La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Feb/Mar 2011 Edición

Preséntense a Dios en cuerpo y alma

La vida cristiana no es solamente cosa del corazón

Preséntense a Dios en cuerpo y alma: La vida cristiana no es solamente cosa del corazón

Algunos pasajes de la Biblia pueden leerse desde más de un punto de vista. Por ejemplo, en el relato de la Presentación del Señor en el Templo de Jerusalén (Lucas 2,22- 36) vemos a la Virgen María y a San José que entregaron al Niño Jesús en manos de Dios, pero también nos damos cuenta de que se presentaron ellos mismos ante su Creador, y entendemos que nosotros hemos de hacer otro tanto.

Por la misericordia de Dios. “Por tanto, hermanos míos, les ruego por la misericordia de Dios que se presenten ustedes mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Este es el verdadero culto que deben ofrecer” (Romanos 12,1).

Lo que San Pablo enseñaba a los romanos viene justo después de darles una detallada descripción de lo que significa la enorme misericordia de Dios: “En tiempos pasados, ustedes desobedecieron a Dios,pero ahora que los judíos han desobedecido, Dios tiene compasión de ustedes...” (Romanos 11,30). Sobre esto mismo les escribió a los efesios: “Pero Dios es tan misericordioso y nos amó con un amor tan grande, que nos dio vida juntamente con Cristo cuando todavía estábamos muertos a causa de nuestros pecados. Por la bondad de Dios han recibido ustedes la salvación. Y en unión con Cristo Jesús nos resucitó, y nos hizo sentar con él en el cielo” (Efesios 2,4-6).

Esta es la misericordia de Dios. Nosotros, que éramos pecadores y que vivíamos separados de Dios por el pecado y la incredulidad, hemos sido reconciliados con el Señor gracias a la muerte extraordinariamente generosa de Cristo en la cruz. Estábamos bajo condenación, pero luego fuimos adoptados como hijos de Dios y hechos herederos del cielo. Hemos sido bendecidos mucho más de lo que merecemos, y ahora nos encontramos en una condición de inmensa gracia, llenos de potencial para llegar a una comunión tan directa con Jesús que nuestra vida puede cambiar. Es a la luz de esta asombrosa profusión de misericordia que San Pablo exhorta a los romanos a presentarse ellos mismos ante el Señor: “Ustedes han recibido tanto —les dice— que ahora les toca a ustedes retribuirle a Dios entregándole su propia vida.”

Es cierto. Piense en todo lo que usted ha recibido gracias a la misericordia de Dios: ha sido rescatado del pecado y de la muerte y cada día vuelve a resucitar con Cristo en su oración y en la liturgia. Ahora usted puede experimentar a diario la paz y la libertad que fluyen de la presencia de Dios. Dedique pues un tiempo cada día a la oración y pídale con sinceridad al Señor que le dé a conocer su misericordia, para que estas verdades calen hondo en su corazón y en su pensamiento. Luego, animado por el poder de este amor, descubrirá sin duda que nace en usted el deseo de poner su vida en manos del Señor con la misma entrega que demostraron la Virgen María y San José.

Entregarle el cuerpo a Dios. San Pablo continúa diciendo a los romanos que presenten sus cuerpos al Señor. Estas son palabras que fueron escogidas con sumo cuidado. San Pablo quería que los cristianos se entregaran personalmente y sin reservas a Dios, incluso su manera de vivir y actuar en el mundo. Porque si decimos simplemente “Señor Jesús, te doy mi vida”, esta expresión puede ser muy limitada y no pasar más allá de un simple sentimiento, un momento circunstancial que no ejerce ningún efecto duradero sobre la vida que llevamos. Por eso el apóstol quería que sus discípulos se entregaran a Dios de una manera tan efectiva y profunda que modificara la conducta diaria de ellos.

¿Cómo se puede hacer esto? La manera más obvia es reconocer que hemos vivido pecando, confesar sinceramente y sacramentalmente todos nuestros pecados y decidir, con la ayuda de la gracia de Dios, dejar de pecar. Por ejemplo, no poner más la lengua al servicio del chisme o del engaño; dejar de usar los ojos para mirar con malicia o deseos impuros. No dejarse llevar más por el afán de comer o beber más de la cuenta, y dejar de privar al cuerpo del ejercicio o el reposo necesario.

Pero entregarnos nosotros mismos al Señor implica mucho más que solamente poner fin a la práctica del pecado. Ya hablamos en los artículos anteriores acerca del ayuno, pero también podemos poner nuestra vida en manos del Señor haciendo otras cosas; por ejemplo, en lugar de usar la lengua para murmurar, acusar o denigrar a otras personas, podemos usarla para pronunciar expresiones de amistad o consuelo y compartir lo que sabemos de la vida espiritual. En lugar de dejar que el pensamiento se vaya arrastrado por la crítica, la desconfianza o la envidia, podemos usarlo para perdonar e interceder por otros. También podemos utilizar las manos para ayudar a los pobres y los que sufren, y los pies para caminar hacia lugares donde hace falta llevar la presencia de Cristo.

