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Noviembre 2013 Edición

Santos admirados por todos

La magnética santidad de Juan XXIII y Juan Pablo II

Santos admirados por todos: La magnética santidad de Juan XXIII y Juan Pablo II

¡Santo súbito! ¡Santo súbito!

(¡Canonización ahora mismo!) Este era el clamor que resonaba en toda Roma el 2 de abril de 2005, donde miles de fieles se habían congregado en la Plaza de San Pedro tras la noticia de que el Papa Juan Pablo II acababa de expirar, para guardar vigilia y expresarle su más sentido y último adiós. No había duda de que, para estos incontables y fieles admiradores, el que fuera Karol Wojtyla ya era santo. Lo que pedían era simplemente que el Vaticano declarara oficialmente su santidad y lo canonizara cuanto antes.

Finalmente, varios años más tarde, los sueños de este pueblo se han hecho realidad, junto con los sueños de otros fieles que han pedido lo mismo para el “Papa Bueno”, Juan XXIII, que convocó e inauguró el Concilio Vaticano II. Los dos llegaron a tener una extraordinaria popularidad entre la gente y ambos fueron universalmente reconocidos por su santidad. En julio pasado, el Papa Francisco anunció que dentro de poco los dos papas serían canonizados en forma simultánea, en una ceremonia a la que sin duda millones de personas se harán presentes en Roma.

Forzar las normas. Pero, ¿sabía usted que, según el derecho canónico, ninguno de estos dos sucesores del Apóstol san Pedro debería ser canonizado todavía? Apenas seis semanas después del fallecimiento de Juan Pablo II, su sucesor, el Papa Benedicto XVI, anunció que dispensaría el período de espera de cinco años que exige el derecho canónico para la incorporación del nombre de alguien en la lista oficial de santos (el “Canon”) de la Iglesia. Habiendo escuchado la expresión de las muchedumbres con ocasión de la muerte de Juan Pablo, y más aún durante su funeral, el ahora Papa Emérito Benedicto XVI decidió que el período de espera era innecesario.

A su vez, en el caso de Juan XXIII, el Papa Francisco decidió prescindir del segundo milagro que se requiere normalmente para decretar la canonización de una persona. Cuando se anunció la decisión del Santo Padre respecto a la canonización del Papa Bueno, su portavoz dijo: “Los católicos lo aman, estamos en el 50º Aniversario del Concilio Vaticano II y, además, nadie duda de sus virtudes.”

Así fue que, forzando un tanto las normas, Benedicto y Francisco demostraron una gran sensibilidad frente a la acción del Espíritu Santo, que habló a través de la voz combinada de los fieles católicos que expresaba un común sentir. Han sido tantas las personas que se han visto tocadas por la fe heroica de Juan XXIII y Juan Pablo II; tantas las que han llegado a la conversión gracias al testimonio de vida y las enseñanzas de ambos pontífices, y tantas las que han venerado su recuerdo y se han esforzado por modelar su vida de acuerdo con la de ellos, que ¿cómo no se les iba a declarar oficialmente que ya son santos?

La santidad es cautivadora. Pero nada de esto debería sorprendernos. De hecho, la Iglesia existió por casi mil años sin que tuviera un proceso oficial de canonización. Los cristianos que habían llevado una vida de evidente santidad y fe heroica eran venerados como santos, porque los fieles reconocían esa cualidad y casi en forma instintiva invocaban su nombre para implorarles ayuda, intercesión y consejo. Esta es la razón por la cual llamamos santos a personas como Agustín de Hipona, Antonio de Padua, Teresa de Ávila, Martín de Tours y muchos otros, y también es la razón por la cual los mártires como Ignacio de Antioquía, Policarpo y Perpetua y Felicidad son honrados en todo el mundo. Fueron cristianos que se destacaron por su rectitud y fidelidad y son modelos que ahora nos invitan a nosotros a buscar una santidad más profunda. También se destacan como hermanos y amigos nuestros, cuyo afecto podemos percibir a través de los siglos.

Las Escrituras están llenas de relatos que exponen lo muy atractiva que puede resultar la santidad. Por ejemplo, san Lucas cuenta más de una vez que la gente sentía una gran atracción por la Iglesia primitiva. Después de describir lo sucedido el día de Pentecostés, cuenta que los primeros cristianos “alababan a Dios y toda la gente los estimaba. Y el Señor aumentaba cada día el número de los que habían de salvarse.” Y más tarde, dice que “El número de hombres y mujeres que creían en el Señor iba creciendo de día en día” (Hechos 2, 47; 5, 14).

Leemos incluso que los gentíos se sentían cautivados especialmente por los apóstoles Pedro y Pablo (Hechos 5, 15-16; 19, 11-12; 20, 7-8), y se mostraban deseosos de escuchar lo que ellos predicaban; percibían que estaban muy cerca del Señor, por eso venían, incluso desde lejos a verlos, escucharles y esperar alguna curación milagrosa y liberación de espíritus malignos. ¡Lo que más deseaban era llegar a su lado!

Y, por supuesto, tenemos la magnífica presencia del propio Jesucristo, nuestro Señor, que no podía ir a ningún lado sin que multitudes lo siguieran esperando algún favor o bendición. Las muchedumbres lo empujaban, lo apretujaban y lo aclamaban (Mateo 21, 8-9; Marcos 5, 30-31); miles acudían de todos los pueblos cercanos y permanecían a veces días enteros fascinados escuchando sus enseñanzas y disfrutando de su cautivadora presencia (Mateo 15, 29-32). Pensemos en la mujer “pecadora” que contravino todas las normas sociales sólo para ofrecerle al Señor una muestra de amor y gratitud (Lucas 7, 36-38), o en el publicano Zaqueo, que subió al árbol sólo para poder ver mejor a Cristo (19, 2-4). Sin duda, Jesús tenía un magnetismo tan especial que la gente se sentía atraída hacia él.

