Sanación y Misericordia
Cuando recibimos sanación, nos hacemos más compasivos
Venganza. Era la motivación primaria que se había apoderado de Edmundo Dantés, el personaje principal de la novela El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Después de pasar catorce años en la cárcel acusado falsamente de cargos graves, Dantés no podía pensar en nada más: tenía que vengarse de quienes le habían causado tan grave daño.
Como Edmundo Dantés, muchos piensan que tienen el derecho de vengarse cuando son víctimas de alguna gran injusticia y de graves padecimientos. Pero el hecho de guardar rencores, justos o no, nos convierte en personas hurañas, ásperas y resentidas, que viven en un mundo de oscuridad y pesadumbre, aparte de que nos hace concebir pensamientos negativos sobre nosotros mismos, e incluso puede ser causa de dolencias y males en nuestro propio organismo. Lo peor de todo es que el aferrase a los resentimientos crea un obstáculo para abrir la puerta al camino luminoso de la misericordia.
Es cierto que todos vivimos en un mundo dominado por el pecado y la maldad, y de una forma u otra sufrimos daños y dolores, y nosotros mismos seguramente ofendemos o perjudicamos a otras personas, a veces sin darnos cuenta. Todo esto es cierto, pero también es cierto que siempre tenemos otras opciones. Es decir, que podemos dejar que esos daños nos mantengan atados con cadenas y controlen nuestros pensamientos y acciones, o bien podemos pedirle al Señor la gracia de librarnos de los rencores y aprender a ser tan misericordiosos como él lo es.
Jesús sabe perfectamente lo dolorosas que a veces son nuestras heridas interiores y que ellas influyen profundamente en nuestro comportamiento, pero aun así nos pide que perdonemos. Por eso, una de las cosas que mucho le agrada hacer para nosotros es ofrecernos la sanación de los traumas y heridas dolorosas del pasado. Él quiere quitar de nosotros las heridas emocionales que muchas veces llevamos, para que aprendamos a cultivar la compasión y seamos capaces de perdonar. Ahora veamos cómo podemos llegar a experimentar el poder curativo del amor de Cristo.
“¿Qué puedo hacer yo al respecto?” Quien quiera nos haya causado daño físico, moral o financiero —ya sea un familiar, amigo, compañero de trabajo o vecino— todos tenemos el mismo dilema que resolver: “¿Cómo voy a lidiar con esto?” Por lo general, el tiempo ayuda a calmar el dolor, pero también es cierto que el tiempo sin la gracia de Dios puede llevarnos a ocultar el dolor en lo más profundo del corazón por mucho tiempo sin resolver realmente el problema. En la superficie esto ayuda, pero cuando llevamos reprimido el recuerdo de algo doloroso, siempre puede influir en nuestras actitudes y reacciones, muchas veces sin siquiera darnos cuenta.
El esfuerzo que hagamos para perdonar a quienes nos hayan causado daño son en realidad dignos de elogio; además, el amor y la comprensión que nos expresan amigos y familiares nos ayudan sin duda en el proceso de curación emocional. Pero, solo Jesús es capaz de concedernos aquella paz que no pueden dar “los que son del mundo” (Juan 14, 27). ¡Qué magnífico es, pues, saber que el Señor desea fervientemente sanar aquellas heridas profundas que residen en lo profundo de nuestro recuerdo!
Mira en torno tuyo y piensa en todos aquellos que tú conoces, sean amigos íntimos o meros conocidos ocasionales. Son tantas las personas que llevan cargas dolorosas en sus recuerdos; tantos los esposos que encuentran difícil permanecer juntos; tanto los hijos que se han enemistado con sus padres. Muchas veces surgen actitudes ofensivas en las relaciones familiares, laborales o en el vecindario. Y ni siquiera hemos mencionado el dolor y el trauma que sufren aquellos que han sido abusados física o emocionalmente. ¡Es tanto el daño y el dolor que hay en el mundo!
Pero no hay que perder las esperanzas. Por muy desoladoras que parezcan las situaciones, el Señor siempre es capaz de brindar curación y restauración. ¡Y ni siquiera se necesita tener una gran fe! Todo que se requiere es estar dispuesto a acudir al Señor sin reservas ni condiciones, con toda honestidad y pedirle que nos sane. Así, él comenzará un proceso que nos hará recuperar la salud y la paz. Pero tenemos que ir a él primero, y una vez allí, él hará lo que sea necesario.
La curación puede suceder de repente, o bien demorar un cierto tiempo. Sea como sea, cuando le pedimos al Señor que nos conceda su toque sanador, sentiremos su presencia sin duda, y al conocer su presencia, nos llenaremos de la confianza de que él está actuando en nosotros.
Pasos para la sanación. Abajo, planteamos una vía para la curación que ha resultado muy provechosa en misiones o retiros parroquiales. Cuando leas los pasos que proponemos, debes saber que no son requisitos estrictos ni rígidos; no son más que sugerencias para ayudarte a entrar en contacto con el Señor. Recuerda que el sanador es él, no los esfuerzos que hagamos nosotros para seguir un método determinado. La clave es acercarse a Jesús y pedirle que nos conceda su gracia sanadora.
Primer paso:
Comparte tu caso.
