¡Qué sonrisa tan hermosa!
El legado de María de la “Aldea Hormiga”
Por: Elizabeth Scalia
Según el concepto japonés de la cortesía, la sonrisa es esencial. Una sonrisa dice “estoy bien; tú estás bien. Todo está bien.” Una sonrisa es un medio intrínsecamente poderoso de influenciar las cosas para bien, ya sea un momento, una reunión, un salón lleno de extraños o alguien a quien hemos conocido toda la vida.
A pesar de que la guerra ya había terminado, a finales de los años cuarenta Japón era un lugar con pocas sonrisas y poca paz. “Los párpados de un samurái no conocen la humectación”, dice un viejo proverbio. Pero menos de un siglo después de la disolución de los samuráis, el pueblo japonés seguía profundamente dolido. Apenas acababan de comenzar a comprender la forma en que el mundo funcionaba en ese momento y el poco efecto que en realidad tenían la cortesía y las sonrisas cuando se las comparaba con las realidades de Hiroshima y Nagasaki.
Movida por una “emoción que no se puede definir.” Entre ellos había una joven mujer privilegiada, que descendía tanto de los samurái como de los sacerdotes shinto, y que fue criada en un hogar shinto en medio de una familia aristocrática cuyos padres motivaban a sus hijos a pensar por sí mismos. Su casa, de clase media alta, en las afueras de Tokio estaba tan hermosamente planeada y mantenida que los vecinos se referían a ella como la “mansión de las flores”. Nacida el 22 de agosto de 1929, Satoko Kithara creció soñando en convertirse en pianista. Pero cuando se fue a Tokio a trabajar como operadora de máquinas durante la guerra (donde su salud se vio afectada negativamente), dejó de lado esa ambición y en su lugar buscó sacar un grado universitario en farmacología.
Era un título sensato pero no una vocación. Como le sucedió a muchos de su generación, Satoko trabajaba en medio de ese sentido de desilusión incansable y de desorientación que viene cuando el mundo cambia repentina y drásticamente para siempre.
En 1949, mientras visitaba a una amiga en Yokohama, Satoko de repente vio a un hombre entrar en la iglesia del Sagrado Corazón y tuvo un fuerte deseo de seguirlo. Adentro, se encontró de frente a la estatua de Nuestra Señora de Lourdes. La estatua era ordinaria y sin embargo, como escribió más tarde Satoko, ella se sintió sobrecogida con una “emoción que no se puede definir”, la impresión de que si la vida tenía algún sentido del todo, ella lo encontraría ahí.
La parroquia era asistida por las hermanas Mercedarias de España, y Satoko acudió donde ellas con preguntas. Pronto, comenzó a estudiar seriamente la fe católica. Inicialmente atraída por el misterio de la Eucaristía y por la Virgen María, llegó a experimentar una gran alegría y paz en la oración.
¡Una sonrisa muy hermosa! Unos pocos meses después, Satoko fue bautizada. Luego de aprender sobre Santa Isabel de Hungría y su dedicación a los pobres, insistió: “¡Adoptaré ese nombre!” Habiendo observado el brillo de su sonrisa después de su bautismo, una de las hermanas que la había instruido dijo: “¡Tienes una sonrisa muy hermosa! ¿En este día harías una promesa, en el nombre de Jesús, de sonreír cada vez que puedas?” Brillando de felicidad, la joven aceptó. Se hizo devota al Rosario y adoptó el nombre de María en su Confirmación. Ahora llamada Satoko Isabel María, decidió convertirse en una hermana mercedaria.
Sin embargo, el día que debía entrar en la orden como postulante le apareció una fiebre muy alta y surgieron de nuevo los problemas en sus pulmones de los que había sufrido mientras operaba el torno. Era tuberculosis, y Satoko fue informada de que su enfermedad pondría fin al sueño de su vocación religiosa.
Encontrar alegría como buscadora de basura. Con solamente veinte años y demasiado enferma para trabajar, conoció a un misionero franciscano, que viendo el rosario que ella llevaba atado a su cintura, le presentó un asentamiento que se encontraba en una rivera y que era habitado por japoneses sin techo y pobres, muchos de ellos niños. El lugar se llamaba “Arinomachi”, que significa “aldea de hormigas”. Tenía ese nombre porque sus habitantes eran personas marginadas que eran consideradas “menos que las hormigas”. Pero estos que eran más pobres que los pobres, también tenían una laboriosidad como la de las hormigas. Se las agenciaban para ganarse la vida a duras penas recogiendo basura, escarbaban los basureros buscando cualquier cosa que pudiera comerse o venderse para poder sobrevivir un día más.
Rápidamente Satoko se vio rodeada de niños, muchos de los cuales eran huérfanos o víctimas marginadas de abuso. “Yo seré su hermana mayor”, les dijo. Ella no tenía ningún plan, solo sonrisas y palabras de aliento. Sin embargo, en el lapso de un mes ya tenía a los niños actuando en una obra de Navidad para la comunidad, un evento que fue cubierto por los periódicos locales, que la llamaron a ella “María de la Aldea Hormiga”. Pero cada tarde, Satoko dejaba Arinomachi para regresar a la “mansión de las flores”, donde su madre, que no aprobaba lo que hacía, revisaba su cabello en busca de piojos y hervía la ropa que había usado durante el día.
