Recibamos el Pan vivo
El encuentro con el Señor en la Santa Misa
Yo soy ese pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre. (Juan 6, 51)
En su libro “Dormir con pan”, los autores Matthew Linn y Dennis y Sheila Fabricant Linn narran la historia de un grupo de huérfanos de la Segunda Guerra Mundial que fueron rescatados y llevados a un campamento de refugiados. “Muchos de estos niños habían perdido tanto que no podían dormir por la noche” escribieron los autores.
Los niños temían despertar y encontrarse nuevamente sin hogar y sin comida. Nada parecía tranquilizarlos. Finalmente, alguien tuvo la idea de darle a cada niño un trozo de pan para que lo tuviera a la hora de acostarse. Con su pan en las manos, estos niños finalmente pudieron dormir en paz. Toda la noche el pan les recordaba: “Hoy pude comer y mañana volveré a comer.”
Este conmovedor relato expone gráficamente lo muy profundamente que la gente añora la seguridad y la atención de sus necesidades básicas. Todos necesitamos saber que cuando despertemos tendremos comida, techo y seguridad. Habiendo pasado tanto tiempo sin esa seguridad, estos niños se aferraban a su pedazo de pan como un recordatorio palpable, concreto, de que finalmente tenían comida y estaban seguros.
Esta es una magnífica manera de elevar el pensamiento hacia Jesús y reflexionar en el Pan de Vida que él nos da. Sabemos que la Eucaristía es una de nuestras necesidades espirituales más básicas; sabemos que necesitamos recibirla cada domingo para tener la nutrición que necesitamos y poder amar a Dios y al prójimo. Siendo así, veamos cómo podemos aprovechar este valiosísimo don del pan vivo de la Sagrada Eucaristía durante la semana, aun cuando no podamos tenerla cerca de nosotros a cada momento.
El Pan de la Pascua. Comencemos repasando la historia de la primera Pascua. En la víspera del día en que los hebreos huyeran de Egipto, Dios les dijo que prepararan una cena especial de cordero asado y hierbas amargas, con la inusual adición de pan sin levadura. Tenía que ser sin levadura porque deberían estar listos para partir en cualquier momento y no habría tiempo para esperar a que la masa subiera. Más tarde, conforme se fue desarrollando la tradición sobre la Pascua, los israelitas llegaron a comprender que la levadura era también un símbolo del pecado y de la “hinchazón” de la soberbia que podrían llegar a infectar a toda la nación.
Otra tradición de la Pascua se refería al vino. En cuatro momentos diferentes durante la cena, se bebía una copa de vino. Estas cuatro copas estaban vinculadas con las cuatro promesas más importantes que Dios hizo al pueblo de Israel: “Los sacaré (del trabajo forzado); los libraré (de la esclavitud); los rescataré (con mi brazo extendido;) los llevaré (como mi propio pueblo y haré de ustedes una nación).”
De este modo, el pan y el vino, cada uno a su manera, eran símbolos de la libertad que Dios les había concedido a los hijos de Israel; eran señales de la paz y la seguridad que les había prodigado cuando los rescató de la esclavitud y los llevó a la Tierra Prometida.
El pan de la Última Cena. Si rápidamente avanzamos unos mil doscientos años, vemos que hay otra cena que ocurre justo antes de otro éxodo. Es la Última Cena y el éxodo es la muerte de Cristo en la cruz. Durante esta cena —que fue una auténtica celebración de la cena pascual— Jesús tomó pan y vino y los convirtió en algo mucho más poderoso y significativo que los símbolos de libertad, paz y seguridad: los convirtió en su propio Cuerpo y Sangre; es decir, infundió su propia vida en el pan y el vino consagrados, la misma vida que luego entregaría por nosotros para librarnos del pecado.
Como vemos, el pan de la Última Cena no era solo un recordatorio de que debemos estar atentos para no caer en las trampas que el pecado pone en nuestro caminar; era y es Jesús mismo, en su Cuerpo, que nos confiere la gracia necesaria para rechazar el pecado y seguir sus pasos. Es Jesús mismo, que sana las heridas de los corazones y nos enseña a amarnos unos a otros. Es el mismo Jesús que nos alimenta espiritualmente, a fin de que lleguemos a imitar su pureza y su conducta cada vez más.
