Tampoco yo te condeno
La libertad que ofrece el Sacramento de la Reconciliación
Aveces uno se siente un poquito celoso de las personas que conocieron personalmente a Jesús y compartieron con Él cuando estaba en este mundo, ¿no es cierto?
¿No te habría gustado a ti también estar allí para verlo como lo hicieron Juan, Pedro y María Magdalena? ¿No habría sido maravilloso escuchar su voz y sentir el toque de su mano?
De todas las personas que se cruzaron con Jesús por los caminos de Palestina, seguramente los que tuvieron los encuentros más conmovedores fueron los que experimentaron su misericordia. Pensemos en la mujer sorprendida en adulterio (Juan 8,1-11). ¿Qué habrá sentido ella cuando Jesús la miró a los ojos y le dijo: “Tampoco yo te condeno.” O la mujer conocida como pecadora, que derramó sus lágrimas sobre Jesús y le ungió los pies con un costoso perfume (Lucas 7,36-50). ¡Qué efecto reconfortante y transformador debe haber sido para ella escuchar que el Señor le decía: “Tus pecados te son perdonados . . . Vete tranquila.” Los casos fueron muchos: el paralítico cuyos amigos lo bajaron por un hueco en el techo (Marcos 2,1-12), el ladrón crucificado junto a Jesús (Lucas 23,39-42) e incluso el gran San Pedro (Juan 21,14-17).
Sería comprensible sentir un poco de envidia con estas personas. Pero hay que recordar que Dios no nos ha dejado solos, y en realidad todos tenemos la posibilidad de escuchar las mismas palabras que el Señor nos dice a nosotros. Todos tenemos la posibilidad de experimentar su misericordia de una manera íntima y personal, porque esto es lo que sucede en el Sacramento de la Reconciliación.
¿Un sacramento perdido? Para nadie es misterio el que el Sacramento de la Confesión, como se le conoce popularmente, ha decaído últimamente. Según una encuesta del Centro de Investigación Aplicada en el Apostolado, de la Universidad de Georgetown, en Washington, DC realizada en 2005, sólo el 26 por ciento de los católicos adultos va a confesarse al menos una vez al año en los Estados Unidos. Según una encuesta similar realizada por la Universidad de Notre Dame, en South Bend, Indiana, a principio de los años ochenta, el 76 por ciento se confesaba al menos una vez al año.
¿Qué ha sucedido? Los sociólogos, obispos, psicólogos y otros profesionales han propuesto tantas razones posibles para este rápido deterioro que es difícil llegar a una respuesta clara. Algunos opinan que se ha perdido el sentido de pecado; otros lo atribuyen a la creciente falta de sacerdotes; otros más piensan que se debe a los cambios introducidos desde el Concilio Vaticano II. Cualquiera sea la realidad, pareciera que mucha gente ha dejado de lado la confesión porque no considera necesario participar en un “ritual” para que se le perdonen los pecados. “¿Para qué ir al sacerdote —alegan— cuando puedo confesarme directamente con Jesús?”
Es cierto que esta postura tiene cierto mérito, porque en realidad podemos encontrarnos con el Señor en la oración personal y confesarle nuestros pecados. Pero este método también tiene sus limitaciones, entre las cuales la principal es la falta del contacto personal, que es tan vital para experimentar la misericordia de Dios. Esto es particularmente aplicable si alguien ha cometido algún pecado grave, que a veces llega a atormentarle la conciencia y los recuerdos durante años aunque haya orado mucho en privado. En realidad, existe una verdadera gracia cuando se escuchan palabras de comprensión y consolación en la voz de otra persona. Pero hay también otra razón por la cual la confesión sacramental es tan importante, algo que tiene que ver con la naturaleza misma de los sacramentos.
Una transformación asombrosa. Los católicos creemos que cada sacramento actúa a partir de la materia ordinaria y la transforma en algo espiritual y llena de gracia divina. El mejor ejemplo de esta realidad es la Sagrada Eucaristía, en la cual el pan (la combinación de harina y agua) se transforma en el verdadero cuerpo de Cristo, y el vino (jugo de uva fermentado) pasa a ser su sangre redentora. Esta es la misma razón por la cual creemos que el agua y el óleo, en el Sacramento del Bautismo, en realidad nos purifican del pecado y nos infunden fuerzas para llegar a ser voces proféticas en el mundo.
Del mismo modo, la Confesión produce otra transformación maravillosa e incluso más asombrosa aún. Lo que cambia no es solamente un pedazo de pan o un poco de agua, sino una persona humana viva, que respira, piensa, ama y que, efectivamente, es pecadora. Con las primeras palabras de una confesión sacramental, Jesús está presente a través de la “materia” del sacerdote, de modo similar a su presencia en la “materia” del pan y el vino. Jesús es quien nos escucha cuando confesamos nuestras faltas y quien nos mira con compasión y comprensión. Y es Jesús mismo quien nos dice que nuestros pecados están perdonados y que ahora podemos “ir en paz”.
