Señor, hazme de nuevo
Cómo abandonarse en manos del Alfarero divino
En este artículo reflexionaremos sobre un tipo diferente de refinación. Meditaremos en que el Señor quiere hacernos de nuevo, como si deshiciera el cántaro de nuestro corazón y le diera, con su amor, una nueva forma.
Hay personas de corazón compasivo y bondadoso, que cuando presencian un acto de extraordinaria ternura o generosidad, sienten que se les derrite el corazón. Por ejemplo, cuando el marido o la esposa ve que su cónyuge le trae un regalo inesperado, el corazón se le enternece; cuando un amigo querido cambia lo que tenía planeado para ayudarnos a resolver un dilema o darnos palabras de aliento, el corazón se nos llena de afecto y agradecimiento. Gestos como éstos nos impresionan y despiertan en nosotros el deseo de ser más generosos y cariñosos. El amor engendra el amor, y no porque tengamos la necesidad de hacer lo mismo que otro, sino porque el corazón se nos ablanda en presencia de un amor sincero y uno se siente movido a corresponder a ese amor con acciones concretas.
Dónde encontramos el amor perfecto. Ya sea que se trate de una pareja casada, amigos íntimos o hermanos y hermanas, hay algo que es innegable: hasta las mejores relaciones tienen sus defectos. Aunque los cónyuges se amen auténticamente siempre pueden hacerse daño involuntariamente. Una persona puede estar tan enfrascada en sus propias actividades y obligaciones que no se detiene a visitar a un amigo que esté enfermo. Un joven puede utilizar la manipulación o el engaño para lucir bien delante de sus padres en lugar de ser honesto y sincero.
¡Qué diferente es Jesús! Él nos ama en forma perfecta e intachable. Nunca hace un comentario hiriente, nunca engaña, nunca es egoísta ni arrogante. Su amor es ilimitado y por eso también tiene el poder de ablandar los corazones más que cualquier otro amor que uno pueda experimentar. Bien, entonces, ¿cómo podemos encontrar este amor? ¿Cómo podemos experimentar el amor de Jesús para que él deshaga el barro de nuestro corazón y nos forme de nuevo? Una buena forma de hacerlo es leer y meditar en la Sagrada Escritura, porque allí podemos encontrarnos con el Señor y enterarnos de lo que él ha hecho por sus fieles.
Inspirado por Dios. San Pablo usó una simple frase para describir la importancia de la palabra de Dios: “Toda la Escritura es inspirada por Dios” (2 Timoteo 3, 16). Siendo inspirada, creemos que la Biblia contiene la revelación de Dios para los seres humanos. La Sagrada Escritura, más que un conjunto de enseñanzas, es la Palabra de Dios, el mensaje que el Altísimo quiere comunicarnos. Por eso, sea que estemos leyendo acerca de la majestad de nuestro Creador, de las enseñanzas de Jesús o del llamado a vivir en santidad, las palabras que leemos llevan consigo la singular inspiración de Dios; y esa inspiración significa que el Espíritu Santo puede tomar estas palabras y vivificarlas en el corazón del creyente. El Espíritu puede utilizar estas palabras para hacernos comprender nuestros más profundos anhelos y necesidades, y puede conferirles su propio poder y gracia, el poder y la gracia que precisamos para vivir una nueva vida.
San Agustín es testigo del poder de la palabra inspirada de Dios. En medio de una dramática lucha entre el deseo de creer que tenía y el atractivo de los placeres del mundo, una vez escuchó una voz que le decía: “Toma y lee.” Como tenía a mano una Biblia, Agustín entendió que la orden se refería a leer la Escritura, así que la abrió y leyó lo primero que le llamó la atención: “Comportémonos con decencia, como a plena luz: nada de banquetes y borracheras, nada de lujuria y vicios, nada de pleitos y envidias. Más bien, revístanse del Señor Jesucristo, y no se dejen arrastrar por la carne para satisfacer sus deseos” (Romanos 13, 13-14, Biblia Latinoamérica). En ese momento, se sintió iluminado, se le ablandó el corazón, resolvió su dilema y se dedicó por completo a seguir al Señor.
Si nos hacemos el hábito de leer la Sagrada Escritura cada día y reflexionar en lo que en ella el Señor nos dice, le daremos al Espíritu Santo la oportunidad de ponernos en contacto con Cristo Jesús. Si tras leer el texto en oración hacemos una reflexión lo más profunda posible, descubriremos que la Palabra de Dios nos llega al corazón, lo ablanda y lo hace sensible o modelable. Es posible que incluso le pidamos al Señor que nos haga de nuevo conforme a su imagen, como lo hace el alfarero. A esto se refiere San Pablo cuando dice que llegaremos a “conocer el amor de Cristo que sobrepasa el conocimiento” y seremos “llenos hasta la medida de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3, 19).