Los seres humanos tenemos cuerpo y alma y la manera en que usamos el cuerpo es muy reveladora de lo que llevamos en el alma. Naturalmente, siempre hemos de tratar de hacer lo posible por mantener la pureza del corazón y la apertura al Espíritu Santo, pero también debemos estar conscientes de cómo es la vida que llevamos día a día en el mundo. Es innegable que si mantenemos el corazón enfocado en la misericordia de Dios, naturalmente nos sentiremos movidos a poner atención al cuidado que le damos a nuestro cuerpo. Pero también podemos mantener el corazón orientado hacia Cristo Jesús, esforzándonos con el mismo empeño en ser las manos y los pies, los ojos y los oídos del Señor en este mundo.

Un sacrificio vivo y agradable a Dios. Cuando la Virgen María y San José llevaron al Niño Jesús al templo, también llevaron dos tórtolas para ofrecerlas como sacrificio a Dios, lo cual se hacía quemando las aves al fuego en la ceremonia del templo a fin de ofrecerle al Señor la fragancia agradable del sacrificio y reafirmar así la fidelidad y la devoción de María y José. Este rito de purificación era apenas una parte del elaborado ritual de adoración a Dios que practicaba el pueblo de Israel. Había diversos sacrificios que se cumplían para cubrir prácticamente todos los hechos importantes de la vida de una persona o familia. Y cada año, en el día de la expiación, el sumo sacerdote le ofrecía a Dios sacrificios de animales por los pecados de todo el pueblo de Israel.

Lo que hacía San Pablo en su carta a los romanos era contrastar este tipo de sacrificios, de animales muertos, con el sacrificio vivo que les estaba pidiendo a sus seguidores que hicieran. Una cosa es ofrecer un animal muerto en un altar y otra muy distinta ofrecerle a Dios día a día nuestra propia vida —pensamientos, sueños, anhelos, obediencia— por amor y adoración. Este tipo de sacrificio lo hacían los judíos para expiar los pecados cometidos durante el año o recuperar la pureza ritual perdida por haber infringido la Ley; pero el sacrificio vivo que nos pide San Pablo tiene el potencial de convertirnos en vehículos portadores del amor y la gracia de Dios para los demás.

San Ambrosio dijo una vez que la Iglesia se construye y adquiere su mayor belleza en el interior del alma de los fieles. En la superficie, cualquiera puede dar su ofrenda en la iglesia, u ofrecerse para servir de lector en la Misa, y cualquier ministro puede llevar la comunión a un enfermo o discapacitado que no pueda salir de su casa, pero cuando estos actos se realizan animados por el deseo de glorificar a Jesús y con el corazón lleno de amor, ahí es cuando la Iglesia llega a ser hermosa. Cuando estos actos se realizan con una disposición de humildad y de docilidad al Espíritu Santo, ahí es cuando las personas se sienten atraídas por el Señor.

Seguramente había mucha gente en el templo cuando el Niño Jesús fue presentado, pero sólo Simeón y Ana reconocieron que este Bebé era la esperanza de Israel y la promesa de la salvación para el mundo entero. En cierta forma, la razón por la cual se dieron cuenta de quién era Jesús fue porque tenían una gran sensibilidad y apertura a las mociones del Espíritu Santo; pero no debemos olvidarnos de María y José. También es posible que la actitud que ellos tuvieron, aquella demostración de belleza de la que hablaba San Ambrosio, y la humildad de su entrega haya despertado algo en los dos ancianos testigos y los haya llevado junto a Jesús. Según esta misma idea, no todos se darán cuenta de los sacrificios vivos que uno haga en su vida cotidiana, pero los que tienen hambre y sed del Señor sin duda percibirán la realidad.

El verdadero culto espiritual. San Pablo dice que cuando nos presentamos en cuerpo y alma al Señor hacemos algo que no solamente es lógico o moralmente correcto, sino que estamos también realizando un acto de adoración espiritual al Señor. La mente moderna tiende a separar la vida espiritual de la vida cotidiana en el mundo, pero no es así como pensaba San Pablo, y tampoco es así como piensa Jesús. Cada acto de amor, cada acto de obediencia, cada acto de entrega de sí mismo que uno hace en nombre de Cristo, y en cooperación con el Espíritu Santo es un acto de adoración que redundará en una mayor gloria para el Señor, y de esta manera anunciamos al mundo que le pertenecemos a Él y que sabemos que Él nos ama. Son actos que tienen el poder de cambiar la atmósfera dondequiera que uno esté. Así como el perfume de nardo que María de Betania derramó sobre los pies de Jesús llenó toda la casa de una dulce fragancia (Juan 12,3), cada vez que se hace presente el perfume de la adoración, hay vidas que se transforman para mayor gloria de Dios.

Queridos hermanos, Jesús nos invita a todos a presentarnos en su presencia como sacrificios vivos, tal como Él se nos presenta cada día. Esto que nos pide el Señor no es algo superior a nuestra capacidad, y además Él está ahí con nosotros para ayudarnos e inspirarnos; está frente a nosotros para convencernos y ayudarnos a hacer lo posible por imitarlo, y para demostrarnos que nuestra propia persona —cuerpo y alma— puede llegar a ser un instrumento de adoración, un altar para que el Señor de los cielos venga a reunirse con su pueblo y derramar su amor. ¡Que Dios los bendiga a todos!

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