De modo similar, el vino no era solo un recordatorio de las promesas de que Dios liberaría a su pueblo de la esclavitud y lo conduciría a la Tierra Prometida; era y es la propia Sangre de Cristo, la sangre de la Alianza nueva y eterna que Dios selló con nosotros, sus hijos. Esta Nueva Alianza era el cumplimiento real de las promesas de Dios: la promesa de que Jesús moriría para redimirnos de nuestros pecados, y de que, gracias a su resurrección, seríamos librados del poder del pecado, con la promesa de que podríamos llegar a ser hijos e hijas de Dios destinados para ir al cielo.
Por eso, el Pan y el Vino de la Última Cena, vale decir, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, eran para los discípulos signos de la libertad que Jesús haría posible: la libertad del pecado, de la condenación y de la muerte. Pero, debido a que están llenos de la vida divina de Cristo, estos signos no solo simbolizan la libertad, sino que la ponen efectivamente a nuestro alcance.
El pan de la Eucaristía. En la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: “Hagan esto en memoria de mí” (Lucas 22, 19). Esto es precisamente lo que se hace cada vez que se celebra la Santa Misa: recordamos la Persona de Jesús y todo lo que él ha hecho por nosotros.
Pero hay dos maneras de definir la palabra recordar. Recordamos cómo se prepara una cierta comida; recordamos cómo se conduce un automóvil o cómo se monta en bicicleta; recordamos cómo se suma y se resta. En este sentido, la memoria nos ayuda a funcionar bien en la vida. Pero la palabra recordar también puede señalar la manera en que “hacemos presente” un momento importante ocurrido en nuestra vida. Piensa, por ejemplo, en la alegría que sientes al recordar el día de tu boda, el nacimiento de tus hijos, o cuando recibiste ese gran ascenso en el trabajo. Piensa, ahora, en el pesar que sientes al recordar la muerte de un ser querido, la pérdida de un buen trabajo o la ruptura de una amistad. Al recordar estos acontecimientos, ya sean tristes o alegres, sientes como si estuvieras reviviendo todo de nuevo, ¿no es así? Es como si te transportaras al pasado y experimentaras nuevamente la alegría, la emoción, el temor o la tristeza que sentiste originalmente al vivir ese suceso. Quizás ahora tengas una comprensión más profunda o un sentido de gratitud por lo sucedido, pero los recuerdos permanecen frescos en la memoria.
Esta segunda forma de recordar es el propósito central de la santa Misa. Nosotros no estuvimos presentes en la Última Cena, pero por la gracia del sacramento y el poder del Espíritu Santo, podemos experimentar la realidad de ese acontecimiento como si estuviéramos allí; podemos imaginarnos que estamos junto a los discípulos escuchando a Jesús cuando él declara: “Esto es mi cuerpo. . . Este es el cáliz de mi sangre.” En efecto, el recordar este momento de gracia extraordinaria y poderosa nos ayuda a encontrar la paz y la seguridad que buscaban aquellos niños huérfanos de la Segunda Guerra Mundial: Hoy día, Jesús me está dando su pan de la vida eterna y me lo dará nuevamente mañana por el resto de mi vida.
El pan del recuerdo. Es cierto que para algunos estas ideas parecen muy esperanzadoras e inspiradoras, pero es posible que también parezca algo poco realista. ¿Cómo podemos “recordar” la Última Cena tan plenamente? ¿Cómo podemos sentir como si estuviéramos realmente allí en el Cenáculo? La primera respuesta a estas preguntas es materia de fe: Nosotros podemos experimentar la Última Cena porque Jesús prometió que estaría con nosotros de un modo especial cuando nos reuniéramos para partir el pan. En un nivel práctico, esto significa hacer que nuestra fe cobre vida, tal como hacemos que los recuerdos y nuestra imaginación cobren vida. He aquí algunas sugerencias sobre cómo puedes hacerlo.