¡Es sorprendente! Cuando un sacerdote escucha nuestra confesión, él no está allí “tomando el lugar” de Jesús o representándolo de alguna manera simbólica; en realidad, él está actuando en la persona de Cristo, de la misma manera que lo hace cuando celebra la Misa. Es decir, se convierte en un “vehículo” en el cual Jesús se hace presente para actuar en un plano absolutamente íntimo. Su voz viene a ser la de Cristo cuando nos absuelve de nuestros pecados; sus manos son las de Cristo cuando nos bendice y nos abraza. Es como si uno traspasara un portal para entrar al cielo y encontrarse cara a cara con el propio Jesús, nuestro Señor.
El “sello” de la Confesión. Esta enseñanza del encuentro con Jesús en el Sacramento de la Reconciliación es también la base de la práctica denominada el “sello de la Confesión”. En esencia, este sello significa que ningún sacerdote puede jamás revelar lo que alguna persona le ha confesado. Esta norma está considerada como una ley absoluta de la Iglesia y cualquier sacerdote que quebrante este sello queda inmediatamente excomulgado.
La razón que fundamenta el sello es bastante obvia. Primero, es una garantía de confidencialidad que nos anima a contarle todo al Señor. No hay necesidad de ocultar ningún pecado por vergüenza o sentido de humillación, porque nadie más lo sabrá jamás; es decir, podemos borrarlo de nuestro recuerdo sin temor alguno.
Pero hay también otra razón para el sello que es más fundamental y más espiritual aún. Los confesores tienen prohibido revelar los pecados de los fieles precisamente porque están actuando “en la persona de Cristo” y no en nombre propio. Y cuando Jesús perdonaba los pecados de la gente, el perdón era absoluto. La Escritura nos recuerda que Dios ha alejado de nosotros nuestras transgresiones “como ha alejado del oriente el occidente” (Salmo 103,12). Por otra parte, muchos santos han dicho que la misericordia de Dios es tan vasta y profunda como un océano y cuando nuestros pecados son arrojados a este océano, se hunden en la inmensidad de las aguas y nunca más vuelven a saberse de ellos.
¡Así es la profundidad de la misericordia de Dios! Cuando Jesús le habló a la mujer sorprendida en adulterio, le preguntó: “Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?” Ella miró a su alrededor y vio que todos se habían ido. Jesús añadió: “Tampoco yo te condeno; ahora, vete y no vuelvas a pecar” (Juan 8,10.11). Gracias al Sacramento de la Reconciliación, no sólo se nos perdonan nuestros pecados, sino que nadie más tiene la posibilidad de acusarnos ni condenarnos. No puede hacerlo nuestro confesor y nadie más se enterará de nuestras caídas. Naturalmente, si uno quiere, puede contarlo tal vez para reconciliarse con alguien a quien haya ofendido o para hacer reparación por la ofensa causada. Pero esa es una decisión completamente personal de cada uno.
Vete en paz. Es curioso, pero cuando hablamos de participar en un sacramento usamos una misma palabra: celebración. Sabemos lo que significa celebrar la Santa Misa, celebrar un Bautismo o celebrar una boda. De la misma manera, se supone que el Sacramento de la Reconciliación sea también una celebración. Tal vez no lo parezca al principio, porque en realidad nadie se siente feliz de exponer sus faltas a la luz y reconocer sus errores. Pero si bien uno puede llegar a la Confesión con un sentido de pesar, nunca debemos salir de ella de la misma manera.
Cada Confesión ha de ser una experiencia de conversión, una ocasión en la que uno sale de la oscuridad para entrar en la luz; salir del pecado para disfrutar del perdón; pasar de la culpa a la libertad y la redención. Cada vez que nos encontramos cara a cara con Jesús en este sacramento, Él quita nuestros pecados, levanta la pesadez de nuestros hombros y nos reafirma el amor profundo, gozoso e incondicional que nos tiene. “Vengan a mí —nos invita— todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar” (Mateo 11,28).
Así pues, no dejes que tus faltas o errores te impidan avanzar; más bien, acude junto al Señor y deposítalos a sus pies. Deja que Él te perdone, te fortalezca y te renueve; permítele que te estreche fuertemente en un abrazo de amor y aceptación. ¡Así es como comienza la celebración! Todo el cielo se llena de júbilo cuando un pecador se arrepiente y nosotros (pecadores sí, pero arrepentidos) estamos invitados a participar en la alegría del perdón. Del mismo modo como el padre del hijo pródigo mandó celebrar el regreso del muchacho con una fiesta, tu Padre celestial canta, danza y se alegra por ti cuando te arrepientes. Y lo mismo que Jesús les decía a los que buscaban su toque sanador, también te lo dice a ti “Vete en paz”, porque quiere purificarte y librarte para que seas plenamente feliz.
¿No es esta una magnífica razón para alegrarse y celebrar? n
Comentarios