Visiones de Jesús. Pero no es sólo la Palabra de Dios la que puede ablandarnos el corazón y moldearnos a imagen de Jesús. En la Iglesia hay siglos de historia y tradición de vida espiritual, y en cada edad, el Señor ha venido suscitando hombres y mujeres santos, como San Agustín, cuyos escritos, experiencias e historia de vida nos inspiran y nos mueven a buscar personalmente la presencia de Dios.
Por ejemplo, Santa Margarita María Alacoque (1647-1690) tuvo una visión del Sagrado Corazón de Jesús. Al ver el corazón llagado del Señor, ella sintió que Cristo le decía que deseaba que todo el mundo contemplara el amor y la compasión que él tiene para todo ser humano, especialmente los que sufren.
También podemos mencionar a Sor María de San Pedro (1816-1848), una monja carmelita de Tours, Francia, que tuvo otra visión, esta vez de la Santa Faz de Jesús. El Señor tuvo un mensaje especial para ella: “Cuantos en la tierra contemplen las heridas de mi rostro, lo verán en el cielo radiante de gloria.”
En fecha más cercana a nosotros, Santa Faustina Kowalska (1905-1938) recibió en Polonia una visión de Jesús con dos rayos de luz que emanan de su corazón. Faustina entendió que Dios la llamaba a compartir esta visión con todo el mundo y a convertirse en “apóstol de la Divina Misericordia”, a fin de que todo el mundo contemplara el tierno amor que Dios tiene para todos sus hijos.
Ahora, lo más probable es que la mayoría de nosotros no veamos lo que estas tres religiosas vieron. En realidad, quienes reciben este tipo de gracias son pocas personas; pero, al mismo tiempo, creemos que Dios permite estas visiones para que sean compartidas con todos los creyentes. Esto significa que todos podemos meditar en sus palabras y confiar en que el Espíritu Santo llene nuestras meditaciones de su gracia.
Intentemos un experimento esta semana. Cada día, cuando ores, dedica un tiempo a contemplar una de estas visiones. Procura visualizarla en tu mente e imagínate lo que Jesús quiera decirte a través de ellas. Trata de grabarte en el corazón las verdades que ellas representan. Reposa en la gracia de Dios y experimenta la acción del Espíritu Santo que enternece el corazón.
La Eucaristía nos ablanda el corazón. Por último, no podemos terminar sin referirnos a otra forma, más íntima, en que podemos experimentar la presencia purificadora de Jesús, nuestro Señor: la santa Misa. Cada vez que recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nuestros ojos se abren algo más, percibimos su presencia más claramente y el corazón se nos ablanda algo más. Sucede así porque Jesús está físicamente presente en la hostia y en el cáliz, y además, porque en Misa recordamos su sacrificio redentor y su Resurrección. En el banquete eucarístico celebramos el amor que movió a Cristo a dar su vida por nosotros, y recordamos y celebramos también al Espíritu Santo que nos llena del fuego de su amor.
Si bien hay mucho que decir acerca de la Misa, queremos concentrarnos en un solo punto: el de venir a Misa con hambre de Cristo y con sed de su presencia. Hermano, pídele que abra tus ojos para que veas su cruz como el signo supremo del amor que te tiene.
¡Hazme de nuevo, Señor! Un día, unos siete siglos antes de Cristo, el profeta Isaías estaba orando en el Templo en Jerusalén, cuando tuvo una visión del cielo:
Vi al Señor sentado en un trono muy alto; el borde de su manto llenaba el templo. Unos seres como de fuego estaban por encima de él… Y se decían el uno al otro: “Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso; toda la tierra está llena de su gloria.” (Isaías 6, 1-3).
Cuando vio esto, Isaías sintió que toda su vida se deshacía y exclamó: “¡Ay de mí, voy a morir! He visto con mis ojos al Rey, al Señor todopoderoso” (6, 5). Sintió que el corazón se le afligía y se sintió movido a ofrecerse como servidor de Dios: “Aquí estoy yo, envíame a mí.” (6, 8).
A veces, cuando entramos en la presencia del Señor, nos parece que el corazón se nos ablanda y se nos derrite, pero en un buen sentido: disminuyen los temores, surgen los sentimientos de alegría y gratitud a Jesús; la inseguridad y la desorientación dan paso a la confianza en Dios y nos encontramos diciendo: “Señor, te amo con todo mi corazón y quiero dedicarme a adorarte, alabarte y glorificarte durante toda mi vida.” Cuando experimentamos esto es porque el Señor nos ha quitado la dureza del corazón y nos está haciendo de nuevo.
Por eso, recemos hoy y cada día con palabras como éstas: “Ven, Señor Jesús, permíteme sentir tu presencia. Ven y funde mi corazón con tu amor. Ven y moldéame según tu imagen. Señor, ¡quiero vivir solamente para ti!”
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