Hazte el propósito de llegar a la iglesia unos minutos antes de que comience la Misa y usa ese tiempo para desentenderte de las distracciones y centrar tus pensamientos en el Señor. Pídele al Espíritu Santo que te ayude a recordar la Última Cena. Pídele que te ayude a imaginarte que estás al pie de la cruz o junto a la tumba vacía el Domingo de Pascua. Dile: “Señor, Espíritu Santo, confío en que tú puedes hacer que esta Misa cobre vida para mí.”
En ese momento de paz y tranquilidad justo antes de recibir la Comunión, enfoca tu imaginación en la Persona de Jesús. Valiéndote de la primera manera de recordar, trae a tu mente las verdades de quién es Jesús: Él es Dios Omnipotente, Dios y Hombre verdadero, el Cordero de Dios que quita nuestros pecados. Recuerda que él ofreció su vida en la cruz voluntariamente para librarte a ti de tus pecados y recuerda que Cristo quiso hacerlo porque te ama. Deja que estos recuerdos te lleven a hacer la única cosa que puedes hacer: alabar a Cristo, tu Salvador, de todo corazón y darle gracias por su extraordinario sacrificio redentor.
Luego, al recibir la santa Comunión, reafirma en tu mente el pensamiento de que el Pan vivo del Cuerpo de Cristo y el Vino de la nueva Alianza, la Sangre de Cristo, tienen el poder de cambiar tu vida. Así como Dios rescató a los israelitas de la esclavitud, Jesús quiere llenarte de su amor y ayudarte a que lo sigas más fielmente.
Jesús, el Pan de vida. Hermano, pon por obra estas sencillas acciones y ve qué sucede. Sin duda te sentirás más tranquilo y probablemente pensarás que amas más a Cristo. Además, a lo mejor descubres que recibes la gracia de superar un persistente hábito de pecado y no sería raro que percibas que Jesús te dice cuánto te ama. Si ves que sucede algo de esto, dale gracias al Espíritu Santo, porque él es quien está inspirando tus recuerdos; te está diciendo que él es el ancla de tu paz y seguridad. Jesús es el Pan de vida y tú puedes tenerlo cerca de tu corazón todo el tiempo que quieras, como los huérfanos dormían abrazados a su pedazo de pan.
Un sencillo método de oración
Ya sea que estés comenzando tu tiempo de oración personal, preparándote para leer y meditar en la Palabra de Dios o presentándote ante el Señor en la santa Misa, siempre es buena idea dejar unos momentos para tranquilizar la mente y el corazón. Para eso te recomendamos inspirarte en lo que hacían los padres del desierto o los muchísimos monjes y monjas que suelen pasar horas en oración.
1: Cierra los ojos y respira hondo un par de veces.
2: Repite interiormente que ese es el momento de buscar al Señor. Recuerda que tus otras preocupaciones pueden esperar unos minutos hasta después de haber hecho tu oración. Si algo negativo ha sucedido hace poco o has cometido algún pecado venial, arrepiéntete, pídele perdón al Señor y vuelve a centrar en él tu mirada interior.
3: Busca algo en qué enfocar tu atención. Por ejemplo, si estás en Misa, contempla el crucifijo. Si estás meditando en el texto bíblico, busca un versículo breve que te guste o te llame la atención. Si estás haciendo oración privada, repite una breve oración, como “Jesús, en ti confío” o “Señor, ten piedad de mí que soy pecador” e imagínatelo que está allí delante de ti. Y fija tu atención en una sola idea o imagen de Jesús, no en los pensamientos sobre cualquier otra cosa, pues si no, te distraerás más.
4: Sigue practicando estos pasos para que puedas tranquilizar la mente. Probablemente verás que tu respiración se hace más regular y te puedes relajar más. Incluso puede ser que sonrías con mayor facilidad.
Pero no te preocupes si te demoras en centrar la atención. No siempre es fácil, especialmente cuando te sientes estresado o inquieto por algo. No te preocupes si no logras calmar pronto tus pensamientos. Recuerda el intercambio divino: acabas de disponerte a tener comunión con el soberano Rey del Universo y él te responde confiriéndote su paz.
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