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Noviembre 2012 Edición

San Martín de Porres, el Santo de los “más humildes”

Por Bob French

San Martín de Porres, el Santo de los “más humildes”: Por Bob French

Un hijo no deseado encuentra y proclama el amor de su Padre. Fiesta 3 de Noviembre.

En 1587, Martín de Porres vivía en Lima, Perú. A los ocho años, no era lo que hoy llamaríamos un niño común. A esa edad ya se estaba preparando para ser peluquero y barbero, lo que en su mundo también significaba aprender a ser cirujano, farmacéutico y médico. Pero había algo más que lo caracterizaba: le encantaba rezar. Isabel García, dueña de casa donde vivía Martín, abría sigilosamente la puerta del dormitorio del muchacho en la noche y lo veía arrodillado frente a un crucifijo con el rostro bañado en lágrimas.

¿A qué se debe que una persona sea tan devota a Dios a tan tem­prana edad? Algunos de los factores que podemos apreciar en la vida de Martín nos dan una clave para encon­trar una respuesta sorprendente. Nos muestran que, en las matemáticas del Reino de Dios, incluso un gran “factor negativo” puede transformarse en un enorme “factor positivo”.

Padre desconocido. El “fac­tor negativo” más grande y lo que probablemente más influyó de la vida de Martín fue el haber cre­cido siendo rechazado por su padre. Juan de Porres era un soldado espa­ñol que nunca se casó con la madre de Martín, una ex esclava africana. Se negó a reconocerlo porque el niño era mulato, tenía la piel oscura como su madre. De hecho, en el certificado de bautismo figura el padre de Martín como “desconocido”. Es cierto que el padre pagó para que su hijo fuera a la escuela durante un año, pero final­mente abandonó el lugar y dejó a su hijo en una completa pobreza con su madre y su hermana.

Sin duda Martín pudo haber guar­dado profundos resentimientos por este abandono; pero según parece, prefirió recurrir a Dios, que no rechaza a nadie. También le entregó su corazón a Jesús, el mismo que una vez había exclamado: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” Y al arro­dillarse ante el crucifijo, Martín sentía que en su interior crecía el deseo de tender la mano a otras personas que estaban en situación similar a la suya: los necesitados, los oprimidos y los “más humildes” de este mundo (Mateo 25,40).

Martín se identificaba con los indí­genas nativos, que vivían como pueblo conquistado, avasallados por los espa­ñoles que habían conquistado el Perú en 1533; se identificaba con los escla­vos africanos que cumplían trabajo forzado en las minas de oro y plata; se identificaba con todos los de san­gre mestiza de su ciudad, aquellos que pensaban que no pertenecían a nadie. El corazón de Martín se compadecía de los menos privilegiados en tal grado que, cuando salía a realizar manda­dos, con frecuencia el dinero que su madre le daba para comprar algo lo repartía entre los mendigos y regre­saba a casa con las manos vacías. “No puedo ignorar a los pobres” se discul­paba. Y después de haber aprendido a ser barbero-cirujano, no cobraba nada por su trabajo, ni siquiera cuando su prestigio como sanador empezó a pro­pagarse por la ciudad.

Al cumplir los 15 años, Martín ingresó al monasterio dominico del Santo Rosario en Lima, no como sacerdote ni como hermano, sino como donado laico. Jamás pensó en pedir algo más, solamente quería ser­vir. Aunque tampoco habría sido útil, puesto que su única opción era la de ser un sirviente laico, ya que la orden no permitía que ningún postulante de origen africano o indígena hiciera profesión de votos ni fuera ordenado. Pero nueve años más tarde, los supe­riores dominicos, impresionados por la vida ejemplar de Martín, no sólo lo invitaron a hacer votos como hermano religioso, sino que insistieron en ello.

Ayudante del Médico divino. Las estatuas o estampas de San Martín suelen mostrarlo con una escoba en la mano. Es cierto que comenzó rea­lizando las tareas más humildes del monasterio, como barrer el piso y lim­piar los baños, pero sus otros talentos también fueron reconocidos sin demora: se convirtió en el barbero de la comunidad y, lo que era más impor­tante, su asistente médico. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a compartir la responsabilidad de la atención médica de casi 300 domini­cos, más las hermanas de un convento cercano y todos los obreros que traba­jaban en los terrenos del monasterio.

Con semejante carga de tra­bajo, Martín pudo haberse sentido exhausto con toda razón, pero su energía y su compasión no disminu­yeron. Había cultivado una fructífera vida interior a través de la adoración de la Sagrada Eucaristía y su oración constante era lo que lo sustentaba.

Sus hermanos decían que siempre parecía estar alegre y que bastaba con mirarlo para que los afligidos o atribu­lados se calmaran.

Pero Martín no se limitó al irradiar la paz de Cristo a los angustiados. Su don de curación fue mucho más efi­caz que cualquier medicina. Una vez, para tratar a un hombre que tenía una herida que le había envenenado la sangre, le puso polvo de romero en la parte infectada y le hizo la señal de la cruz. A la mañana siguiente, la herida se había cerrado. En otra oca­sión, un fraile moribundo le tomó la mano a Martín y se la puso en el lugar que más le dolía e inmediatamente se alivió. También, según parece, era capaz de llegar junto a sus pacientes tanto dentro como fuera del monaste­rio, en cualquier lugar y en cualquier momento en que lo necesitaran. Varias personas enfermas afirmaron que Martín había aparecido junto a su cama justo cuando habían rezado

Pero con lo asombrosos que eran estos milagros, el más grande de todos era el propio Martín. Su acti­tud de caridad y sacrificio se ganaba el favor de cuantos lo conocían, tanto como cualquiera de las maravillas que realizaba. Hacía lo que fuera necesa­rio para los enfermos, como quedarse junto a su cama toda la noche y no dormir, sino sólo cuando podía.