Si bien la curación emocional es algo profundamente personal entre tú y el Señor, por lo general es útil contar con una persona que te dé algo de apoyo y estímulo en el proceso. Esa persona podría ser tu marido o tu esposa, el sacerdote de tu parroquia, un amigo apreciado o incluso un grupo de personas de la parroquia que se dediquen a rezar con personas que necesitan sanación. Por supuesto, si las heridas y traumas son muy profundos, probablemente sea mejor consultar con un psicólogo profesional, pero uno que sea creyente y tenga fe.
Comienza contando tu historia. Dile a la persona que te ayude a discernir lo que pasó y cómo te ha venido afectando. Esto es sin duda difícil. Volver a revivir una experiencia dolorosa, y más aún hacerlo en voz alta, es por cierto incómodo e inquietante. Pero hemos descubierto que este es un paso importante que conviene dar, porque a menudo la gracia sanadora entra en acción cuando sacamos a la luz las situaciones que nos han causado dolor y sufrimiento. De hecho, hemos presenciado muchos casos en que las personas experimentan una curación impresionante solo por haber compartido sus historias dolorosas con otros.
Una vez, en una misión parroquial, una señora vino a pedir oración. Había tenido un divorcio traumatizante hacía un año, y aunque había ido a la confesión, todavía se sentía con sentimientos de culpa y vergüenza por su matrimonio fracasado. Una pareja del equipo de sanación de la misión rezó por ella durante casi una hora, y poco a poco ella fue sintiendo en su ser el poder sanador de Dios. Esta pareja siguió rezando con ella en las noches siguientes de la misión, y ella comenzó a sentir que una montaña de culpa se disolvía en su corazón. Es cierto que la realidad de su divorcio nunca desaparecerá, pero esta señora experimentó que el Señor le quitaba el dolor y la sensación de fracaso que la había atormentado por tanto tiempo.
Segundo paso:
Haz oración.
Después de haber contado tu historia, es tiempo de rezar. Pide que cada uno de los presentes se tome de las manos o te pongan las manos en el hombro. Es asombroso lo reconfortante y curativo que resulta algo tan simple como el contacto físico, porque te dice que tú no estás solo, que hay gente a tu lado que te apoya, te aprecia y reza por ti.
Recuerda que cuando reces no necesitas usar palabras rebuscadas ni describir la situación con mucho detalle. Todo lo que puedes hacer es decir algo como: “Señor Jesús, sé que tú eres el mejor médico. Por favor, ven y cura estos recuerdos dolorosos y lléname de tu paz.” Repite varias veces las mismas palabras, o con algunas variaciones, pero trata de mencionar específicamente lo que te causa dolor, y reza lentamente y con toda fe y devoción. Trata de ponerte en las manos de Jesús y depositar en él toda tu confianza.
Tercer paso:
Imagínate a Jesús.
Cuando reces, visualiza en tu mente a Cristo en persona que entra en tu cuarto y reza por ti. Imagínate que te pone las manos sobre la cabeza, luego te toma de la mano o te abraza con ternura.
Pídele al Señor que vuelva al pasado contigo y te quite el dolor causado por la ofensa o la injusticia. Ahora, imagina que la otra persona, la que te hizo el daño, entra también en el cuarto, y observa que Jesús perdona a esa persona junto contigo. Ve que el Señor mira a esa persona a los ojos con amor y compasión, y luego contempla cómo derrama su gracia sanadora sobre ti y sobre la otra persona, y que la herida va sanando y el dolor va desapareciendo. Imagínate que el Señor los abraza a los dos y que tú y el otro se reconcilian.
Si rezas de esta manera, posiblemente te veas a ti mismo que pides perdón o que la otra persona te pide perdón a ti. Probablemente experimentes una corriente de paz o de amor que invade todo tu ser. Esta es la gracia de Dios y es una gracia eficaz y asombrosa.
Una vez, un equipo de oración de la parroquia rezó por un hombre que se había sentido muy herido porque los de su grupo de estudio de Biblia lo rechazaban por la postura que él tenía en un asunto de política social. Cuando los del equipo rezaron por él, le pidieron que se imaginara al Señor que le ponía el brazo en los hombros y lo llenaba de su amor. Después, invitaron al hombre a ver en su mente a las otras personas del estudio de Biblia diciéndole: “¿Puedes ver que Jesús los ama a ellos también?” Finalmente, todos ellos se imaginaron a Jesús que le tomaba las manos al hombre y también las de todos los demás. El hombre sintió como si un gran peso se levantaba de él y se sentía muy aliviado. Finalmente, fue capaz de perdonar, y el recuerdo de lo que había pasado dejó de causarle daño.
La sanación conduce a la misericordia. Orar por sanación interior es simple y a la vez eficaz, porque no solo nos pone en contacto con el poder de Dios que cura nuestras heridas, sino que nos hace más compasivos a nosotros mismos. ¿Por qué? Porque cuando nos libramos del pasado doloroso y de las cadenas del resentimiento, descubrimos que somos capaces de relacionarnos más libremente con la gente, como lo hacía Jesús. Y de paso aprendemos a tratar a aquellos que alguna vez nos hicieron daño con el respeto que se merecen por ser hijos de Dios.
Así pues, aprovechemos esta temporada de Cuaresma para pedirle al Señor que nos cure de todos los traumas y heridas que llevamos en el recuerdo, aunque sean antiguos. Digámosle que queremos ser personas compasivas y clementes y perdonar a quienes nos han ofendido, así como nuestro Padre celestial nos perdona todos los pecados y maldades con que nosotros lo hemos ofendido a él.
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