Resucitados con Cristo
Comprendamos la realidad de nuestra vida celestial
“Pero Dios es tan misericordioso y nos amó con un amor tan grande, que nos dio vida juntamente con Cristo cuando todavía estábamos muertos a causa de nuestros pecados. Por la bondad de Dios han recibido ustedes la salvación. Y en unión con Cristo Jesús nos resucitó, y nos hizo sentar con él en el cielo.” (Efesios 2, 4-6)
San Pablo podía escribir esta afirmación porque la había experimentado de primera mano. Después de su encuentro con el Señor resucitado en el camino a Damasco, pudo mirar hacia atrás a su antigua vida y comprender que había estado “muerto” a causa de sus trasgresiones. Se había convertido en un hombre nuevo que había sido “resucitado” con Cristo (Efesios 2, 6). Por medio del poder del Espíritu Santo, comenzó a vivir la vida celestial por la que Jesús murió.
A pesar de que es poco probable que alguna vez experimentemos un encuentro con Jesús como el que tuvo Pablo, nosotros también, hemos muerto a nuestra antigua vida y hemos sido resucitados con Cristo. Por eso Jesús también habita en nosotros por medio del poder del Espíritu Santo. ¿Qué significa esto? Que aun ahora, ¡nosotros también estamos viviendo la vida del cielo!
¿Cómo es esto posible? Sucedió en nuestro Bautismo. “Bautizar” significa “sumergir”. Nuestro sumergimiento en el agua simbolizó nuestra sepultura en la muerte de Cristo. Luego en Cristo, resucitamos con él, llenos del Espíritu, y en él nos convertimos en una nueva creación (2 Corintios 5, 17). Aun si en ese momento no éramos conscientes, en nuestro Bautismo verdaderamente morimos y resucitamos con Cristo. Y ahora estamos viviendo la vida resucitada en Jesucristo.
Esto tiene implicaciones aun mayores, porque significa que lo que le sucedió a nuestro Señor también nos sucedió a nosotros. Jesús murió en una cruz… y nosotros fuimos crucificados con él (Gálatas 2, 19). Jesús fue sepultado en un sepulcro… y nosotros “por el bautismo fuimos sepultados con Cristo” (Romanos 6, 4). Jesús fue resucitado de entre los muertos… y nosotros fuimos resucitados con él. Jesús ascendió al trono de Dios y está sentado a la derecha del Padre… y nosotros estamos sentados con él en los cielos. Por eso, si nuestro Señor está ahora con su Padre en el cielo, entonces de cierto modo —muy real— nosotros, también, participamos en la resurrección y somos parte del reino celestial.
Crucificados con Cristo. Este es más que un concepto teológico abstracto. Realmente ha sucedido en la vida de todos los que hemos sido bautizados. Pero para poder comprenderlo mejor, primero exploremos lo que significa haber muerto con Cristo. ¿A qué se refería San Pablo cuando dijo: “Con Cristo he sido crucificado” (Gálatas 2, 19)?
Después de la conversión de San Pablo, él era un hombre profundamente diferente al que había estado motivado por el odio hacia aquellos que seguían el Camino de Jesús. Era un hombre distinto al que había estudiado las Escrituras hebreas con atención pero era incapaz de ver cómo Jesús las cumplía perfectamente. El “viejo” Pablo era un hombre arrogante que se enorgullecía de su identidad judía y de su capacidad de cumplir la ley de Moisés con tanta rigurosidad. “Me circuncidaron a los ocho días de nacer, soy de raza israelita, pertenezco a la tribu de Benjamín, soy hebreo e hijo de hebreos. En cuanto a la interpretación de la ley judía, fui del partido fariseo; era tan fanático, que peseguía a los de la iglesia; y en cuanto a la justicia que se basa en el cumplimeinto de la ley, era irreprochable” (Filipenses 3, 5-6).
Pero después de su conversión, todo eso cambió. Ahora sabía que era solo por medio de Cristo que podía esperar ser irreprochable ante Dios. Ya no había espacio para el orgullo o la arrogancia en su posición como un erudito judío fiel y bien educado: “Pero todo eso, que antes valía mucho para mí, ahora, a causa de Cristo, lo tengo por algo sin valor. Aún más, a nada le concedo valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por causa de Cristo lo he perdido todo, y todo lo considero basura a cambio de ganarlo a él” (Filipenses 3, 7-8). Su corazón, sus valores, su misión y sus relaciones: nada volvió a ser igual porque había sido resucitado con Cristo.
Resucitados con Cristo. Pablo era un hombre nuevo, una nueva creación, y esto es cierto también para nosotros. Pero, ¿es este simplemente un pensamiento elevado o un sueño etéreo? ¿O ya sucedió algo celestial en nuestra vida? ¿Verdaderamente Dios nos resucitó junto con Cristo?