Pero esta heroica caridad de Martín le causó problemas, ya que la gente se agolpaba a las puertas del monasterio para visitarlo. Sus hermanos domi­nicos no estaban nada contentos y le ponían muchas objeciones, sobre todo cuando empezó a traer enfer­mos a su propia celda. Uno de los hermanos se quejó de que las sábanas de Martín despedían mal olor y que probablemente él estaba propagando la infección, pero Martín replicaba: “Con jabón y agua se pueden lavar las sábanas, pero sólo la penitencia puede quitar la mancha de las palabras poco caritativas.”

Finalmente, el prior le ordenó que dejara de usar su celda como enfer­mería. Martín obedeció e hizo otros arreglos, salvo en un caso en que un indígena necesitaba atención inmediata. Cuando le pidieron expli­caciones, Martín declaró: “Tuve que ver qué era más importante: la obe­diencia o la caridad, y decidí que la caridad era más importante.” Lo dijo con tanta convicción y humildad que el prior le respondió que, si era así, que usara su propio juicio.

Misiones de misericordia. Martín se preocupaba de atender a los pobres de tantas maneras que muchas veces se le ha considerado el fundador de la profesión de asistente social de nues­tros días. Sin duda su trabajo era un ejemplo del verdadero espíritu de la obra social cristiana: reconocer la dig­nidad de cada persona y atenderla de la misma manera como Jesús la atendería.

Martín era el encargado de dis­tribuir las limosnas del monasterio, por lo cual iba frecuentemente a la ciudad a ver a los necesitados y ofre­cerles misericordia. Cada día reunía la comida sobrante del monasterio y se las llevaba a cientos de pobres y al hacerlo rezaba: ¡Que Dios lo multipli­que por su infinita misericordia!” Y la comida nunca se acababa, por muy grande que fuera el gentío.

Cargando una canasta llena de alimentos y medicinas, Martín visi­taba los hospitales, las cárceles, los hogares de familias, las chozas de los indígenas y los esclavos y tam­bién las residencias de los soldados y de las familias de clase alta que pasaban por dificultades. La gene­rosidad de Martín no era restringida ni mezquina, porque no sólo daba las limosnas, también las pedía. Se estima que los bienes de primera necesidad que repartía a los pobres cada semana llegaban al equivalente a unos 2.000 dólares, suma enorme en aquellos días.

Pero Martín también empren­dió proyectos mucho más grandes, como por ejemplo la construcción de un orfanato para los niños aban­donados de Lima. Ni la Iglesia ni el gobierno quisieron ayudarle a cos­tear las obras, por lo que Martín fue a visitar a los acomodados y reunió dinero suficiente para cons­truir el edificio y contratar maestros. Igualmente, haciendo campañas para reunir fondos llegó a construir hos­pitales, enseñaba a cultivar la tierra a los jóvenes, entregaba dinero para la dote a las novias necesitadas y plan­taba huertos frutales para familias pobres.

La caridad de Martín era tal que se extendía también a los animales, de una manera que hacía recordar a San Francisco de Asís. Una vez calmó a un perro furioso aconsejándole que “aprendiera a ser bueno, porque los bravucones terminan mal.” En otra ocasión, cuando hubo una plaga de ratones en la enfermería, con una suave orden de Martín —y la promesa de que tendrían comida diaria— los roedores desaparecieron. ¡Incluso consiguió que un perro, un gato y un ratón comieran del mismo plato!

Ser como Jesús. Martín vivía en una sociedad en que el prejuicio racial era flagrante y, debido al color de su piel, solía ser una de las vícti­mas: primero lo fue de su padre, e incluso de sus hermanos dominicos. Algunos de ellos incluso lo llamaban “perro mulato”. Si el insulto hubiera sido para otra persona, sin duda Martín la habría defendido, pero cuando le llegaba a él mismo solía responder: “No has dicho nada más que la verdad. Por favor, perdona a este miserable pecador.”

Algunos dirían que Martín tenía una mala imagen de sí mismo o que tal vez era demasiado santo para dejar que le molestaran los insultos, pero lo más probable es que estaba dispuesto a soportar cualquier insulto porque realmente estaba convencido de su propia condición de pecador y de su absoluta dependencia de la mise­ricordia de Dios. Y cada una de esas ocasiones era una oportunidad más para crecer en santidad, respondiendo de buena manera y derrochando bon-dad frente a quienes lo trataban en forma abusiva. Esta conducta fue suficiente para que un hermano expe­rimentara una importante conversión: se dio cuenta de que realmente el necio era él, no Martín.

Martín de Porres falleció en 1639, aclamado ya como santo en toda la ciudad de Lima y alrededores. Como era de esperar, estaba rezando el Credo de Nicea y sus últimas palabras fueron la afirmación de la encarnación de Cristo: “y se hizo hombre.”

No es exageración alguna decir que el propio Señor cobró vida en la persona de Martín de Porres, y no es ningún secreto decir que Jesús quiere transformarnos a nosotros, los fie­les de hoy, para que nuestra propia vida también sea testimonio vivo de su amor y su misericordia. ¿Estamos dispuestos a dejar que Él actúe en nosotros? ¿Le entregamos a Dios nuestros defectos y virtudes y lo bus­camos de todo corazón? •

Bob French vive en Alexandria, Virginia. Esta reseña biográfica estuvo basada en otras biografías, entre ellas las tituladas Martín de Porres: Un santo de las Américas, por el padre Brian J. Pierce, OP, y Martín de Porres, Apóstol de la Caridad, por Giuliana Cavallini.

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