La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Adviento 2017 Edición

¿Qué ves tú?

Lo que nos muestra el Espíritu Santo

¿Qué ves tú?: Lo que nos muestra el Espíritu Santo

Todo el día vemos miles de cosas: edificios, árboles, vehículos, nuestros familiares, compañeros de trabajo, imágenes en la televisión, la computadora o el celular. Gracias a Dios tenemos ojos que nos ayudan a apreciar la belleza de la creación de Dios; nos ayudan a ir a donde queremos ir, y nos sirven para no chocar con diversas cosas o caer rodando por una escalera. Todo esto se lo debemos a las innumerables cosas que vemos.

Pero cuando la Virgen María nos pregunta “¿Ves tú lo que yo veo?”, nos está preguntando algo diferente. Nos pregunta si miramos más allá de lo obvio, a fin de que podamos ver con el entendimiento espiritual, y pide por nosotros, tal como lo hizo San Pablo, para “que Dios [nos] ilumine la mente” (Efesios 1, 18). Por esto, ahora meditaremos en cómo pueden abrirse nuestros ojos de esta manera nueva y poderosa en este Adviento.

Ver “dentro” del bloque de mármol. En 1497, el Cardenal francés Jean de Billheres llamó a un joven escultor de nombre Miguel Ángel y le pidió que esculpiera una estatua muy bella para adornar su mausoleo cuando él falleciera. “Crea la escultura más hermosa que haya en Roma,” le dijo, “una que ningún otro artista pueda superar.” Miguel Ángel aceptó y viajó a la ciudad de Carrara, célebre por sus depósitos de mármol de excelente calidad, y consiguió el bloque “más perfecto” que encontró.

Pero mucho antes de que comenzara a aplicar el cincel al mármol, Miguel Ángel ya tenía una clara imagen mental de cómo se vería la obra terminada. Según se decía, en realidad él pudo ver, en su mente, la escultura —la famosa Pietá— en el interior del bloque de mármol. Miguel Ángel observaba el mármol y podía ver algo que nadie más veía, algo hermoso y elegante, algo armonioso e inspirador, algo que elevaría al cielo el corazón de la gente.

Así es como el Espíritu Santo quiere que nosotros contemplemos las escenas navideñas que adornarán los hogares e iglesias este mes. Tal como María y José y los pastores podían ver más que apenas un bebé con una tierna sonrisa, y como Miguel Ángel podía ver su Pietá en un bloque de mármol, así también el Espíritu Santo quiere llevarnos a ver que Jesús es nuestro Señor y Salvador, Emmanuel, Dios con nosotros.

“Donde nace Dios...” En su discurso anual de Navidad en 2015, el Papa Francisco dijo: “Donde nace Dios, nace la esperanza... Donde nace Dios, nace la paz.... Donde nace Dios, florece la misericordia.” (Mensaje Urbi et Orbi, 2015). Obviamente, el Santo Padre no se refería solamente al pesebre donde nació Jesús; sino también a cada lugar donde hoy nace Dios: cada corazón humano que acepta a Cristo y su mensaje.

En la primera Navidad, Jesús nació en el pesebre y también en el corazón de los pastores. Por consiguiente, ellos vieron que en su vida había una mejor esperanza. ¡El Mesías había venido! ¡Alboreaba una nueva era, la era de la redención! Para ellos el futuro no se limitaba a cuidar las ovejas, porque ahora llevaba consigo el cumplimiento de las promesas de Dios en su propia época. La esperanza que personificaba el mensaje del Mesías los llenó de alegría.

Por su parte, a María y José también se les abrieron los ojos con un nuevo entendimiento. Por supuesto, se alegraron muchísimo de que su Hijo hubiera nacido sano y salvo, aunque el lugar no era muy acogedor. Sí, se sintieron felices y aliviados de que el Niño fuera sano y que María sobreviviera el alumbramiento, cosa que no siempre se garantizaba en aquellos tiempos.

Pero sin duda experimentaron una paz más profunda y una alegría sin par al comprobar que ante sus propios ojos se estaban cumpliendo promesas que el ángel les había hecho. Podemos imaginarnos la sensación de satisfacción y tranquilidad que debe haberles llenado de alegría al escuchar lo que relataban los pastores y luego al recibir la visita, unos días más tarde, de los reyes magos. Cada uno de estos eventos les hacía ver más profundamente que Dios había venido a visitar y salvar a su pueblo.

Querido hermano, lo mismo nos puede suceder hoy a nosotros. Cada día tenemos una nueva oportunidad de dejar que Jesús nazca de nuevo en nuestro corazón; cada día se nos ofrecen nuevas posibilidades de experimentar la paz del Señor, su esperanza y su misericordia en nuestro interior y en el mundo que nos rodea. Al mismo tiempo, cada día tenemos numerosas oportunidades de compartir esta paz, esperanza y misericordia con nuestros seres queridos, amigos y conocidos.

Nace la esperanza. ¿No es curioso que aun cuando tenemos muchas oportunidades de dejar que el Señor nos llene de esperanza y paz, pareciera que descubrimos otras tantas oportunidades de dejar que la frustración y el desaliento se apoderen de nosotros? Especialmente, cuando vemos el grado de violencia, odio y división que hay en el mundo, pareciera que se nos esfumara la esperanza. Cuando vemos semejante situación de oscuridad y maldad en el mundo, ¿cómo podemos mirar al futuro con algún sentido de esperanza o expectativa?

