Tampoco yo te condeno
La sangre del perdón
“¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Génesis 4, 10). Con estas palabras, Dios confrontó a Caín por el asesinato de su hermano Abel. Dios dijo que había “escuchado” el clamor de la sangre de Abel que le pedía cuentas a Caín. Siglos después, en la Carta a los Hebreos se dice que “la sangre con que hemos sido purificados… nos habla mejor que la sangre de Abel” (Hebreos 12, 24).
¿Qué es lo que la sangre de Jesús nos habla mejor que la de Abel? Esa es la pregunta que procuraremos responder en esta temporada de Cuaresma, y veremos que la sangre de Cristo nos comunica en realidad tres mensajes elocuentes:
• Un mensaje de perdón
• Un mensaje de sacrificio
• Un mensaje de nueva alianza
En los próximos cuarenta días, fijaremos la mirada en el sacrificio redentor de Jesús, cuya sangre brotó hasta caer en tierra, y en la Última Cena, en la que él ofreció a sus discípulos “mi sangre, la sangre de la alianza” (Mateo 26, 28). Veamos cuál es el mensaje que Jesús tiene para nosotros, un mensaje que puede conducirnos al gozo de la Pascua.
Yo te perdono. Tres palabras sencillas, pero llenas de significado. Decir “yo te perdono” es como decir “No te tengo nada contra ti. No quiero que este recuerdo doloroso nos mantenga enemistados.” Cuando dices, “Te perdono”, también estás diciendo “No me desquitaré.” No es solo la declaración de un hecho, es una declaración de intención, del deseo de sanar una amistad malograda. ¡Qué alivio es escuchar que alguien nos diga estas palabras, especialmente si nos sentimos mal por haber ofendido o lastimado al otro!
Ahora bien, ¡imagínate cómo será escuchar que Dios mismo te dice esas palabras a ti! Imagínate que te promete no reprocharte por tus pecados y aliviarte de la culpa que sentías. Imagínate que te dice: “Quiero que nos reconciliemos.” El solo hecho de escuchar estas palabras, realmente escucharlas, es capaz de generar un cambio extraordinario en tu vida.
Este es uno de los mensajes más importantes que el Señor quiere darnos en esta Cuaresma: convencernos de que hemos sido perdonados, completamente, totalmente, eternamente. Este es un mensaje especialmente transformador si nos cuesta perdonarnos a nosotros mismos o aceptar que Dios nos perdone por algo que hayamos hecho. Para comunicarnos ese mensaje, la Escritura nos lleva a contemplar la Sangre preciosa de Cristo. Su sacrificio redentor —el derramamiento de su Sangre en la cruz— le infunde una realidad rotunda a ese perdón para nosotros.
Jesús, el Mesías que perdona. Sin embargo, antes de hablar del mensaje de la Sangre y la cruz de Cristo, primero conviene detenernos a contemplar la obra mesiánica de Jesús y aquello que lo llevó al Calvario. Desde el principio, él anunció que el camino para recibir el Reino de Dios era el arrepentimiento, la renuncia al pecado y la petición de la misericordia de Dios.
El hecho de que Jesús proclamara el perdón del Altísimo fue una de las razones principales por las cuales algunos de los jefes de Israel se le opusieron con tanta virulencia. Por supuesto, sabían que Dios es misericordioso con quienes se arrepienten; pero lo que no aprobaban era la liberalidad con que Jesús ofrecía esa misericordia. Vieron que perdonaba a quienes cometían adulterio en forma flagrante, a los recaudadores de impuestos que traicionaban a su pueblo y a cualquier otra clase de pecadores. ¡Incluso perdonó a un paralítico a quien nunca había visto antes y sin comprobar si estaba en realidad arrepentido de sus pecados! (Marcos 2, 1-12).
La forma usual en que Jesús ofrecía la misericordia de Dios y su deseo de perdonar aun el peor de los pecados era motivo de escándalo para las autoridades, pues pensaban que él era demasiado tolerante con el pecado y demasiado condescendiente con los pecadores. ¡Era como si estuviera abriendo las puertas del Reino para todos! Para ellos, era seguro que un hombre justo evitaría a los pecadores en lugar de mezclarse con ellos, y sin duda esperaría a que vinieran con señales de penitencia antes de declararlos perdonados. Pero lo más importante, por lo menos para ellos, era que ¡Jesús no tenía ninguna autoridad para perdonar a los pecadores!
No obstante, cuando anunciaba la misericordia de Dios y acogía a los pecadores, Jesús movía el corazón de las personas y así captaba su interés. Les mostraba que no tenían que convencer a Dios de que los perdonara; sino al contrario: era Dios quien trataba de convencer a la gente de que su mayor deseo era perdonarlos. Su misericordia y su perdón estaban plenamente disponibles para todos; la única pregunta era si la gente era lo suficientemente humilde como para arrepentirse y recibirlos.
