Reclama tu herencia
El Señor te ha colmado de abundantes bendiciones
La Palabra de Dios nos dice que tenemos una herencia que nos espera en el cielo, una que es muchísimo más valiosa que cualquier cosa que pudiéramos recibir en este mundo. Esta herencia “no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse”, y es “para que alcancen la salvación que [Dios les] tiene preparada” (1 Pedro 1, 4). Esto significa que tu nombre figura entre los herederos del “testamento” de Dios y que bajo tu nombre hay muchos bienes valiosos que te aguardan: libertad de todo pecado y vergüenza, un lugar en el cielo dispuesto para ti por el propio Cristo Jesús (Juan 14, 2), la plena dignidad de hijo o hija de Dios y, lo mejor de todo, la facultad de contemplar a Jesús, nuestro Rey soberano, cara a cara y alabarlo y adorarlo sin cesar.
¿Cómo puedes estar seguro de que Dios quiere darte esta herencia tan maravillosa? Puedes tener la certeza porque ya has recibido algo de ella! San Pablo dice que el don del Espíritu Santo es “el anticipo que nos garantiza la herencia que Dios nos ha de dar, cuando haya completado nuestra liberación y haya hecho de nosotros el pueblo de su posesión” (Efesios 1, 14). Piensa en esto: Todo el amor, la paz y la bendición que hayas experimentado en la vida no es más que un anticipo, un adelanto de las maravillas que Dios tiene reservadas para ti.
Santa Catalina de Siena escribió: “Todo el camino al cielo es el cielo, porque Jesús dijo, ‘Yo soy el camino’.” Por eso, mientras nos encaminamos hacia la patria celestial, ya la estamos experimentando desde ahora. En este artículo veremos cómo podemos apropiarnos lo más posible de nuestra espléndida herencia; cómo podemos empezar a vivir como ciudadanos del cielo incluso en la vida cotidiana aquí en la tierra.
“Yo creo”. “Creo en Dios Padre todopoderoso...” son palabras que repetimos cada domingo en Misa cuando profesamos el Credo y en gran medida lo decimos en serio; pero hay ocasiones en las que podemos sentirnos como el hombre que le pide al Señor: “Yo creo. ¡Ayúdame a creer más!” (Marcos 9, 24).
Esto puede ser especialmente cierto cuando hablamos de que creemos en la promesa del cielo. Las obligaciones y deberes de la vida cotidiana suelen mantenernos tan apegados a la tierra que no logramos elevar la vista hacia nuestra morada celestial. O, peor aún, las responsabilidades y los problemas de la vida a veces nos agobian y nos hacen pensar que tal vez Dios no tiene en realidad un plan definido, perfecto y eterno para nosotros, y empezamos a creer que somos demasiado débiles o pecaminosos como para merecer el cielo.
Esta es la razón por la cual es importante que cada día hagamos nuestra declaración de fe: “Creo que Jesucristo, gracias a su muerte y su resurrección, abrió el cielo para nosotros. Estoy convencido de que Cristo cumplió todas las promesas de Dios, incluso la de llevarnos a su lado. Tengo la plena confianza de que si hago todo lo posible para mantenerme cerca de Jesús, un día llegaré a su lado y me uniré a él en el cielo, junto a todos mis seres queridos.”
En la Última Cena, Jesús anunció a sus discípulos que se iba al cielo a preparar un lugar para ellos y que “vendré otra vez para llevarlos conmigo para que ustedes estén en el mismo lugar en donde yo voy a estar” (Juan 14, 2. 3). Esta es una promesa firme, en la que podemos confiar plenamente, sea lo que sea que sintamos. Por lo tanto, ten la convicción de que el Señor está preparando un lugar para ti ahora mismo; confía en que él quiere concederte el don de la vida eterna, ¡incluso más de lo que tú lo deseas!
Si puedes mantener la fe de que tienes una morada reservada para ti en el cielo, te resultará más fácil vivir en paz en este mundo; encontrarás más alegría, esperanza y plenitud en la vida que Dios te ha dado aquí; recibirás más fortaleza para vencer la tentación y más paciencia contigo mismo y con quienes tienes cerca. ¿Qué significa esto? ¡Que estarás experimentando una vida celestial aquí en la tierra!
¡No te rindas! Saber que tenemos una herencia eterna también nos motiva a llevar una vida que agrade a nuestro Padre celestial, pues el hecho de saber que el cielo es nuestro verdadero hogar nos ayuda a “dar muerte” a todo lo que nos mantiene atados a este mundo: “inmoralidad, impureza, pasiones, malos deseos y avaricia, que es idolatría” (v. Colosenses 3, 5).
Esta lucha contra el pecado es una batalla digna, porque con cada victoria nos acercamos más al cielo. ¿Recuerdan el episodio de las tentaciones de Cristo en el desierto? San Lucas señala que Jesús regresó de esa prueba “lleno del poder del Espíritu Santo” (Lucas 4, 14), y lo mismo sucede con nosotros cada vez que superamos cada tentación: Recibimos más fuerza del Espíritu Santo, que nos llena de su gracia y nos prepara para afrontar las batallas futuras.
