La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Enero 2023 Edición

Predicamos a Jesucristo

El camino a la unidad entre los cristianos

Predicamos a Jesucristo: El camino a la unidad entre los cristianos

Desde sus inicios, el movimiento ecuménico ha estado compuesto por dos elementos igual de importantes: El ecumenismo oficial y doctrinal y el ecumenismo espiritual. El ecumenismo doctrinal sucede principalmente entre teólogos y líderes de la Iglesia, pero el ecumenismo espiritual involucra a todos y cada uno de los creyentes. Es esta convicción la que se encuentra detrás de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. El ecumenismo espiritual incluye toda clase de iniciativas en las cuales los cristianos de diferentes iglesias se encuentran para rezar y proclamar juntos el evangelio, sin intenciones de hacer proselitismo y en plena fidelidad cada uno con su propia Iglesia.

He tenido la gracia de participar en muchos de estos encuentros. Uno de ellos permanece particularmente vivo en mi memoria porque fue como una profecía visual del resultado al cual debería llevarnos el movimiento ecuménico. En 2009 se celebró en Estocolmo una gran manifestación denominada “Una manifestación por Jesús”. En el último día, los creyentes de distintas iglesias, cada uno proviniendo de una calle diferente, caminaban en procesión hacia el centro de la ciudad. Al llegar al centro, las líneas se rompían y se formaba una única multitud que proclamaba el señorío de Cristo. Ya nadie podía decir quién, dentro de aquel grupo, era luterano o católico o pentecostal. Ante los ojos de los transeúntes atónitos, todos ellos simplemente eran cristianos creyentes.

El Señor resucitado está haciendo lo mismo hoy que hizo al inicio de la Iglesia. Envía su Espíritu y sus carismas sobre los creyentes de las distintas iglesias como lo hizo en el día de Pentecostés y en la casa de Cornelio. ¿Cómo no ver en eso un signo que nos empuja a aceptarnos y reconocernos recíprocamente como hermanos, aunque aún en el camino hacia una unidad más plena en el plano visible? Fue en todo caso eso lo que me convirtió a amar la unidad de los cristianos.

“Predicamos a Cristo Jesús.” Para comprender esto un poco más, echemos una mirada a la relación de los católicos con el mundo protestante. No para entrar en cuestiones históricas y doctrinales, sino para mostrar cómo todo nos empuja a ir hacia adelante en el esfuerzo de recomponer la unidad del occidente cristiano.

La situación ha cambiado profundamente en estos quinientos años, pero como siempre, es difícil tomar pronto conciencia de lo que es nuevo. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma en el siglo XVI fueron sobre todo las indulgencias y la forma en la que sucede la justificación del pecador. Pero, ¿podemos decir que estos son problemas con los cuales se mantiene o cae la fe del hombre?

Creo que todas las discusiones que datan de hace varios siglos entre católicos y protestantes acerca de la fe y las obras han terminado por hacer perder de vista el punto principal del mensaje de San Pablo. Lo que el apóstol quiere afirmar, sobre todo en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo. No es tanto que somos justificados por la gracia, sino que somos justificados por la gracia de Cristo. La persona de Cristo es el corazón del mensaje, incluso antes de la gracia y la fe. ¡Lo que está en juego no es una doctrina sino una persona! Cuando el apóstol Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: “Anunciamos esta o esa doctrina”; dice: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Corintios 1, 23), y “Nosotros predicamos a Cristo Jesús el Señor” (2 Corintios 4, 5).

Esto no significa ignorar todo lo que la Reforma protestante produjo de nuevo y válido, especialmente con la reafirmación de la primacía de la Palabra de Dios. Significa más bien permitir que toda la Iglesia se beneficie de sus logros positivos, una vez liberados ciertos excesos y refuerzos en ambos lados debidos a la atmósfera recalentada del momento y a la interferencia de la política de ese tiempo.

Una experiencia liberadora. Un paso importante en ese sentido fue la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmada el 31 de octubre de 1999, entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de Iglesias Luteranas. Al leer esta declaración, llegué a una conclusión firme: Ha llegado el momento de dejar de hacer de esta doctrina de la justificación por la fe un tema de lucha y disputas entre los teólogos, y tratar, en cambio, de ayudar a todos los bautizados a hacer, de esta verdad una experiencia personal y liberadora. Desde ese día, no he parado, cada vez que he tenido la oportunidad en mi predicación, de exhortar a los hermanos a tener esta experiencia.