La Sangre del perdón. Era tanto lo que los detractores se sentían ofendidos por las palabras y acciones de Cristo que trataban una y otra vez de hacerlo tropezar en algo, y por eso le hacían preguntas capciosas para atraparlo en algún error o en alguna especie de blasfemia. Pero lo peor fue que empezaron a conspirar para darle muerte. Con todo, nada de lo que decían o hacían era capaz de detener a Jesús, que había sido enviado a proclamar el gran don del perdón de Dios y lo seguiría haciendo, incluso a costa de su vida.
En efecto, el Señor continuó anunciando claramente la misericordia de Dios hasta el día de su crucifixión. Luego, desde la cruz, la sangre que derramó anunció el mismo mensaje, pero en forma más elocuente y eficaz que nunca, pues proclamaba un mensaje de perdón a todas y cada una de las personas que alguna vez habían pecado contra él, amigos o enemigos.
La sangre de Jesús anunciaba un mensaje de perdón a sus discípulos, que lo habían abandonado en Getsemaní, sin condenarlos ni echarles en cara el haber huido de su lado; incluso luego de resucitar, volvió a visitarlos pronunciando palabras de paz y perdón (Juan 20, 21).
Su sangre también llevaba un mensaje de clemencia para sus perseguidores y verdugos. Perdonó a los fariseos y saduceos que se burlaron de él y lo golpearon en el juicio. Los perdonó por hacer acusaciones falsas en su contra ante Pilato y por exigir que las multitudes demandaran su crucifixión. Incluso perdonó a los soldados romanos que lo torturaron en forma sádica e inhumana solo por diversión y a aquellos que le clavaron las manos y los pies. El único pensamiento que Cristo tuvo para todas estas personas fue: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34).
El mensaje de la Sangre de Jesús. “Padre, perdónalos.” Este es el claro mensaje que nos comunica la sangre de Cristo en este tiempo de Cuaresma; un mensaje en el que el Señor nos pide que meditemos mientras vamos siguiendo sus pasos en estos cuarenta días por el camino del Calvario. Sabemos en lo recóndito de nuestro ser que los pecados y las faltas cometidas merecen castigo; pero en Cristo, Dios nos ha reconciliado consigo mismo, y ya no lleva cuenta de nuestras ofensas (2 Corintios 5, 18-19).
Si alguien duda de esto, piense en las muchas veces que Jesús volvió la otra mejilla durante su vida terrena y no llevaba cuenta de las muchas ofensas que le hacían. Así de grande era su misericordia para quienes lo rechazaban o lo ofendían y a ti te ofrece la misma misericordia. Cristo tenía todo el derecho de repudiar a sus acusadores y habría estado perfectamente justificado si hubiera llamado a legiones de ángeles en defensa suya o si hubiera bajado milagrosamente de la cruz para condenarlos (Mateo 26, 53; Marcos 14, 29-30). Pero no lo hizo y más bien los perdonó a todos.
Ahora en esta Cuaresma, cuando contemples el crucifijo y la sangre que Cristo derramó allí por ti, recuerda que no hay ni un solo pecado que Jesús no esté dispuesto a perdonar y en efecto lo hace. Sea lo que sea, adulterio, robo, fraude, violencia, o incluso asesinato o aborto; ni siquiera arrebatos de ira, rencor arraigado, murmuración, lujuria o soberbia; Jesús prefirió derramar su sangre inmaculada por ti en lugar de condenarte, así que ya estás libre de condenación y de culpa. Solo hace falta que acudas a él con arrepentimiento sincero y experimentarás su misericordia.
Si escoges un solo versículo de la Escritura para meditar en esta Cuaresma, que sea esta increíble promesa: “¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo” (Hebreos 9, 14). Léela repetidamente y apréndela de memoria; regocíjate en ella y guárdala cerca de tu corazón. Deja que la sangre de Jesús te hable una y otra vez esa elocuente y poderosa palabra de perdón.
Cada vez que bebemos de este cáliz…
• Recibes sacramentalmente la sangre que manaba del cuerpo de Jesús cuando él dijo: “Padre, perdónalos.”
• Te puedes imaginar que Jesús dice: “Padre, perdona a este hijo tuyo, esta hija tuya.”
• Puedes oír que te dice: “Tampoco yo te condeno” (Juan 8, 11). “Tu fe te ha salvado, vete en paz” (Marcos 5, 34).
• Tus pecados veniales quedan perdonados y lavados (Catecismo de la Iglesia Católica 1393).
• Te comprometes a “hacer esto” en memoria de Jesús: perdonar tan plenamente como tú has sido perdonado.
Esta Cuaresma puede ser una ocasión de sanación y perdón para todos nosotros; porque no hay nada que sea tan grande o grave que escape a la misericordia de Jesús.
Comentarios