Retratos de santidad
Tres relatos de transformación
Sabemos que en la vida todos podemos experimentar épocas de reposo, paz y prosperidad, pero también situaciones de dificultad, estrés y privaciones. También sabemos que necesitamos paciencia y ser perseverantes para soportar las épocas de escasez y sufrimiento y seguir siendo personas apacibles y amables como Dios quiere que seamos.
¡Gracias a Dios por el don del Espíritu Santo! Gracias a Dios por la promesa de que, gracias al Espíritu Santo, todos podemos aprender a imitar a Jesús y llegar a ser santos. En varias de sus cartas, San Pablo oraba pidiendo que sus lectores encontraran la fortaleza y la persistencia que emanan de una vida de santidad. Pedía que los creyentes fueran “fortalecidos” con el poder de Dios (Colosenses 1, 11); y que Dios llenara a los cristianos de Roma “de alegría y paz a ustedes que tienen fe en él, y les dé abundante esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Romanos 15, 13).
Pero aquella fortaleza de la que nos habla el apóstol no es una cualidad mágica para realizar cosas maravillosas. ¡No! Es la fortaleza que nos habilita para mantenernos firmes contra la tentación, ser amables con quienes nos resultan antipáticos, perdonarnos unos a otros y dar ayuda y atención a los pobres y necesitados. A continuación, relatamos los casos de tres personas muy distintas que llegaron a ser ejemplos notables de santidad en sus respectivas épocas, y su testimonio puede inspirarnos a nosotros.
San Ignacio de Loyola: El conocimiento de la santidad. Una de las cosas más sencillas que podemos hacer para avanzar en la búsqueda de la santidad es dedicar tiempo a aprender más acerca de Jesús. Por ejemplo, dedicarse a leer la Sagrada Escritura con más detenimiento y reflexión u otros libros que enseñen algo nuevo sobre la oración. Recuerda, hermano, que mucho quiere Dios que lo conozcamos personalmente, y para eso utiliza cualquier oportunidad para atraernos a su lado.
Un buen ejemplo es el caso de San Ignacio de Loyola. En el siglo XVI, estando en cama mientras se recuperaba de una herida de guerra, comenzó a leer el libro Imitación de Cristo, no porque tuviera un ardiente deseo de buscar la santidad, sino porque ¡no había otra cosa que leer! Pero el escaso interés de Ignacio no fue obstáculo para el Señor.
Poco a poco, Ignacio fue descubriendo que ese libro, y otros, estaban cambiando su entendimiento de la vida. Antes, soñaba con ganar batallas y llenarse de gloria, pero ahora empezó a soñar con hacer cosas extraordinarias para Cristo, y así el Espíritu Santo le fue permitiendo saborear el amor de Dios, lo fue llenando de alegría y le dio el deseo de perseverar en ese propósito. Con el tiempo, Ignacio llegó a ser un hombre nuevo. Mientras él hacía su parte, el Espíritu Santo iba actuando en su interior. El ex soldado y buscador de gloria humana terminó por fundar una nueva congregación religiosa, la Compañía de Jesús, conocida como “los Jesuitas”, y compuso sus afamados y fructíferos Ejercicios Espirituales.
Lo que le sucedió a Ignacio de Loyola también nos puede ocurrir a nosotros. Cada día podemos tratar de aprender algo más de Jesús y cada día ese conocimiento nos puede ayudar a imitar mejor sus actitudes y su modo de ser. En efecto, si nos entregamos al Señor, podemos a empezar a cambiar de forma de pensar y actuar; por ejemplo, empezar a pasar de la ira y la tensión a la relajación y la bondad; de la aspereza a la dulzura; de la indolencia a la solidaridad, etc. Es indudable que otras personas comenzarán a advertir estos cambios, ya que, con la gracia del Señor, nuestra manera de ser y actuar irá cambiando notablemente.
San Benito José Labre: El fruto de la santidad. El miércoles de la Semana Santa de 1783, un monje errante, mendicante, demacrado y sin casa llamado Benito José Labre sufrió una caída en las gradas de una iglesia de Roma, poco después de lo cual falleció. Cuando la gente de la ciudad se enteró de la muerte de Benito, todos se apresuraron a expresarle su último adiós. A los pocos meses de su muerte, se reportaron más de 130 milagros, que fueron atribuidos a San Benito y él fue canonizado apenas ocho años más tarde.
