le tendría en cuenta sus anteriores pecados. En realidad, no hay pecado alguno, por grave que sea, que Dios no quiera perdonar cuando hay arrepentimiento sincero y propósito de enmienda.

Obra de Dios, obra nuestra. Nosotros, los bautizados, somos “nuevas criaturas” o “una nueva creación” (2 Corintios 5, 17), por lo que somos también hombres y mujeres “conforme al corazón de Dios.” Tal vez nos parezca que tenemos un largo camino que recorrer para llegar allí, pero podemos tener la seguridad de que Dios nos ama y quiere cambiar en nosotros aquel modo de pensar y actuar que es opuesto a él y a sus mandamientos. Incluso San Pablo nos dice cómo puede suceder esto: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le es grato, lo que es perfecto” (Romanos 12, 2).

Esta solución que aquí se nos propone tiene dos elementos. Dios quiere cambiar nuestra forma de pensar y actuar, pero necesita que nosotros cooperemos con él. Una manera esencial en la que podemos cooperar con el Señor es analizar cada noche lo que hicimos bien o mal durante el día: “¿Actué hoy según la voluntad de Dios? ¿En qué cosa no hice lo que Dios me pedía hacer?”

Practicar este tipo de examen de conciencia por la noche te enseñará a “someter todo pensamiento a Cristo” (2 Corintios 10, 5). Si tú sometes tus pensamientos a Cristo, podrás ser más consciente de la manera como piensas y podrás sopesar tus razonamientos contra las verdades del Señor; con el tiempo, verás que el Espíritu Santo te ayudará a avanzar y sentirte libre.

Entonces, ¿cuál es nuestra obra y la obra de Dios? Conforme analizamos lo que hicimos en el día, el Señor nos ayuda a ver los sucesos desde el punto de vista del amor y la misericordia, como él lo hace. Sabiendo que nada nos cuesta descartar o justificar las faltas cometidas, el Señor nos ayuda a ser honestos con él y con nosotros mismos, mientras al mismo tiempo nos asegura que nos ama. Cristo sabe que fácilmente nos desanimamos, por lo cual siempre nos recuerda que nos ama más por lo que somos que por lo que hacemos. No hay nada que pueda separarte del amor del Señor (Romanos 8, 38-39), excepto, por supuesto, tu propia negativa a entregarte a él y pedirle su amor.

Creados para ser libres. Dios quiere ayudarnos a renovar nuestra mente. De hecho, está dispuesto a hacer lo que sea para llevarnos a ganar la batalla entre la virtud y el egoísmo, entre el bien y el mal, para lo cual nos ha dado el Espíritu Santo; nos ha dado el don de la Eucaristía; nos ha dado su propia palabra en la Sagrada Escritura. Todos estos dones son muy poderosos para ayudarnos a superar cualquier tipo de egoísmo. No hay nada más satisfactorio para uno mismo que ser capaz de vivir según la libertad del Espíritu Santo, liberados de los deseos egoístas que trataban de esclavizarnos.

Así que, hermano, comienza hoy mismo. En cualquier situación, pídele ayuda a Dios presentándole todo en oración y dándole gracias, y así verás que Dios te “dará su paz, que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz cuidará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús.” (Filipenses 4, 6. 7).

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