Es por esto que es importante recordar que la esperanza no es algo que supuestamente tengamos que forjar por nuestros propios medios. Es un don de Dios; de hecho, es uno de los tres principales dones que el Padre nos concede (1 Corintios 13, 13); una especial virtud teologal que Dios infundió en nosotros cuando fuimos bautizados. Y como lo dice San Pablo, es un regalo que perdura; una virtud que nunca desaparece de nuestro corazón.

La esperanza es la virtud que nos ayuda a mirar más allá de cualquier dificultad que encontremos y confiar que Dios está con nosotros, caminando a nuestro lado. La esperanza es el don que nos permite observar la oscuridad del mundo y ver que allí, de todos modos, está la presencia del Altísimo y que él desea sacar el bien del mal. Es la virtud que nos permite tener la seguridad del amor de Dios, a pesar de nuestras faltas y errores. En resumen, la esperanza es el don que nos ayuda a regocijarnos en el Señor siempre.

Nunca olvides que la esperanza reside en tu corazón. Este don ya está allí, esperando que lo pongas en acción, y lo puedes hacer recordando siempre la bondad y la misericordia de Dios. Para eso, puedes repetirte frecuentemente que Aquel que está en ti es mayor que el que está en el mundo (1 Juan 4, 4), y recordar que Aquel que está en ti puede darte “también, junto con su Hijo, todas las cosas” (Romanos 8, 32), incluida la esperanza.

Nace la paz. Sabemos que hay diferentes clases de paz. Por ejemplo, la paz que sentimos cuando todo sucede de la manera que deseamos, aunque esa paz es frágil. Cuando lo que sucede no es lo que consideramos correcto, se nos empieza a debilitar la tranquilidad y somos presa de la frustración y el desaliento o la irritación.

Pero también existe la paz que Jesús nos ofrece, una paz nueva, persistente, que permanece con nosotros aun cuando tengamos obstáculos y dificultades que afrontar. Es la paz que nos dice que Cristo está con nosotros, aun si no podemos percibir su presencia; es la paz de saber que nada puede separarnos del amor de Dios.

En la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: “No se angustien ustedes.” Y hoy nos dice lo mismo a nosotros. “Oren por la paz. No se dejen abrumar por lo negativo. Esfuércense por mantener la paz en toda situación. Pídanme ayuda.”

Mantener la paz no se refiere solamente a la apacible época de la Nochebuena o la alegría del Día de Navidad. Es una decisión personal que podemos tomar día a día. En lugar de pensar “No puedo evitarlo” o “Es demasiado para mí,” podemos aprender a decir “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.” Si comenzamos cada día pidiendo “Señor, ayúdame a mantener la paz hoy día, pase lo que pase”, descubriremos una mejor capacidad para permanecer tranquilos durante el día, porque Jesús recibirá nuestra plegaria y nos auxiliará.

Florece la misericordia. Cuando el Papa Francisco inauguró el Año Santo de la Misericordia en 2015, nos dijo: “La misericordia es el fundamento mismo de la vida de la Iglesia... La credibilidad de la Iglesia se ve en cómo ella demuestra el amor misericordioso y compasivo.”

La misericordia es, clara y simplemente, la esencia de la misión de Cristo. Fue para darnos a conocer la misericordia de Dios que Jesús nació en este mundo. Así lo confirmó el ángel cuando le dijo a José que el hijo de María “salvaría a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1, 21). Cada día que Jesús caminó por la tierra, trató a cada persona con la bondad y la compasión que son la esencia misma de la misericordia, y nos mandó a nosotros hacer lo mismo. Incluso nos advirtió que el grado en el que nos perdonemos los unos a los otros será el grado en el cual experimentaremos su perdón (Mateo 6, 14-15).

A veces demostrarse compasivo resulta difícil o prácticamente imposible. El Señor lo sabe, porque entiende que las heridas sufridas en la vida pueden dejar llagas profundas y dolorosas en el corazón; aun así, nos pide que aprendamos a ofrecer el perdón, aunque sea poco a poco, y nos promete acompañarnos en todo momento.

Esperanza, paz, misericordia. Estos valiosísimos dones de Dios nos llegan cuando Jesús nace en nuestro corazón, y son regalos que van creciendo a medida que pasamos tiempo en oración, reflexionando en la Persona de Cristo y en la gracia enorme y gratuita de la salvación. Son dones que crecen y se profundizan cuando tratamos de ver aquello que María y José, los pastores y los reyes magos vieron. Y se hacen más presentes y concretos en nuestra vida cuando contemplamos el pesebre con amor y devoción, como Miguel Ángel miraba aquel bloque de mármol y veía en su interior su hermosa obra La Pietá. Estos son los mejores regalos que podemos recibir en esta Navidad; son, en realidad, los mejores regalos que podemos recibir en cualquier momento.

Así pues, ven a ver el pesebre en este Adviento; ven a ver lo que los antiguos santos vieron, y deja que el corazón se te llene de aquella visión.

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