¡Sí lo hizo! Pero el todavía no también es cierto. El pecado persiste, y hacemos cosas que sabemos que no agradan al Señor. Nuestra lucha con el pecado es real, aun para nosotros que somos una nueva creación en Cristo. En su carta a los Romanos, Pablo pregunta: “¿Cómo, pues, podremos seguir viviendo en pecado?” (6, 2). Esta es la misma pregunta que los cristianos se han hecho desde el principio.
Sin embargo, la realidad de que aún pecamos no niega el hecho de que en el Bautismo hemos muerto y ahora vivimos. Debido a que hemos sido unidos a Cristo resucitado, ya participamos de esta vida celestial. Y por la gracia de Dios, la experimentamos por la fe.
- Por fe sabemos que el Señor siempre está con nosotros y nunca nos abandonará, aun en nuestra hora más oscura (Mateo 28, 20).
- Por fe creemos que el Espíritu Santo puede hablar a nuestro corazón cuando leemos la Biblia (Hebreos 4, 12).
- Por fe podemos orar a nuestro Señor, sabiendo que él siempre intercede por nosotros (Hebreos 7, 25).
- Por fe creemos que ya no somos esclavos del pecado y podemos vencer el pecado y la tentación por el poder de la cruz (Romanos 6, 6-11).
- Por fe confiamos en la misericordia de Dios, conscientes de que nos perdonará cuando acudamos a él con arrepentimiento (Efesios 1, 7).
- Por fe vemos a Jesús mismo, nuestro Señor y Maestro, en la Eucaristía cuando nos acercamos al altar y lo recibimos en nuestro corazón (Juan 6, 51).
- Por fe ya no tememos a la muerte porque anhelamos un futuro glorioso en el cielo (1 Corintios 15, 55).
Sentados en el cielo con Cristo. Desde luego, esta vida celestial que ahora experimentamos es solamente el comienzo. Ya hemos recibido mucho, y sin embargo un día Dios nos mostrará “su generosidad y su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2, 7). Aun así, nuestra esperanza para el futuro no anula la realidad de que ya hemos sido resucitados con Cristo, y esto cambia la forma en que vivimos aquí y ahora.
Por ejemplo, debido a que hemos sido resucitados con Cristo, todo lo que hacemos —ya sea cuidar a nuestros padres ancianos, esforzarnos por educar a nuestros hijos o atender las necesidades de la Iglesia— tiene una relevancia eterna. Cada acto de amor y de misericordia perdurará para siempre. Recordar estas verdades nos ayuda a reordenar nuestra vida para que el vivir para Cristo se convierta en nuestra prioridad más importante.
Cuanto más nos veamos participando en el reino celestial, más anhelaremos agradar al Señor en todo lo que hacemos. Nuestro único deseo es extender el Reino de Dios al reflejar el amor de Cristo a todos los que nos encontramos. Y debido a que sabemos que las cosas que este mundo valora son solamente temporales —ya sean riquezas, honor, poder o placer— se vuelven menos importantes para nosotros. Más bien, procuramos amontonar “riquezas en el cielo, donde la polilla no destruye ni las cosas se echan a perder ni los ladrones entran a robar” (Mateo 6, 20).
Las glorias del cielo, aun ahora. Estos cambios no suceden de la noche a la mañana. Todos necesitamos una conversión constante; todos necesitamos crecer diariamente para asemejarnos más a nuestro Señor. Ya hemos sido resucitados con Cristo, pero aún no hemos sepultado los restos de nuestra antigua vida. Como lo dijo el apóstol San Juan: “Queridos hermanos, ya somos hijos de Dios. Y aunque no se ve todavía lo que seremos después, sabemos que cuando Jesucristo aparezca seremos como él, porque lo veremos tal como es” (1 Juan 3, 2). Este es un misterio que posiblemente no comprendamos plenamente hasta el día en que veamos a Jesús cara a cara. Y sin embargo podemos regocijarnos porque, con Jesús, hemos encontrado la dignidad de ser resucitados con él y de disfrutar de las glorias del cielo, ¡aun ahora!
“Gracias, Señor Jesús, por invitarme a esta increíble vida celestial. Gracias, Señor, por unirme a ti, no solo a tu muerte, sino también a tu vida resucitada, que ha vencido al pecado y a la muerte. Gracias por el honor de permitirme ascender contigo al Padre. Señor, tú ya me has concedido la vida resucitada. Cada día puedo experimentarla más y más. Pero, ¡qué maravilloso será cuando un día experimente la plenitud de esa vida en el cielo junto a ti!”
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