Externamente, Benito no era un santo como los demás. No había tenido hogar durante años y se pasaba la vida deambulando de una iglesia a otra. No tenía amigos y parecía agradarle cuando veía que la gente se apartaba de él por su aspecto descuidado y su ropa andrajosa. Muchos sospechaban que no estaba bien de la cabeza y algunos historiadores de la Iglesia han pensado que probablemente sufría de depresión y de alguna forma de autismo.
Sin embargo, a pesar de su apariencia, su raro comportamiento y sus otras dificultades, Benito amaba a Jesús y lo demostraba. Cuantos lo conocían quedaban impresionados por su humildad, su mansedumbre y su testimonio de fe, pese a sus adversidades e incluso su “rareza”; a quienes hablaban con él se les ablandaba el corazón y muchos se sentían atraídos al Señor.
La vida de San Benito José Labre revela dos importantes verdades acerca de la santidad. En primer lugar, que cualquiera puede ser santo. Y segundo, que la santidad marca una diferencia. Cuando alguien deja que el Espíritu Santo lo transforme, se nota. Cualesquiera sean las circunstancias de cada uno, todos podemos dar el fruto del Espíritu, y ese fruto tiene el poder de hacer presente el amor de Cristo a quienes tenemos cerca.
Esteban y Margarita: La alegría de la santidad. El hecho de crecer en santidad nos permite ver que lo que Dios ha hecho por nosotros no es solamente perdonar nuestros pecados. Vemos que su gracia actúa en sus fieles y nos lleva a reconocer que nuestros seres queridos son dones maravillosos que él nos ha dado para ayudarnos por el camino de la vida. Vemos igualmente las innumerables bendiciones que Dios nos ha prodigado y las muchas veces en que nos ha sostenido en tiempos de enfermedad o tribulación. Cuando reconocemos todo esto, nuestra disposición cambia. Nos hacemos más alegres y menos preocupados de nosotros mismos, porque sabemos que nuestra vida está en manos de Dios. Poco a poco empezamos a darnos cuenta de las necesidades de otras personas, pues nos convencemos de que Dios se preocupa de las nuestras.
Esteban vio que había problemas en su matrimonio. Él y su esposa, Margarita, se estaban distanciando. A instancias de un amigo católico, Esteban comenzó a ir a Misa diaria y dedicar un tiempo cada día a la oración personal. Mientras lo hacía, se sorprendió al descubrir que disfrutaba de estar con el Señor, y más aún cuando vio que esta sensación de paz y reposo se extendía al resto del día.
La oración y la Eucaristía: Estos dos cambios, pequeños pero fundamentales, que Esteban hizo en su rutina diaria dieron lugar a otros cambios mayores. Sin siquiera darse cuenta, empezó a ser más paciente y menos proclive a discutir con su esposa, y a darle menos importancia si ella se equivocaba en algo; más bien, empezó a preocuparse más de lo que ella necesitaba y ayudarle más con las tareas del hogar.
Tal vez el propio Esteban no se dio cuenta de estos cambios, pero Margarita sí los notó, y eso le ablandó el corazón. La paz que él demostraba la hacía feliz a ella, pues le parecía que sus cargas se aligeraban. Intrigada por lo que sucedía, Margarita empezó a ir a Misa diaria con él. Resultado: El matrimonio se fortaleció y los dos se entregaron más al Señor.
Verdadera santidad. En las historias de San Ignacio de Loyola, de San Benito José Labre y de Esteban y Margarita vemos tres ejemplos de cómo el Espíritu Santo puede transformar todos los aspectos de nuestra vida. Encontramos que practicar la santidad no se trata de hacer cosas extraordinarias, gestos grandiosos o acciones heroicas, sino más bien aprender a caminar día a día bajo el yugo suave y ligero de Jesús (Mateo 11, 28-30); es cosa de buscar al Señor, tratar de seguirlo lo mejor que podamos y dejar que su Espíritu nos cambie por dentro.
Hagámonos todos el propósito, en este nuevo año, de dedicarle más tiempo y atención al Señor. Tomemos la decisión de adoptar como nuestra mayor conquista el crecimiento en la santidad y digámosle a Cristo que queremos ser como él.
Que el Señor los bendiga en todo este año; y a cada uno lo haga más santo con el paso de los días, las semanas y los meses, para que tú, hermano, seas un reflejo cada vez más fiel de Cristo.
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