Somos vasijas de barro
Carta del editor
Queridos hermanos:
Durante este mes aprenderemos de San Pablo lo que significa ser “vasijas de barro” en las cuales se guarda el tesoro más grande del mundo: Cristo mismo (2 Corintios 4, 7).
San Pablo, cuyo nombre judío era Saulo de Tarso, primero fue fariseo. Era un custodio celoso de la ley de Moisés y fue perseguidor de los primeros cristianos (Filipenses 3, 5-6).
Pero, durante un viaje a Damasco tuvo un encuentro transformador y que definiría el resto de su vida: El propio Señor Jesús se le apareció y lo llamó a predicar su evangelio.
Pablo, entonces, dedicó el resto de su vida a cumplir con el mismo mandato que Jesús les había dado a los discípulos antes de su ascensión al cielo: “Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes” (Mateo 28, 19-20).
Pablo entregó su vida a la construcción de la Iglesia y a cuidar a las primeras comunidades cristianas. Sufrió cuando los gálatas aceptaron “otro evangelio” (Gálatas 1, 6) y con la división que el enemigo causó entre los corintios; pero también se regocijó con los tesalonicenses. El amor que San Pablo tenía por la expansión del reino y la proclamación del evangelio nos ha beneficiado a todos a lo largo de estos siglos.
Pablo nos ha enseñado que Jesucristo es el “tesoro escondido en un terreno” y la perla “de mucho valor” (Mateo 13, 44. 46) y que nosotros somos esas vasijas en las cuales se guarda esta riqueza celestial.
Un mismo llamado. Nosotros, al igual que él, hemos sido llamados por Jesús a predicar su evangelio y a que nuestra luz brille delante de la gente. No podemos ocultarle este tesoro al mundo, porque el Señor mismo nos manda a que lo llevemos a todas las personas que nos rodean.
Ciertamente, somos conscientes de nuestra imperfección. Pero no olvidemos que el Señor Jesucristo nos da la gracia que necesitamos para cumplir con la misión que nos ha encomendado. Cristo habita en nuestro corazón y el Espíritu Santo nos concede la sabiduría para proclamar este evangelio. No olvidemos que Dios actuó a través de Abraham, Moisés y del rey David, a pesar de los errores que cometieron. Después Jesús nombró a Pedro cabeza de la Iglesia, aunque Pedro lo negó tres veces.
Así que no nos desanimemos, aunque seamos solo vasijas de barro, guardamos el tesoro de Cristo y él nos envía a proclamarlo por todos los rincones de la tierra. Que durante este mes, resuenen en nuestro corazón las palabras de Jesús: “Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20).
María Vargas
Directora Editorial
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