Conforme el compromiso de Satoko con la gente de la Aldea Hormiga crecía, comenzó a unirse a ellos en la labor de escarbar la basura, mientras usaba toda su influencia y creciente notoriedad para construir una pequeña capilla y un aula en el asentamiento. Sin embargo, después de varios años, algunos de los residentes más prominentes de la Aldea Hormiga la empezaron a acusar de hipocresía. Sospechaban que ella se sentía complacida consigo misma al visitar la rivera cada día mientras podía regresar a su cama acogedora cada noche.
Esta crítica —que venía de los pobres a los que ella servía— le dolió. Mientras se encontraba hospitalizada por una recaída de la tuberculosis, Satoko rezó pidiendo guía y recibió una respuesta. Le dijo a su madre que cuando su salud mejorara se mudaría a la Aldea Hormiga. “Yo no soy realmente una escarbadora de basura; solamente una mariposa de medio tiempo que encuentra la alegría en trabajar. No doy nada, lo tomo todo… quiero trabajar y sufrir con ellos, alegrarme como uno de ellos.”
Los niños de la Aldea Hormiga. Aproximadamente al mismo tiempo, una amiga sugirió a Satoko que podría ser bueno para ayudar a las personas de la Aldea Hormiga que escribiera un pequeño libro que brotara “del corazón” sobre la comunidad y su trabajo ahí. Satoko no quería escribir sobre sí misma, pero su consejero espiritual pensó que era la mejor forma de despertar la consciencia pública a las necesidades reales de las personas que vivían entre ellos.
Satoko comenzó su libro, Los niños de la Aldea Hormiga, compartiendo el anhelo innato de servir que tenía desde niña y cómo su conversión al cristianismo fortalecía ese sentimiento interior de “vocación”. Satoko escribió que conforme aumentaba su vida de oración que incluía la Misa diaria y la devoción ferviente a Nuestra Señora y al Rosario, ella procuraba ofrecer un servicio significativo para Cristo. Eso fue lo que eventualmente la llevó al Arinomachi y a las personas que vivían ahí. Sin embargo, la mayor parte del libro se centraba en cómo era la vida en la Aldea Hormiga, especialmente para los niños que vivían en ella. Estaban llenos de potencial, decía ella, pero obstaculizados por la carencia de los bienes más básicos: Buena alimentación, refugios saludables, libros y maestros.
El libro de Satoko se hizo popular, y su suave testimonio y su sonrisa siempre presente recibieron todavía más cobertura por parte de los periódicos que comenzaron a seguirla a ella y a la comunidad a la que había dedicado su vida. Lo que es aún más importante, atrajo atención y ayuda material a la pequeña aldea.
Establecer su tienda con la gente. Desde ese momento y hasta su muerte, Satoko Kitahara “estableció su tienda” junto con las personas de la Aldea Hormiga tal como hizo Jesús con nosotros. Vivió con ellos, comió con ellos, trabajó, rio y se dolió con ellos. Y lo hizo con un sentimiento de alegría cimentado en la fe y con la sonrisa que había prometido tener por Jesús.
Cuando la ciudad decidió que aquella propiedad junto al río tendría un uso más rentable, declararon que la Aldea Hormiga debía desaparecer. La única esperanza de los residentes era entregar el valor de la tierra —veinticinco millones de yenes— para evitar que la pequeña comunidad fuera desplazada.
Satoko le dijo a los representantes de la Aldea Hormiga que iban a reunirse con oficiales de la ciudad: “Hace mucho tiempo, le prometí al Señor que entregaría mi vida por la Aldea Hormiga. Ese momento ha llegado.” En 1993 en un artículo sobre Satoko, el escritor David Scott nos cuenta lo que sucedió cuando sus amigos llegaron a la reunión:
Quedaron sorprendidos de ver al principal oficial de la ciudad sostener una copia del libro de Satoko. Inesperadamente anunció que la ciudad aceptaría una cantidad mucho menor, casi simbólica por la propiedad.
La Aldea Hormiga se había salvado por la atención que recibió el libro de Satoko y por su fidelidad con los habitantes del lugar. Tres días más tarde, las palabras de Satoko se hicieron realidad: Ella entregó su vida por las personas de la Aldea Hormiga, y ahora era el momento de irse con el Señor. Murió el 23 de enero de 1958, a la edad de veintiocho años.
El poder de una sonrisa. Los hombres y las mujeres santos parecen comprender el poder transformador de una sonrisa humana. “Una palabra o sonrisa a menudo es suficiente para dar vida a un alma abatida”, escribió Santa Teresa de Lisieux en su libro Historia de un alma.
La sonrisa de Satoko Kitahara se extendió incluso a su diario. Hacia el final de su vida, escribió: “Debido a mi gran alegría, las lágrimas cayeron sobre mi libro de oración. Por suerte, ¡tenía un gran pañuelo conmigo!”
Satoko murió como vivió: Con una alegre sonrisa. Sus últimas palabras fueron “qué bueno es”, al agradecerle a su madre por un simple sorbo de agua.
Elizabeth Scalia es editora en jefe de Word on Fire Ministries así como oblata benedictina y autora del libro Strange Gods: Unmasking the Idols in Everyday Life.
Comentarios