Es evidente que la santidad es atractiva. La gente la percibe y se siente inspirada y conmovida por ella. Es algo que les ablanda el corazón y les ayuda a seguir ellos mismos el camino de la piedad y la generosidad. Y lo que es más importante, los lleva más cerca del Señor. Esto es lo que hacen todos los santos, entre quienes contamos a Juan XXIII y Juan Pablo II.

Testigos de la santidad. Por supuesto, no todos manifiestan la santidad del mismo modo. Para Juan XXIII, sus atributos característicos eran la simplicidad y la humildad. No era inclinado a pronunciar largos discursos teológicos ni hacer profundas reflexiones filosóficas. Más bien, simplemente expresaba lo que percibía que Dios le pedía decir, y lo hacía de una forma que llegaba al corazón de la gente. Por ejemplo, en su homilía de apertura del Concilio Vaticano II, expresó con gran bondad las esperanzas que tenía para el Concilio, de que “con oportunas ‘actualizaciones’ y con un prudente ordenamiento de mutua colaboración, la Iglesia hará que los hombres, las familias, los pueblos vuelvan realmente su espíritu hacia las cosas celestiales.”

Este era el objetivo que el Papa Juan buscaba en todo lo que hizo en bien de la Iglesia. Él sabía que si los fieles elevábamos el corazón y la mente al cielo encontraríamos a un Padre misericordioso que está deseoso de derramar su gracia sobre sus hijos. Sabía, también, que si optábamos por la “medicina de la misericordia” antes que la de la “severidad” o la “estrictez” en el trato con aquellos que discrepan de nosotros, más oídos serían los que nos escucharían. El Papa Bueno quería que todos llegáramos también a ser santos, personas cuya santidad —bondad, amor, misericordia y compasión— llevara a más gente al Señor.

Para Juan Pablo II, las marcas distintivas de su santidad fueron la exuberante energía que demostraba y su inquebrantable determinación. Habiendo crecido en la época de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación comunista de su país, Juan Pablo conoció la santidad en un ambiente hostil, donde cada paso que daba era vigilado y el peligro de la cárcel y la muerte nunca estaba distante. Pese a todo, asistió a un seminario clandestino y fue ordenado sacerdote en su Polonia natal, cuyo régimen ateo estaba entonces controlado por el comunismo soviético. En tales circunstancias, Juan Pablo llevó una dramática vida de heroísmo desde temprana edad.

Al volver a Polonia después de su elección como papa, Juan Pablo demostró una clase de santidad que era capaz de enfrentarse a la opresión y la falsedad. En su homilía en la Plaza de la Victoria en Varsovia, donde los jefes comunistas que trataban de suprimir la Iglesia podían escucharle claramente, Juan Pablo proclamó sin temor alguno la verdad del Evangelio afirmando con énfasis: “El hombre no es capaz de comprenderse a sí mismo hasta el fondo sin Cristo. No puede entender quién es, ni cuál es su verdadera dignidad, ni cuál es su vocación, ni su destino final. No puede entender todo esto sin Cristo.”

A su país de Polonia, cuyos gobernantes trataban de borrar toda mención de Dios, Jesús o la Iglesia, llegaba este hijo ilustre que hablaba en forma directa y con toda claridad contra el ateísmo que se estaba imponiendo por la fuerza sobre su pueblo. Y sus palabras fueron la chispa que encendió el movimiento sindicalista “Solidaridad”, que finalmente llevó al derrumbe y la desaparición de la Unión Soviética.

Dondequiera que fueran, estos dos papas despertaban el interés de grandes muchedumbres, que querían verlos y escucharles. Sus palabras, ya fueran en sus homilías, encíclicas o comentarios improvisados, resonaban en el corazón de toda la gente. Sus gestos de franqueza, bienvenida y bendición eran percibidos como frutos de corazones grandes que estaban llenos del amor del Señor. La gente se sentía atraída al papa porque sabía que él podía llevarlos a Cristo.

Una herencia perenne. Cada uno de estos hombres de Dios, a su propio modo, tuvo un éxito arrasador en todo el mundo: Juan XXIII por su humildad y su sincero acercamiento a la Iglesia; Juan Pablo II por su valentía, su energía ilimitada y su fervor. Uno tenía corazón de pastor, el otro era un maestro. Uno convocó a un concilio que abrió la Iglesia al mundo moderno, el otro llegó a ser un papa viajero que predicó a Cristo hasta los confines del mundo.

Con todo, por muy diferentes que fueran el uno y el otro, ambos demostraron una santidad y un amor profundo a Jesús, cualidades que tocaron los corazones de millones de personas. Ambos se entregaron del todo al Señor y su Iglesia, y lo siguen haciendo hoy intercediendo en el cielo por nosotros y alentándonos a seguir adelante hacia Cristo. Por su testimonio de vida, la herencia de sus hechos y las verdades de sus escritos, Juan XXIII y Juan Pablo II nos muestran cómo luce realmente la santidad. Y no sólo eso; también nos dicen que nosotros, los fieles comunes y corrientes, podemos ser tan atractivos como ellos lo fueron, porque la santidad no es sólo para los papas; es para todo el que ama al Señor y sirve con bondad a su pueblo.

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