La justificación mediante la fe en Cristo debería ser predicada por toda la Iglesia y con mayor vigor que nunca. Ya no, sin embargo, en contraposición a las “buenas obras”, que es un asunto superado y resuelto, sino en oposición a la pretensión del mundo secularizado de poder salvarse solo, con su ciencia, la tecnología o las técnicas espirituales de su invención. Estoy convencido de que si estuvieran vivos hoy en día, esta sería la forma en la que Lutero, Calvino y otros reformadores ¡predicarían la justificación gratuita mediante la fe!

¡Los cristianos tenemos cosas mejores que hacer que pelear unos con otros! El mundo ha olvidado, o nunca ha conocido, a su Salvador, la luz del mundo, el camino, la verdad y la vida. ¿Y perdemos el tiempo discutiendo entre nosotros?

Más allá de las fórmulas. Estoy convencido de que en el diálogo con las iglesias protestantes pesa mucho el rol del frenado de las fórmulas. Me explico. Las formulaciones doctrinales y dogmáticas, con el paso del tiempo tienden a endurecerse para convertirse en “consignas”, etiquetas que indican una pertenencia. La fe ya no termina en la realidad de la cosa, sino en su formulación.

Este obstáculo es particularmente visible en las relaciones con las iglesias de la Reforma. Fe y obras, Escritura y tradición: Son contraposiciones comprensibles y en parte justificadas en su nacimiento, pero llevan al engaño si son repetidas y mantenidas en pie, como si nada hubiera cambiado en quinientos años de vida.

Tomemos la contraposición entre fe y obras. Esta tiene sentido si por buenas obras se entiende principalmente indulgencias, peregrinaciones, ayunos, limosnas, velas votivas y todo lo demás. Esto es lo que lamentablemente sucedía en la época de Lutero. En cambio, lleva fuera de camino si por buenas obras se entiende las obras de caridad y de misericordia. Jesús en el Evangelio advierte que sin esas no se entra en el Reino de los Cielos y seremos condenados en el día final (ver Mateo 25, 31). No somos justificados por las buenas obras, pero no nos salvamos sin las buenas obras. La justificación es sin condiciones, ¡pero no es sin consecuencias! Esto lo creemos todos, católicos y protestantes.

Lo mismo hay que decir de la contraposición entre Escritura y tradición. Esta surge apenas se toca el problema de la revelación, como si los protestantes tuvieran solamente la Escritura y los católicos la Escritura y la tradición juntas. ¿Qué es lo que explica la existencia de tantas denominaciones diversas dentro del protestantismo, sino el modo diverso que tiene cada una de interpretar las Escrituras? ¿Y qué es la tradición en su contenido más verdadero sino justamente, la Escritura leída en la Iglesia y por la Iglesia?

Unidad en la caridad. No es suficiente encontrarse unidos en el frente de la evangelización y de la acción caritativa. Este es un camino que el movimiento ecuménico ha experimentado en sus inicios, pero que se ha revelado insuficiente. Si la unidad de los discípulos tiene que ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, esta tiene que ser en primer lugar una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad.

La cosa extraordinaria sobre este camino hacia la unidad basada en el amor es que esta se encuentra ya enteramente abierta delante de nosotros. No podemos “quemar las etapas” sobre la doctrina, porque las diferencias son reales y se resuelven con paciencia en los lugares correspondientes. Podemos, en cambio, “quemar las etapas” sobre la caridad, y estar plenamente unidos desde ahora. El signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu Santo no es, escribe San Agustín, el hablar en lenguas, sino el amor por la unidad: “Sepan que tendrán el Espíritu Santo cuando consientan que vuestro corazón adhiera a la unidad a través de la sincera caridad” (Sermón, 269).

“Amarse” se ha dicho, “no significa mirarse el uno al otro, sino en mirar en la misma dirección” (El Principito, Antoine de Saint-Exupéry). También entre los cristianos, amarse significa mirar juntos en la misma dirección que es Cristo. “Cristo es nuestra paz. Él… destruyó el muro que los separaba y anuló en su propio cuerpo la enemistad que existía” (Efesios 2, 14).

Si nos convertimos a Cristo y vamos juntos hacia Él, nosotros los cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta volvernos, como él ha querido una sola cosa con él y con el Padre” (cfr. Juan 17, 22). Sucede como con los radios de una rueda. Parten desde puntos distantes de una circunferencia, pero a medida que se acercan al centro se acercan también entre ellos, hasta formar un solo punto. Sucede como aquel día en Estocolmo. ¡Que siempre podamos progresar en este camino de la unidad con la gracia del Espíritu de Cristo!

El Cardenal Cantalamessa es el Predicador de la Casa Pontificia. Este artículo fue adaptado de su sermón de Cuaresma del 18 de marzo de 2016.

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