¿No es alentador saber que no estamos solos en esta lucha? Incluso el deseo de no pecar es señal de que el Espíritu Santo está dándonos el deseo de llegar al cielo, aquel “lugar” donde ya no habrá más pecado ni dolor ni vergüenza.
Y si uno comete pecado, tenemos el consuelo de saber que Dios no nos ha desheredado. Tal vez has cometido errores y empañado tu experiencia espiritual, pero no por eso ha dejado Dios de amarte profundamente ni desear que llegues a su lado. Él está siempre dispuesto a perdonarte, hasta setenta veces siete, cada vez que tú te arrepientes y pides perdón, y siempre quiere sanarte y abrazarte si tú le presentas tus heridas y das el primer paso para volver a su lado.
Así que, no te desanimes; sé sincero con él y admite tus falta, errores y pecados. Cada noche, pídele al Espíritu Santo que te ayude a ver qué deficiencias tuviste ese día, en qué cosas pudiste haber sido más amable y bondadoso en tus acciones y palabras, en lo que hiciste y lo que no hiciste. Preséntaselo todo al Señor y pídele perdón. Recuerda que Dios nunca dejará de tratarte con misericordia.
Como consejo, hazte el propósito de recibir periódicamente el Sacramento de la Reconciliación, para que la gracia de este sacramento te limpie y te purifique. Deja que Jesús mismo, en la persona del sacerdote, te asegure que te perdona todos tus pecados. Esto también es parte de tu herencia celestial: una conciencia limpia y libre de cualquier obstáculo que te separe de Dios.
No tengas miedo. En sus diversos viajes misioneros, San Pablo estuvo varias veces en peligro de muerte, como él mismo lo relata:
En cinco ocasiones los judíos me castigaron con los treinta y nueve azotes. Tres veces me apalearon, y una me apedrearon. En tres ocasiones se hundió el barco en que yo viajaba, y, a punto de ahogarme, pasé una noche y un día en alta mar. He viajado mucho, y me he visto en peligros de ríos, en peligros de ladrones, y en peligros entre mis paisanos y entre los extranjeros. También me he visto en peligros en la ciudad, en el campo y en el mar, y en peligros entre falsos hermanos. (2 Corintios 11, 23-26)
Sin duda Pablo vivía bajo una sombra de muerte, pero no se dejó amedrentar, pues de otro modo no habría dicho: “Para mí, seguir viviendo es Cristo, y morir, una ganancia… por un lado, quisiera morir para ir a estar con Cristo, pues eso sería mucho mejor para mí; pero, por otro lado, a causa de ustedes es más necesario que siga viviendo” (Filipenses 1, 21. 23-24).
Pablo pudo hacer esta afirmación porque él creía profundamente en la obra redentora de Cristo en la cruz; además, confiaba en las promesas de Dios y esa confianza lo llenaba de valor y alegría.
Ahora bien, Dios te ha prometido a ti las mismas bendiciones. Tú eres ciudadano del cielo y eso significa que no hay por qué tener miedo de la muerte. Por supuesto, al pensar en el fin de la vida, todos sentimos un cierto grado de inseguridad y nerviosismo, y esa es una reacción humana natural. Pero cuando el miedo se hace presente, tú puedes orar diciendo algo como: “Señor, yo quiero estar contigo. Sé que el cielo es muchísimo mejor que este mundo; pero aún así, permaneceré donde estoy todo el tiempo que tú quieras. Seguiré tratando con amor a aquellos que tú me has dado, rezando por los que tienen dificultades y procurando ayudar a todos los que pueda.”
Una visión del cielo. Ahora, cierra los ojos y trata de imaginarte cómo será cuando llegues al Reino de los cielos. Piensa cómo será pasar de un mundo de tantos sufrimientos y donde el amor ha sido imperfecto y condicional a un reinado en el que todos te aman perfectamente y donde ya no hay dolor ni sufrimiento. Imagínate lo que será contemplar a Dios cara a cara y llenarte de un gozo que jamás tuviste en la tierra. ¡Finalmente, habrás llegado a casa!
Queridos hermanos, esta es la herencia que nos espera en el cielo; pero al mismo tiempo es también la herencia que ya tenemos aquí y ahora. La morada de Dios ya está aquí, en la Iglesia, en la hermosura de la creación, en tus seres queridos y en tu corazón. No olvides nunca quién eres: ¡un ciudadano del cielo!
Nunca olvides lo que Jesús ha hecho por ti: ha vencido la muerte y ha abierto para ti las puertas del cielo. Y no olvides nunca que Dios anhela decirte estas palabras, incluso más de lo que tú quieres oírlas: “¡Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43)!
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